16 Apr La balada del asesino triste y el cuchillo rojo
Por Jorge Fernández Díaz
tío de Ferdinand von Schirach era juez y había servido en la marina: una granada le voló el brazo izquierdo y la mano derecha. A pesar de esa horrible contrariedad, su señoría no se rindió, tuvo una larga carrera judicial y se hizo famoso por ser un magistrado sensible y justo. Le encantaba cazar en un pequeño coto. Refiere su sobrino que una mañana se metió en el bosque, colgó delicadamente su chaqueta en una rama, se llevó el doble cañón de su escopeta a la boca, apretó el gatillo con el muñón y se voló la cabeza. En una carta que le dejó a su mejor amigo, se excusaba por estar harto y le decía: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”.
Ferdinand von Schirach nació en Munich y se hizo famoso en Berlín, donde ejerció de manera brillante su oficio de abogado penalista. Luego un día de repente escribió un libro, se transformó en best seller y fue traducido a treinta idiomas. El abogado se había revelado como un extraordinario narrador de cuentos breves, la mayoría de ellos basados en su experiencia personal, pero convenientemente desdibujados para no causarles daño a los protagonistas. “Escribo sobre procedimientos penales en los que he actuado -aclaró alguna vez-. Aunque en realidad hablo del ser humano, sus fracasos, de su culpa y su grandeza.” El modo seco, lúcido y cinematográfico con que escribe este Hemingway moderno le ha valido los elogios de The Times: “Todo delito grave contiene una historia, y el talento de Von Schirach es descubrirla, perfeccionarla, y conseguir que los lectores piensen dos veces sobre la culpabilidad, la verdad o la justicia”.
Leyendo sus relatos recordé de pronto la extraña historia que me contó un viejo comisario de la Patagonia cuyo apellido preferiría no recordar: se llamaba igual que uno de los grandes personajes de Arlt y terminó preso por adulterar pruebas contra un infeliz que era inocente. Pero el comisario, cuando era joven, servía en una ciudad del desierto cruzada por vientos huracanados. Allí todo el mundo conocía a un carnicero que medía casi dos metros y era bondadoso pero introspectivo, y también a su esposa casquivana, que se jactaba de sus amantes. Una noche el gigante regresó a casa, se lavó las manos y se sentó a la mesa. La dama, tal vez azuzada por el silencio de su marido, comenzó a lanzarle recriminaciones y a contarle con lujo de detalles las maratones sexuales que mantenía con los vecinos. El carnicero eludió sus ojos todo lo que pudo, y al final ella le lanzó gritos insultantes y lo obligó a levantar la vista. Fue entonces cuando la mujer remató la retahíla con la confesión del revolcón más humillante. El carnicero tomó el enorme cuchillo de cocina y la cosió a puñaladas. En estado de shock, lleno de sangre ajena y con el arma en la mano, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y caminó como un zombi hasta la ruta. Un camionero que pasaba vio confusamente a un hombre en la banquina y creyó que le hacía dedo. Queriendo ser solidario, frenó y lo invitó a subir. El gigante se sentó a su lado sin mirarlo. Llevaba el cuchillo en el puño y la ropa empapada por la sangre negra. Sus ojos parecían extraviados. El chofer sintió un tremendo escalofrío y apretó el acelerador sin conseguir despegar los labios. Sabía que a dos kilómetros había una comisaría y quería llegar lo antes posible. El camionero y el asesino no intercambiaron ni media palabra. Finalmente, el primero estacionó y se arrojó de la cabina. Los policías, con las pistolas amartilladas, le pidieron al carnicero que entregara el cuchillo. Sólo muchas horas más tarde, en el calabozo, el carnicero recuperó la razón. No podía creer lo que había hecho, y se largó a llorar de manera desconsolada.
El hombre era manso y gentil, y nunca se perdonó. Von Schirach no hubiera desdeñado su malogrado destino. El carnicero vivió en la comisaría hasta que lo juzgaron, y no quiso ampararse en la emoción violenta ni en ningún otro atenuante. Cumplió la larga condena en una cárcel del Sur, y el día que salió lo hizo en saco y corbata. Tomó un micro hasta la ciudad desértica, compró flores en un puesto y visitó la tumba de su mujer. Estuvo inclinado sobre ella largo rato. Después caminó hasta un paso a nivel, se quitó cuidadosamente el saco, lo colgó de un alambre y se tiró al paso del primer tren.
LA NACION