César Pelli: “Qué pérdida de energía jactarse de lo que uno hace. Lo mío fue compromiso, tesón y llevarme bien con la gente”

César Pelli: “Qué pérdida de energía jactarse de lo que uno hace. Lo mío fue compromiso, tesón y llevarme bien con la gente”

Por Loreley Gaffoglio
Jamás deja de reír. Tiene una carcajada sonora, espontánea y contagiosa que intercala en su discurso de cadencia y afabilidad provinciana. A lo lejos, en los jardines del Palacio Duhau, su metro noventa, su estampa ágil y atildada, y su fama, como uno de los más excelsos arquitectos del mundo, no pasa inadvertido. Pero el carisma de César Pelli acorta cualquier distancia; anula toda asimetría con su interlocutor. El lugar común podría hablar de la humildad de los auténticamente grandes; la observación o la escucha de alguien consustanciado con hacer bien su trabajo.
Pelli viene de deslumbrar a un auditorio de futuros arquitectos, ávidos por escuchar la sabiduría del maestro, la del tucumano empujado por sus ansias de superación y su curiosidad ante el mundo. En ese hiato -64 años en los Estados Unidos- inscribió su nombre en la historia de la arquitectura. Ahora, a los 88 años, luego de monitorear su última obra en Puerto Madero -la torre para el banco Macro- recibió del gobierno porteño la distinción de personalidad destacada de la Cultura.
-¿El genio y la humildad se heredan? ¿Cómo los puede rastrear en sus raíces?
-No lo sé. Me han hecho así, pero hablar de genio es mucho. Tuve una familia buenísima y una abuela materna, María Nieva, que me marcó. Era excesivamente humilde, maravillosa. Nunca tuvo dinero, pero cuando murió aparecieron decenas de personas a las que había estado ayudando. Con dinero o con comida, que hacía siempre de más.
-¿Italiana?
-No. Tenía algo de sangre india, había nacido en Londres, en Catamarca, un pueblito andino precioso con un valle con muchas nueces y duraznos. Lo conocí hace 10 años. Es curioso: mis abuelos eran muy pobres, pero distinguidos. A ella la dieron de criada a otra familia, los Michel. Comían todos juntos pero ella hacía las tareas domésticas. Con ellos se fue a Tucumán. La familia luego quebró y mi madre siempre los ayudaba. Se casó con mi abuelo, Bruno Suppa, que era de Cerdeña. El también era tan pobre que cuando su padre murió, a sus 16 años, toda su herencia fueron nueve panes en el horno comunal. Se peleó con su madre por esos panes y se fue. Él me contaba que trabajaba en las quintas sardas y no le pagaban nada. Todo lo que podía comer era una especie de porotos duros que les daban a los caballos. Los masticaba suavemente hasta ablandarlos con la saliva. Crecí con esas historias y todas tenían que ver con comida [Ríe.] ¿Sabés còmo la conoció a mi abuela? Estaba trepado a la copa de un árbol, se cayó y ella lo asistió.
-¿De qué vivían?
-Trabajó mucho y en los años 20 ya tenía varios coches de plaza. Yo también crecí con esos coches tirados a caballo. Había que salir a la calle, silbar y paraban. Como a él le iba bien, mucha gente le pedía plata prestada. Y cuando vino la crisis del 30 nadie le pagó y quebró. Tenía también una idea muy italiana: que cuando tuviera 55 años le correspondía que los hijos lo mantuvieran. [Se ríe.]
-Nada que ver con usted, que sigue trabajando como si tuviera 30?
[Vuelve a reír.] Además era bajito, pero muy fuerte. Nunca vio a un médico o un dentista. Jamás se lavó los dientes, pero de viejo rompía las nueces con la dentadura. Era callado. Yo me sentaba en sus rodillas y le pedía que me contara cuentos. A los 83 decidió que ya había vivido suficiente. Dejó de comer, pero no pasaba nada. Entonces, dejó de beber y a los pocos días murió.
-¿De su padre, artesano, heredó la habilidad del dibujo?
-Sí. El trabajó en la municipalidad hasta que con la crisis del 30 echaron a todo el mundo y se dedicó a vender tintas y gomas de pegar. Era un poco artista. Pero la que mantenía el hogar era mi madre, Teresa, profesora de geografía y francés, y pedagoga. Cuando se jubilaron, se fueron a Córdoba y fundó un instituto de enseñanza. Mi madre era muy inteligente y tenía mucho carácter. Vivió el siglo XX de punta a punta: nació en 1900 y falleció en 2000.
-¿Qué método pedagógico empleó con usted?
-Ir más arriba del nivel de uno y de lo que exigía la escuela. Vivíamos a media cuadra de la biblioteca de la universidad. Ahí me formé: estudiaba con libros difíciles, llenos de información. Uno siempre asimila sólo un porcentaje. Pero si el libro es “grande”, la cantidad de conocimiento siempre será mayor.
-¿Fue menor la influencia paterna?
-Es que la familia de mi padre, que era de Carrara, era muy diferente. A mi abuelo lo contrataron desde Italia para trabajar aquí, en los ferrocarriles del Estado. Él estaba casado, tenía un hijo y su señora estaba embarazada. Vino solo a la Argentina y le dijo a su mujer que le mandaría dinero y le diría dónde se radicaba. No hizo ninguna de las dos cosas. Mi abuela agarró todo y se vino a buscarlo. Llegó a Buenos Aires y en la comunidad italiana le dijeron que se había ido a Córdoba. Y allí, que estaba en Tucumán. Lo encontró y tuvieron cuatro hijos más.
-¿Dio alguna explicación?
-Era medio así mi abuelo Vicente. El gran personaje ahí era mi abuela Catarina Simonelli, quien jamás le reprochó nada ni se quejó. No se hacía ningún problema [ríe].
-¿Viene de allí, entonces, su humor y bonhomía: del ejemplo de mujeres fuertes?
-No tengo ni idea. Ser así a mí me parece de lo más natural. Tiendo a sonreír, ¿por qué no?
-¿Cómo es la relación con sus hermanos y cómo repercute su éxito en la familia?
-Es excelente. El que viene detrás de mí, también es arquitecto y cumplimos años el mismo día (Víctor Saúl Pelli), pero él hace viviendas sociales en Resistencia. Admiro mucho su trabajo. El tercero es publicitario.
-Curioso contrapunto con su hermano.
-Hacemos una arquitectura que no tiene ningún punto de contacto. Lo que él hace es muy difícil e importante. Trabaja con un sueldo de la universidad para programas sociales. Empezó diseñando casas para la gente pobre, luego diseñó viviendas modulares y concluyó que lo más importante no es la parte física sino la gestión: enseñarle a la gente cómo pedir que le pongan agua, electricidad, etc. Una vez lo acompañé por esos barrios muy pobres. Y fue muy lindo: todo el mundo lo saludaba y lo invitaba a tomar mate en las casas.
-¿Tuvo momentos difíciles, que pusieron su risa a prueba?
-Muchísimos. Fue difícil cuando recién casados no podíamos pagar el pasaje a Estados Unidos que nos faltaba. Había ganado una beca de posgrado para estudiar en Illinois y, en esa época, el rector de la Universidad de Tucumán me aconsejaba que no fuera: Perón estaba muy peleado con los Estados Unidos. “Ir allí le hará muy mal a su carrera; será una mancha”, decía. Vendimos todos los regalos de casamiento y aún así nos faltaba dinero. Entonces, con mi mujer [Diana Balmori] nos fuimos al casino y apostamos todo. Fue una sola jugada a las decenas de la ruleta. Perdimos. Por suerte una tía lejana nos prestó el dinero. Allí, había noches en que lo único que comíamos era un pan tostado. Por la mañana, un tazón de cereal. Había muchas angustias, pero aún así recuerdo esa época como una de las más felices de mi vida.
-¿Qué debió postergar por su carrera?
-El contacto con la familia. Estuve seis años sin poder verlos. Les escribía cartas y rara vez hablábamos por teléfono: costaban una fortuna. Enseñé en Tucumán y en Córdoba, y luego concursé para hacer edificios municipales en Santa Fe. Si ganaba, había decidido quedarme en el país. Pero no gané. Dos años atrás, un arquitecto de allí me contó que mi trabajo nunca se juzgó: había quedado en el correo. Aquel era un buen momento, estaba Frondizi. Pero nos vimos forzados a regresar y nos establecimos en Michigan, con Saarinen otra vez. Nunca viví en Buenos Aires.
-Quizá por eso el éxito no lo cambió…
-[Ríe de nuevo]. Los edificios que hice no son tan importantes como la gente se imagina.
-¿Por qué?
-Qué se yo por qué, no lo son. Uno hace su trabajo lo mejor posible. Nada más. Qué pérdida de energía ser soberbio o jactarse por lo que uno hace. Lo mío ha sido tesón, compromiso y llevarme muy bien con la gente con la que trabajo. Tuve suerte, también. Tengo amigos a quienes se le presentaron chances similares a las mías y no las tomaron. Eran riesgos para ellos; para mí, oportunidades.
-Se intuye cierta sabiduría provinciana.
-Soy muy provinciano. Eso no lo perdí, a pesar de que hace 64 años que vivo en Estados Unidos. Tampoco sé por qué estoy así de bien a mis 88 años. Aunque mi mujer tiene mucho más dinamismo. Vive en New York, y va de acá para allá.
-¿Están separados?
-Más o menos? Sí. En 2001, después de más de 50 años de matrimonio, ella quiso que nos divorciáramos. [Se ríe.] Sentía que yo opacaba su carrera. Ella es arquitecta paisajista, muy creativa, mucho más que yo.
-¿Cómo lo tomó?
-Fue sorpresivo. Fui a desayunar y me dijo: “Mirá, quiero divorciarme”. “Bueno, está bien”, le dije. ¿Qué más iba a decir? No entendía bien por qué. Le pregunté si había otro tipo. “No, no hay nadie. A lo mejor alguien haya después”. [Vuelve a reírse.] La conozco desde los 9. Toda su vida. Fue mi única novia. Y excepto por mi madre y mi abuela, fue la única mujer en mi vida.
-¿Sufrió mucho?
-No, porque no nos separamos del todo. Teníamos un departamento en el Soho y ella se mudó allí y yo me quedé en New Heaven. Pero estamos juntos los fines de semana. Y sigo muy enamorado de ella. No hay secretos para el amor: es algo que te agarra de afuera. Y es también suerte, porque cuando nos casamos no teníamos idea de quiénes éramos.
-¿En cuanto a calidad de vida, sus doce años en Los Angeles fueron los mejores?
-Fueron buenos, pero no sé si los más felices. Vivimos primero en Hollywood Hills, luego en Westwood y al final en Santa Mónica, lo mejor de todo. Era director de diseño de una compañía con 800 ingenieros y cinco arquitectos. Teníamos una casa con una vista hermosa: llegaba del trabajo, y nos íbamos de picnic con los chicos [tiene dos hijos]. Pero en calidad de vida New Heaven ha sido lo mejor. Llegué allí cuando me ofrecieron ser decano de la facultad de arquitectura de Yale, hasta que en 1977 pude tener mi propio estudio.
-¿Su vida profesional supone un antes y después de la ampliación del MoMA?
-Sí, no sé cómo me eligieron, no tenía ni un tablero de dibujo. Habían entrevistado a Ieoh Ming Pei, a los mejores arquitectos del momento. Así que no pensé que tuviera chances. Tuve que armar un estudio rapidísimo.
-¿Cuáles son sus debilidades?
-No tengo idea. Nunca me analicé. ¿Tú sí? [Pregunta con gesto de sorpresa e ingenuidad.] Ah, claro, esto es Argentina, hasta mis hermanos se han hecho analizar (sic). Tampoco he tenido grandes dolores. Mi filosofía de vida ha sido sobrevivir, tener que comer.
-¿Asignaturas pendientes?
-Me gustaría ir a Egipto, Irak, Siria, ver la cuna de la arquitectura. Nunca lo pude concretar? Fui siempre muy modesto en lo que he buscado. Quizás por eso los resultados han sido mayores a lo esperado. Esa podría ser la clave de la felicidad.
-¿Piensa en la muerte?
-No, ¿para qué? Viene igual. Es algo muy natural: la vida siempre se acaba, pero no me genera angustia. Para nada.
-¿Qué piensa de la tendencia a los edificios de autor en las ciudades?
-Son muy nocivos. El estilo propio de los arquitectos estrella daña a las ciudades y a la arquitectura. Rompen la armonía estética. Cuando todos los edificios son una suma de identidades individuales y cada uno trata de descollar, el resultado es cacofónico.
-¿Pero usted tiene un estilo propio?
-Que evito. Cuando veo que me estoy imitando a mí mismo, corrijo el rumbo. Mi identidad aparecerá igual, pero no la subrayo? Las Petronas son otra cosa: querían torres icónicas, símbolo de la pujanza malaya. No las haría en otro lugar que no fuera Kuala Lumpur.
-¿Hay suficientes obras de Pelli en Buenos Aires?
-Podrían haber muchas más, y en otras provincias. El cepo lo impide. A la política argentina no la entiendo para nada.
-Invirtió el orden: primero conquistó el mundo y luego?
-No, sólo quise ver algo de afuera y me fui a aprender. Hasta entonces no tenía idea de cuán provinciano era.
LA NACION

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