El instante en que comienza una catástrofe

El instante en que comienza una catástrofe

Por Carolina Arenes
Ella decía que ya estaba muerta. Que desde que a su hijo le agujerearon la cabeza a ráfagas de metralleta, desde que ella hundió un dedo entero en la herida que le desfiguraba la frente, desde que la policía seguía juntando vainas como si nada mientras Lucas se desangraba en la vereda, después de todo eso, la vida se le había apagado: “Van a matar a un cuerpo, porque yo ya estoy muerta hace rato”, decía.
A su cuerpo entonces le dio tres tiros de gracia un matón hace unas semanas, a plena luz de la mañana. Uno en la cara, otro en el cuello, otro en el tórax. Como para que no quedaran dudas de que ella, Norma Bustos, era el blanco. La que había convocado a los medios para denunciar que la droga mataba a los hijos de su barrio, La Tablada. La que se plantaba en los pasillos de tribunales a grito pelado para ver si alguien ponía freno a la sangría joven de las barriadas populares, en la zona sur, donde Rosario no se codea con Berlín y Barcelona en los congresos de diseño urbano, sino con los índices de criminalidad de Medellín.
Norma Bustos era el blanco. Ella y los vecinos que el viernes, el día después del asesinato, se escondían para no ser llamados a declarar. Ella y las madres que piden ayuda. Las que ya no tienen nada que perder. Las que arañan la indiferencia de los despachos y aúllan ante sus puertas. Ellas eran el blanco. Y todos los demás, que también vamos tomando nota. A ver, repitan conmigo, enseña la narcopedagogía: “El que se mete con el negocio termina como Norma Bustos y su hijo”. ¿Aprendieron la lección? “El que se mete con el negocio termina como Norma Bustos y su hijo.” O como los 43 estudiantes de Iguala, en México, o como cualquiera de las mujeres de Madres Solidarias, la ONG de Santa Fe que reúne tantas denuncias y tanta injusticia que revuelve las tripas. Hijos desahuciados en la telaraña mortal de la droga, la familia entera víctima de represalias violentas por parte de narcos o policías.
La tragedia que arrasó esas vidas no es un destino individual. Es la masacre colectiva que se consuma cada vez que alguien acepta un sobre o mira para otro lado. Cada vez que alguien medra con la política o se apoltrona calentito en el rincón del oportunismo mientras afuera la intemperie devora a los hijos de otro.
Ya pasó antes. Cuando la ley del Estado abandona a los hijos, las madres tienen que dar pelea por ellos. Pero tardamos tanto en aprender. Aquella lección ya nos costó miles de vidas. Algo seguimos sin entender si hoy otras madres tienen que salir a poner el cuerpo. Y así vamos, sumando muertos.
Antes de que la mataran, Norma Bustos le había contado a la periodista Florencia Coll la trayectoria de su infortunio: “Yo les dije a todos, al juez, a la fiscal, al ministro [Raúl] Lamberto y al diputado [Agustín] Rossi: «Ustedes son como los milicos, están matando a toda una generación. Y eso es imperdonable. No puedo creer que no se pueda cambiar»”. No tenía cifras, pero ni falta que le hacían. Ella comprobaba todos los días el corte generacional y social que revelan las estadísticas sobre las muertes violentas: según un estudio de la Universidad Nacional de Rosario, el 90% de las víctimas tiene entre 18 y 25 años. La mayoría, hijos de la periferia.
Poco después de las tristes noticias sobre Iguala y los 43 estudiantes de magisterio, Rosa Montero escribió en las páginas de El País: “Me pregunto cuál es el instante en que da comienzo una catástrofe; en qué preciso minuto y con qué hecho, con qué decisión errónea empieza la perdición de una persona o de un país, esa bola de nieve que poco a poco te lleva hasta el infierno”.
Algo de ese peligro inminente tiene que haber percibido Norma Castaño, fundadora de Madres Solidarias, cuando se enteró del asesinato de la mamá de Lucas. Algo que le hizo pensar en ese comienzo de la catástrofe de la que habla Rosa Montero. “Se animaron a matar a una madre, ya se pasaron todos los límites”, dijo. Es que hay sucesos tan tremendos que producen esa conmoción, esa sensación de que algo, aquí, esta vez, está dividiéndonos el mundo entre un antes y un después. Y si no nos damos cuenta, si no hacemos algo ahora, el infierno se nos volverá cotidiano.
“Esto tiene que ser el final o el comienzo de algo”, dijo también Norma Castaño, como si pese a todas las veces que le soltaron la mano todavía no hubiera perdido la esperanza. “Esto tiene que ser el final o el comienzo de algo.”
LA NACION

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