Asesinos en series

Asesinos en series

Por Hernán Ferreirós
En la quinta y última temporada de la extraordinaria The Wire, el detective Jimmy McNulty (Dominic West), el protagonista de la serie, decide enfrentar a la lógica del mercado en su propio juego. Ante los recortes de presupuesto que paralizan al departamento de policía de Baltimore, McNulty crea un dispositivo de marketing que le permite conseguir los fondos que necesita para hacer su trabajo: este dispositivo de marketing es un asesino serial. Manipulando pruebas y cadáveres fabrica una conexión entre varias muertes para que parezcan todas víctimas de un mismo homicida. Tras varios contratiempos, las autoridades y los medios muerden el anzuelo y el dinero que se venía negando aparece. The Wire presenta un sistema tan perverso que, cuando uno de sus guardianes -la serie es consciente del rol que ejerce la policía en el control social- quiere hacer algo bien, no tiene más remedio que romper las mismas reglas que, se supone, debe defender.
La ficción de un asesino serial no sólo opera hacia adentro del relato, sino también hacia afuera.
Así como NcNulty crea un asesino psicótico para los burócratas de la ciudad que definen presupuestos, el showrunner David Simon, que durante toda la existencia de la serie debió capear bajos ratings y el riesgo de la cancelación, ofrece uno a los burócratas de HBO que definen qué ficción renovarán ese año y, también, a su audiencia, apelando, como NcNulty, a la probada eficacia de estos relatos en el mercado. Si esto es una concesión, en todo caso, es una concesión realizada en sus propios términos: el (inexistente) asesino serial de The Wire es una reflexión sobre las condiciones en las que se da este subgénero y una delicada ironía sobre su ubicuidad en el cine y en la TV de las últimas décadas.
En primer lugar, el asesino serial tal como es presentado en esta serie es una construcción, un invento que luego es amplificado por los medios. Esto sugiere un vínculo entre el ascenso en la opinión pública de la figura del asesino serial y el ascenso de la cultura de las celebridades. En efecto, si los asesinos seriales auténticos provocan fascinación se debe, ante todo, a su exposición mediática y a los mitos que crean los medios acerca de ellos. En los Estados Unidos, existe un culto de los asesinos reales que no se diferencia mucho del culto a las estrellas de cine. De hecho, hasta tienen su propio merchandising, llamado allí murderabilia (objetos de memorabilia vinculados a un crimen, que cambian de manos por cientos de dólares en Internet). Éste es el segundo aspecto insinuado por el anticapitalista The Wire vinculado al primero: el asesino serial florece en paralelo al sistema de producción capitalista.
Si bien es posible encontrar asesinos seriales famosos a lo largo de la historia, como el barón de Rais, noble francés del siglo XV al que se atribuye el asesinato de más de 200 niños o Erzsébet Báthory, la “condesa sangrienta”, que, según el mito, se bañaba en la sangre de vírgenes para mantenerse joven (y en cuya leyenda se inspiró Bram Stocker para escribir Drácula), la mayoría de los asesinos seriales apareció en los Estados Unidos en los últimos cien años. Según investigadores como los críticos Mark Seltzer o David Schmid es, justamente, la transformación en mercancía del asesino serial en la cultura norteamericana (no sólo a través de murderabilia, sino también de las coberturas obsesivas de los medios y de sus apariciones como personajes en novelas, películas o series) aquello que garantizó su reproducción.

SERIES DE ASESINOS
Es probable que Simon haya incorporado un asesino serial a The Wire sólo como una invención para no contaminar de irrealidad una serie que hizo de la autenticidad su bandera. En efecto, en la mayor parte de las ficciones, los asesinos seriales no sólo no tienen nada en común con sus contrapartes del mundo real, sino que tampoco pertenecen al canon del realismo.
Más bien, los asesinos seriales de ficción guardan para sí los atributos de los monstruos góticos -en especial, su alteridad respecto de los valores humanos- tal como fueron retomados por el folletín del siglo XIX y principios del siglo XX. Éstos eran vehículos de las fuerzas irracionales que se enfrentan a los preceptos de la razón: nuestros asesinos seriales son primos lejanos de sus vampiros y hombres lobo. Por eso, aunque los relatos de homicidas múltiples suelen clasificarse dentro del género policial, también emanan un leve aroma fantástico, dado que estos personajes suelen ser presentados como algo más o algo menos que humanos.
En su ensayo “Para un crítica de la violencia”, Walter Benjamin dice que el “gran criminal” despierta la fascinación del público porque en su figura no sólo se desafía la ley y se desnuda su violencia, sino que también se la confronta con la amenaza de una nueva ley. A diferencia del resto, el sociópata criminal se ubica por encima de las normas de nuestra sociedad y tiene una personalidad a tono con esta prerrogativa: tal como es representado en la ficción, está mucho más cerca del superhombre de Nietzsche que de un perturbado con problemas mentales. Ésta es la razón de su magnetismo: ¿quién no fantaseó no sólo con ser impermeable a las restricciones morales, sino, más aún, a otras características humanas como el miedo, la duda o la soledad?
La época de oro del asesino en serie comenzó en los años 80. Durante los primeros años de esa década, en los Estados Unidos, se registraron niveles nunca antes alcanzados de criminalidad (este fenómeno es representado en la venidera película de J.C. Chandor A Most Violent Year) que se retroalimentaron con la continua presencia de hechos delictivos en los diarios y la TV. La paranoia y el miedo ante el crimen generaban la necesidad de productos que abastecieran esta paranoia. De ahí, la aparición de asesinos cada vez más terroríficos en los medios sensacionalistas y también en los más serios, que empezaron a copiar sus estrategias para no perder público. En este período, el novelista Thomas Harris percibió la tendencia y creó al asesino en serie contra el que se medirían todos los demás: Hannibal Lecter.
El personaje apareció por primera vez en la novela Dragón rojo (1981), en la que tiene un papel crucial, pero pequeño. En sucesivos libros (la saga de Lecter incluye también a El silencio de los corderos, Hannibal y Hannibal Rising), el personaje crece hasta convertirse en el centro de la historia y, también, en el asesino serial más famoso después de Jack el destripador. En su reseña de Hannibal publicada en The New York Times, Stephen King escribió que, con Lecter, Harris había creado al “Drácula de la era de los celulares”.
Lecter es, en efecto, un monstruo, algo distinto de un ser humano, pero, salvo por su afición al hígado con chianti, casi siempre mejor: tiene los poderes de deducción de Sherlock Holmes, memoria fotográfica, conocimientos insondables sobre todos los temas y una determinación fuera de escala. Más que a Drácula, recuerda a los supercriminales de los folletines de comienzos del siglo XX como Fantomas.
Su primera aparición en el cine sucedió en Cazador de hombres (1986) -film semiolvidado de Michael Mann, que adapta la primera novela de Lecter y que luego sería reversionada en la inferior Dragón rojo (2002)-, pero fue el éxito de El silencio de los inocentes (1991), de Jonathan Demme -y la extraordinaria interpretación de Anthony Hopkins, que en sucesivos films se volvería una caricatura-, aquello que convirtió al doctor Lecter en un ícono de nuestra cultura popular y que superpobló las pantallas de maníacos asesinos.
Después de Lecter, todos los psicópatas tuvieron algo de él; en particular, una insistente manía por demostrar su superioridad intelectual ante los policías que los persiguen. Tanto Red John de The Mentalist como Dexter Morgan de Dexter o Joe Carroll de The Following existen sólo como variaciones televisivas de este personaje. No es de extrañar, entonces, que -agotado en la pantalla grande- la mejor serie actual de asesinos en serie sea su rebooteo para televisión: Hannibal (AXN), creada por Bryan Fuller con Mads Mikkelsen en el papel del célebre psiquiatra, es una precuela de Dragón rojo que parece habitar en una versión de Caravaggio de los dibujos de la famosa Anatomía, de Henry Gray, una suerte de barroco enloquecido que contiene imágenes nunca vistas en la televisión. Mikkelsen, por su parte, logra recrear a Hannibal Lecter sin imitar a Hopkins, lo que constituye un mérito mayúsculo.

ASESINOS DE MUJERES
La mayor parte de los asesinos seriales son hombres y la mayor parte de sus víctimas son mujeres. Este hecho, probablemente, haya estado en el origen de The Fall (cuya segunda temporada de seis episodios estará disponible en Netflix desde mañana), serie británica creada por el guionista Allan Cubitt, que introduce una novedad en el relato de los asesinos seriales: un grado de sensibilidad de género en un universo en el que el rol de las mujeres siempre es pasivo.
Cubitt se inició como guionista en Prime Suspect, la extraordinaria serie británica que seguía el progreso y los casos de Jane Tennison (Helen Mirren), la primera mujer -en la ficción- en ejercer una jefatura de detectives en la policía metropolitana de Londres. The Fall lleva la premisa de aquella serie un paso más allá: ya no se trata de una mujer que debe comportarse como un hombre para salir adelante en un mundo masculino, sino que la protagonista, la inspectora Stella Gibson (Gillian Anderson, en uno de los mejores roles de su carrera), es una mujer que lidera hombres comportándose como una mujer, cosa que suele provocar el desconcierto, el odio o la desesperación de los hombres que la rodean. Tras una aventura de una noche con un policía al que casi no conoce, percibe la incomodidad de un subordinado: “Mujer se coge hombre: mujer, sujeto; hombre, objeto. ¿Eso es lo que te molesta, no?”, le pregunta.
Dado que casi todos los personajes masculinos parecen salidos de un catálogo de Abercrombie & Fitch, está claro que ésta es una serie que tiene a su público femenino en alta estima. Jamie Dornan, estrella de la venidera adaptación de 50 sombras de Grey, interpreta al asesino serial Paul Spector, un marido y esposo ejemplar que, cada tanto, tortura y mata a mujeres de profesiones calificadas (un subrayado del tema de la independencia vs. la sumisión) en la aún conflictiva ciudad de Belfast. Como todos los de su grupo, Spector se ve en la necesidad de entablar un duelo de intelectos con la gélida e inflexible inspectora, quien jamás se deja fascinar y no demuestra otra cosa que completo desprecio por ese hombre.
La serie no recurre a la estructura del whodunnit, ya que desde la primera secuencia conocemos la identidad del criminal. En cambio, se concentra en analizar las identidades de los protagonistas en capítulos que oscilan entre momentos de gran tensión dramática y de una intolerable lentitud. A pesar de que la serie se toma todo el tiempo del mundo para contar su historia, los personajes continúan siendo un misterio luego de dos temporadas. Esto no es un defecto porque abre la puerta (luego de un cliffhanger al final de la segunda, que ya concluyó en su país de origen) para una tercera. Es cierto que no hacen falta más series de asesinos psicóticos, pero The Fall es una ficción a la que se puede dejar pasar antes de cerrar la puerta con llave.
LA NACION