Nick Drake: retrato de un artista de la desolación

Nick Drake: retrato de un artista de la desolación

Por Hinde Pomeraniec
Era tan alto que se incomodaba a sí mismo, o al menos es lo que parece cuando se observan en detalle todas esas fotos en blanco y negro que se repiten, con pequeñísimas variantes, en las notas, discos, sitios de internet y libros que ofrecen el rostro tímido y la figura espigada y hermosa de Nick Drake, un artista extraño para el mundo, un hombre triste que vivió muy poco y que dejó, a cambio, un mito que se alarga en el tiempo desde el día de su muerte, un día del que se cumplirán exactamente cuarenta años el próximo 25 de noviembre.
Nick Drake no sólo estaba incómodo con su altura; su lugar en el mundo era incómodo. Aunque creció en una buena familia y no tuvo una infancia desdichada, el pulso de su breve vida de 26 años estuvo marcado por el talento y el sufrimiento, ambas circunstancias inevitables. Nació en 1948, en Birmania, donde su padre, Ronald, trabajaba como ingeniero. Junto con su madre Molly y su hermana mayor Gabrielle, regresaron a Gran Bretaña cuando Nick tenía 4 años. Era muy buen alumno y gran deportista, pero nada parecía importarle demasiado, ya entonces parecía asomar un espíritu desolado. Cuando llegó el tiempo de la universidad, partió a Cambridge a estudiar literatura inglesa: los poetas románticos fueron su foco de atención, según escribió en cartas a la familia, donde trataba de enviar mensajes luminosos contándoles que tenía momentos felices “aunque ustedes no lo crean”. Luego de unas vacaciones y cuando faltaba poco para la graduación, Nick no retomó los estudios. Muy deprimido, fue internado por primera vez y también por primera vez recibió medicación psiquiátrica. Una vez recuperado, se decidió a probar de manera profesional la música que siempre había experimentado informalmente entre jóvenes amistades. Primero fue Five Leaves Left, un disco que durante lo que debía ser su promoción demostró que Nick no iba a poder cantar en público. Cuando lo intentó, el padecimiento porque la gente en el bar conversaba o corría las sillas sin mantener el silencio y la atención lo superó al punto de que luego de la quinta canción guardó su guitarra y se retiró del lugar. Luego llegó Bryter Layter y aunque se esperaba mucho de este álbum, nada sucedió en materia de éxito. Sus productores no sabían cómo resolver un tema fundamental que era la construcción de un público, algo casi imposible de lograr con un artista que no podía salir de sí mismo.
Sus intentos de vivir solo no prosperaron, nunca tenía un peso en el bolsillo porque nunca logró hacer dinero. Su vínculo con las mujeres fue pobre y frustrante. Siempre volvía a casa de sus padres, como en una perenne rendición. El último disco, Pink Moon, fue grabado en el colmo del sufrimiento para él y para quienes lo acompañaban, quienes no lograban interesarlo en nada y debieron ver cómo el padecimiento pulverizaba sus capacidades: ya no podía cantar y tocar al mismo tiempo. Su aspecto era lamentable, la oscuridad lo había tomado por completo y no salía de sí mismo.
Sus padres seguían con atención sus movimientos en “Far Leys”, la casa familiar de Tanworth-in-Arden, pequeña población al sudeste de Birmingham. Buscaban no dejar píldoras a mano, aunque no consideraron que unas pastillas indicadas por el psiquiatra merecieran especial atención. En la mañana del 25 de noviembre de 1974, al llegar las 12, Molly consideró que ya era hora de despertar a Nick. Golpeó levemente y abrió la puerta de su cuarto. Lo primero que vio fueron sus larguísimas piernas sobre la cama, la misma que usaba desde niño. Sobre la mesa de luz, un tazón con cereales y el frasco del medicamento vacío. Nick ya estaba muerto, las autoridades decretaron que fue un suicidio aunque la familia dudó: tal vez no fue deliberada la cantidad de pastillas que ingirió esa noche, se dijeron. No hubo notas finales ni advertencias. Sí, señales de una tristeza cada vez más profunda en un hombre que cada vez pasaba más horas en silencio o manejando sin rumbo o escuchando una y mil veces un mismo disco y que poco antes del final se había declarado vacío. “Ya no tengo más canciones”, dijo a un amigo en el colmo de su desolación.
Cuando se lo escucha por primera vez uno se pregunta dónde estuvo antes; cómo pudo ser que no conociera esa voz, esas letras y esos punteos emocionantes que se conservan en las grabaciones que dejó: tres álbumes a los que se añaden compilaciones y grabaciones informales que su padre conservó y que aún resultan influyentes para artistas de todo el mundo. Baladas tristes e intimistas como “Day is Done”, “Way to Blue” o “Fly” son tan clásicas como los poemas de Blake o los paisajes de Turner. Tan clásicas como el romanticismo y el crepúsculo y la melancolía en el arte…
LA NACION

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