21 Feb Persiste el enigma sobre los restos de Miguel de Cervantes
La cripta debajo del altar de la Iglesia de las Trinitarias está invadida por personajes vestidos de blanco, guantes, barbijo y cofia en el pelo. Sobre unas mesas plegables se acumulan calaveras y fémures gastados por los siglos, restos de madera carcomida, clavos oxidados, jirones de túnicas. Huele a humedad y apenas se cuela por una ventana el bullicio turístico del Barrio de las Letras.
Es el escenario de una novela de misterio: la operación de rescate de los restos de Miguel de Cervantes se acerca a su fin y los antropólogos forenses no consiguen dar con el tesoro que buscan allí desde hace un mes.
La búsqueda había empezado con una revelación impactante. Del primer nicho que abrieron al remover el yeso de las paredes de la cripta emergió el trozo de un ataúd con la inscripción “MC” formada con tachuelas. De la euforia a la decepción: los huesos que había a su alrededor pertenecían a distintas personas, adultos y niños, pero ninguno coincidía con las características del autor del Quijote.
“La mayoría de los 33 nichos existentes ya fueron analizados, todavía sin éxito. Pero somos optimistas porque estamos convencidos de que sus restos están aquí y nunca fueron removidos del predio”, explica Luis Avial, especialista en georradar y uno de los jefes del equipo de investigación.
Sin el respaldo de una muestra de ADN, los expertos deben apoyarse en las pistas que el propio Cervantes dejó por escrito sobre su condición física. Tenía la mano izquierda atrofiada, con los dedos en forma de garfio, producto de un disparo que recibió en la batalla de Lepanto, y se supone que le quedaron restos de plomo entre los huesos. Murió en 1616 a los 68 años, le quedaban no más de seis dientes, y también había sufrido heridas de arcabuz en el esternón.
Desde que en el siglo XIX revivió la admiración por Cervantes, todas las fuentes históricas coinciden en que los restos del gran escritor castellano se enterraron en el convento de las Trinitarias y nunca se trasladaron.
Miguel de Cervantes.
El escritor malvivía entre la pobreza y la enfermedad en una casa ubicada a 100 metros del templo. Él quería que lo sepultaran ahí. Las monjas trinitarias eran protegidas del conde de Lemos, a quien Cervantes dedicó la primera parte del Quijote, y se cree que en el convento residía su hija natural, Isabel de Saavedra.
En 1870, el entonces director de la Real Academia Española, Mariano Roca de Togores, presentó un extenso trabajo de investigación en el que acreditó que los restos de Cervantes habían sido enterrados allí y que nadie los había movido pese a que la Iglesia fue reconstruida poco después de la muerte del escritor. No consiguió precisar el lugar exacto de la sepultura. Con ese documento, la RAE intervino para evitar que el Ayuntamiento de Madrid demoliera el edificio en 1871.
“Es cuestión de persistir. Si, como creemos, los restos nunca salieron de este perímetro, tenemos la tecnología para identificarlo. Tarde o temprano aparecerá”, opina Francisco Etxeberría, antropólogo que conduce al equipo de forenses instalados en la cripta.
¿Y qué hay del ataúd con las iniciales MC? “Fue un hallazgo ilusionante. Pero no podemos probar que sea su féretro”, responde.
Esa tabla se encontró en un nicho lleno de desechos de otras maderas y restos óseos de distintas personas. Puede tratarse de una reducción, dispuesta después de las obras que cambiaron la distribución del convento a fines del siglo XVII. Eso obliga a analizar hueso por hueso.
Lo mismo pasa en otros nichos. Los forenses analizan todo el material dentro de la cripta, donde montaron un laboratorio de última tecnología.
Si el operativo en la cripta da negativo, a los investigadores les queda revisar ocho o nueve enterramientos descubiertos tras la prospección con georradar en otras partes de la iglesia.
A más tardar a fin de mes debería estar terminado el análisis de todos los restos sepultados en el perímetro que ocupa el convento. Se sabrá entonces si, después del misterio y los nervios, esta aventura científica termina con el desenlace soñado.
LA NACION