La Pampa cumplió 130 años de tierra campera y gaucha

La Pampa cumplió 130 años de tierra campera y gaucha

A la memoria de Antonio Felice.
Por Gladys Sago
Dos lanzas en ristre y un ranquel en pelo sobre su caballo bastaron para marcar un rumbo. Aquellas rastrilladas que precedieron los caminos dejaron pequeños surcos que todavía se adivinan en lo que fue el Territorio Nacional de La Pampa Central, hoy una provincia que tiene toda su historia condensada en 130 años, aunque viene desde lejos. En 143.440 km2 que representan el 6% del total nacional, con una población de alrededor de 300.000 habitantes, su posición estratégica la relaciona con el continente americano y el mundo. Como puerta de la Patagonia –una instancia integradora muy peleada– logró consolidar un proceso de creación de vínculos para conformar una unidad regional definitiva y ser una voz audible en el contexto nacional.
Delineada por un estricto decreto nacional Nº 1532, del 16 de octubre de 1884, sin opción alguna, en el mezquino reparto de paisaje, le quedó a La Pampa el mejor legado que se reafirmó después de una extensa e infructuosa lucha provincialista de medio siglo –desde principios del XX– donde, como siempre, los intereses políticos primaban más que los derechos ciudadanos. Es esa inmensidad de la llanura “plana, desembarazada de estorbos” con algunas lomadas (como explica el vocablo “pampa”), que esconde rituales minerales y el espesor del humus para estallar en cosecha, la que regala al hombre la exacta dimensión de su humanidad, donde no caben prosapias ni falsas ostentaciones, y que lo redime al representar al país con su mística campera. Decir La Pampa es decir Argentina.
Allí esta el caldén, el del escudo, estoico en su cruzada por sobrevivir, así como una metáfora arbórea donde se articulan las emociones contenidas que remiten a epopeya, a ganarle a la yerma condición terrosa que todavía clama en el Oeste, reverdece en el Norte y en el Este, mientras se afianzan más al Sur las huellas que nacen con ancestral designio desde el socavón de Lihuel Calel, que con su idioma originario trata de dejar testimonio de identidad para siempre. Son esas Sierras de la Vida las que quietas, sin estridencias de cascadas ni profuso follaje, remiten a sosiego, a meditación, a pronunciarse con lenguaje medanoso para conjurar el olvido.
Rocas antiquísimas tachonan el suelo entre el jarillal achaparrado que se verdea de vez en cuando y ásperos troncos que convierten al caldenal en esculturas de un arte modelado por el tiempo. No hay ruido, hasta en la capital Santa Rosa. Puntual, la tierra se parte y germina la semilla; la sal del Sur le roba el color a la labranza.
Como fantasma que emerge de los destellos de las “luz mala”, entre las piedras, las simientes, las raíces secas, aparece un perfil que con forma de martillo se adentra en territorio mendocino para golpear con demoledora fuerza el yunque del destino pampeano, que seco, consecuente, demora cada día la líquida esperanza que vivificaría para siempre esa porción gredosa o esteña.
Buenos Aires decide todavía, aunque supo saborear “pejerrey del Salado de La Pampa”, como decía la carta de 1936 del restaurante Pedemonte; mientras las aguas del Atuel le mojaban la panza al caballo del bandido Juan Bautista Vairoletto, cada vez que el hombre se escapaba en bote a la provincia cuyana. Persiste, sin embargo, cierta pasividad pampeana de años que más que por resignación se practica por costumbre. Será por eso que nadie pregunta “¿cómo es eso?”; en cíclica constancia, que vuelve prodigioso un territorio, hombres y mujeres se empeñan en burlar las etapas del desastre natural y humano, porque la vigilia precede un amanecer que se reitera en estos 130 años.
El eco del rastrón que escupe toscas y osamentas propone en su retumbo soterrado que aflore una imagen distinta, liberada de los mandatos, dispuesta a crecer recortada en el horizonte, de un llamado interior que destapa el alma. En tanto, le susurra persuasivo, palabra por palabra, la significancia de los nombres de sus 22 departamentos, donde sólo el Capital no abreva en los orígenes: Atreucó, Caleu Caleu, Catriló, Conhelo, Curacó, Chalileo, Chapaleufú, Chical Có, Guatraché, Hucal, Lihué Calel, Limay Mahuida, Loventué, Maracó, Puelén, Quemú Quemú, Rancul, Realicó, Toay, Trenel, Utracán.
Entre esa sangre india que la mojó tantas veces y las manos del criollo que larga el lazo para sostener la insignia en sus variantes, se cuelan las miradas inmigrantes que depositaron otras culturas en estos lares y le dieron forma a La Pampa generosa (a veces muy a pesar suyo) y entrañable.
Tierra adentro, despojada de tristezas, ni el viento en su inclemencia es capaz de arrancar la estaca que marca la pertenencia, porque hay siempre un trino que la eleva a la eternidad.
LA NACION

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