Un cielo lleno de drones

Un cielo lleno de drones

Por Pedro B. Rey
El cielo, damos por descontado, es siempre el mismo. Basta con elevar la mirada para advertir que, sea en su versión celeste, nebulosa o estrellada, continúa ahí, ubicuo telón de fondo que nos ampara o nos aterra desde que la humanidad habita el mundo. Pueden cambiar la configuración de las constelaciones según el hemisferio en que se encuentre el observador; el aficionado a la astrononomía puede detectar los movimientos de algún planeta y el espectador ocasional divisar con sorpresa una efímera estrella fugaz. Así y todo, su sinónimo perfecto sigue siendo la palabra « firmamento », por mucho que la fijeza parcial que le atribuían los antiguos (presente en la firmeza etimológica) haya quedado hace siglos obsoleta.
El valor de su presencia, sin embargo, ha variado. Basta pensar en una aldea con calles de barro del pasado, digamos la vieja Atenas, para imaginar hasta qué punto resultaría imposible por entonces escapar al magnetismo omnipresente de la bóveda celeste. Una intensidad similar sólo se experimenta hoy en pleno campo, en algún paisaje natural, en los pueblos pequeños, pero no es idéntica. En vez del majestuoso decorado de antaño, prevalece, sobre todo de noche, la sensación de ser un puntito de nada perdido en el universo. El poético y tan romántico instante de comunión cósmica, incluso, puede verse alterado de pronto por el paso de una luz roja que titila, como un pulso, al fondo de la oscuridad. No pertenece a ningún emisario extraterrestre, sabemos por costumbre, sino a alguna fabricación humana que se dirige a su distante destino.
En la gran ciudad el cielo perdió, en materia de observación, predicamento. Las más de las veces es un jirón celeste o blanquecino que juega a aparecer y esconderse, como un intruso, entre las puntas de los edificios. Sólo en los barrios más abiertos, donde dominan las casas bajas, adquiere algún peso específico, si bien en las horas nocturnas -el momento en que el firmamento se vuelve profundo y comunicativo- el fulgor artificial de la ciudad domestica la gracia de sus pormenores. En los días soleados, desde esas zonas abiertas, sin edificios que entorpezcan la visión, se detecta con facilidad esa variante mecánica de las aves (los aeroplanos) o de los coleópteros (valga la rima, los helicópteros). A esas especies que pueblan desde hace tiempo el cielo -que a su manera es un espejismo y se convierte por su presencia en espacio aéreo- amenazan con sumarse a futuro, de atenernos a la frecuencia con que aparecieron en las noticias de las últimas semanas, los drones (también conocidos como cuadricópteros), que ya desde su nombre, que alude en el original inglés a su zumbido, tienen algo de abejorro, de insecto de última generación. El cielo, como nunca, parece haberse vuelto antes que objeto de contemplación un territorio a colonizar.
Un pensador francés (Paul Virilio) asegura que cada invención tecnológica crea, al mismo tiempo que ella, su accidente. El tren dio lugar al descarrilamiento; la computadora, al colapso informático (y a la paranoia del colapso). ¿Cuáles serán los accidentes que trae consigo un simple drone?
Ni idea, aunque el sueño reparador al que me dediqué después del último punto y aparte interrogativo, me dio, entremezclando noticias verídicas y fantasiosas, algo parecido a una respuesta. Soñé con un cielo repleto de drones, una plaga mecánica que, como en una mala novela de ciencia ficción, dificultaba el paso del sol. Soñé, evidente resto diurno, que un par de esos artefactos se entrometían en aeroparque y obligaban a suspender de momento las actividades, para evitar alguna catástrofe. Soñé que un pícaro de algún país del norte se valía de uno para espiar a su vecina que buscaba broncearse, ligera de ropas, en el techo de su edificio. Soñé que otro pícaro, criollo en este caso, lo utilizaba para pispear casas vacías para optimizar su desvalijamiento. Y soñé que en una capital de los Balcanes uno de esos aparatejos sobrevolaba a baja altura el campo de juego durante un partido de fútbol (los contendientes eran, según se entreveía en las brumas del sueño, las selecciones de Serbia y Albania) exhibiendo una provocativa bandera del bando visitante, hasta que un jugador pegaba un salto, arrancaba el estandarte enemigo, derribaba el drone y todo derivaba en una gresca fenomenal, a punto de iniciarse una nueva e impensada guerra del fútbol. Cuando desperté, por suerte, amanecía. Una felicidad: no había que pensar el final de la nota, bastaba con apuntarlo. Una tranquilidad: el cielo seguía ahí, firme en su posición mucho más que milenaria. Era de un celeste brillante. Sólo trotaba por ahí alguna nube. Por el momento al menos. Todavía..
LA NACION