Cada cual atiende su WhatsApp

Cada cual atiende su WhatsApp

Por Héctor M. Guyot
El mundo se ha convertido en un montón de gente sola que busca sentirse acompañada. La idea no es original. Desde hace más de cien años muchos de los mejores escritores han intentado plasmar el aislamiento de la conciencia escindida, empeño en el que quizá nadie llegó más lejos que Beckett. Pero lo mío no es teoría ni drama existencial, sino pura observación: en la mañana de jueves hay en este bar unas veinte personas -muchas en grupo, otras sin más ladero que el pocillo de café- y más de la mitad fija la mirada en su teléfono inteligente.
El bar ha sido siempre la posibilidad de huir del trajín del día para mirar pasar la vida tras los cristales. Pues en eso nada cambió. Sólo que ahora el cristal por el que pasa la vida es mucho más pequeño y cada cual carga con el suyo. En consecuencia, hoy los bares se han vuelto sitios silenciosos. Nada me gusta más que leer o escribir sobre un colchón de voces hecho de muchas conversaciones simultáneas, en el que ninguna prevalece sobre las demás. Por eso prefiero los bares atestados y ruidosos a los pulcros o desiertos. Hoy ese murmullo incandescente, que acompaña sin ser invasivo, es más difícil de encontrar. Ahora mismo me veo obligado a escribir en medio de un silencio ensordecedor. Y extraño aquel bullicio.
Alguien debería impulsar una ley para retener los celulares en la puerta de los bares. Pero ni eso evitaría que andemos cada vez más solos en medio de una revolución tecnológica que ofrece una conectividad cada vez mayor. Gracias a ella, y en nombre de la comunicación, dejamos de registrarnos unos a otros en el espacio común de la calle. Muchos caminan de memoria, ajenos al entorno, concentrados en la pantalla de su smartphone. La atávica mirada de reconocimiento con el que viene en sentido contrario, en la que dos personas pueden decirse tanto, ya es parte de un mundo en declinación. Algo parecido ocurre en el espacio más íntimo de la casa. Da lo mismo que se trate de padres o hijos. Cada cual en su rincón, con su propia pantalla.
Movidos por una carencia que nos impulsa hacia el otro, hemos tomado un atajo que conduce a un lugar muy distinto. Aspiramos, en cada tuit, en cada intervención virtual, a un reconocimiento que busca incluir a los desconocidos y al mundo todo. Perdemos así la oportunidad de comunicarnos cara a cara con quienes tenemos cerca. Cuando queramos hacerlo, tal vez sea tarde: aquellos que importan ya no estarán allí o andarán ocupados, buscando también ese reconocimiento sin rostro que nunca alcanza. La multiplicación indiscriminada de ofertas impone la escala de la máquina a nuestra limitada capacidad humana, y luego nos mata la ambición.
Allí está la paradoja: la promesa de mayor comunicación trajo aparejada más soledad. Aunque, si lo pensamos un poco, quizá sea al revés. Porque con la soledad pasa lo mismo que con el colesterol: hay una buena y una mala. La que hoy nos invade es la mala, esa que nos sigue como una sombra cuando la queremos tapar con una distracción tras otra. La buena, en cambio, es una especie en vías de extinción. El celular inteligente que llevamos encima dictó su sentencia de muerte.
Este tipo de soledad necesita, para manifestarse, de momentos vacíos y sin objeto en los que simplemente nos dejemos estar, de espacios de ocio en los que nos emancipemos de las incesantes demandas externas. Los preocupados por optimizar el tiempo podrían empezar por ahí. Hoy, con Facebook , Twitter , Preguntados o los mensajes de toda clase que no dejan de entrar ni siquiera bajo la ducha, no hay modo de sacudirse de encima el entorno para quedar librados a la compañía de nosotros mismos.
Saber estar solo y ejercitarlo cada tanto se ha vuelto un gesto de resistencia. ¿Cómo desarrollar si no una actitud crítica desde la cual cuestionar el sentido común que fraguan el poder y la maquinaria de consumo en la que hoy transcurre la vida? Si alguien conoce otro modo de preservar una conciencia individual, que lo diga.
La verdadera soledad es cada vez más difícil de encontrar. Quizá por eso hay más ruido, pero menos conversaciones. Aunque tal vez sea que aprendimos a estar juntos mientras cada cual atiende su WhatsApp . Como esos viejos matrimonios en los que, mientras ella cose, él hace las palabras cruzadas.
LA NACION

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