Viajar en el tiempo y quedar atrapados entre montañas, ríos y nieve

Viajar en el tiempo y quedar atrapados entre montañas, ríos y nieve

Por Violeta Gorodischer
Nunca viajo sin libros. Me gustan los paréntesis de calma en plena vorágine urbana, aprovechar ese tiempo para leer clásicos que quedaron pendientes o merecen ser revisitados. Esta vez, con Ushuaia como destino, llevo en la mochila Crimen y castigo, de Fedor Dostoievski. La elección no fue casual. Lo leí hace años y todavía recuerdo el impacto del final (spoiler alert para quienes aún no pasaron por este clásico de la literatura universal): la prisión de Raskólnikov en Siberia, paliando la culpa de los asesinatos con trabajo forzado en la tundra, ahí donde todo es silencio, nieve, bosques congelados y oscuridad. Medio siglo después de su publicación, la ficción se replicaría en el punto más austral de América del Sur, en el mismo lugar en que estoy ahora: Raskólnikov multiplicado en cientos de presos anónimos confinados a pagar sus culpas en la “cárcel del fin del mundo”, que terminó de construirse en 1920.
Ushuaia no era entonces el territorio próspero que me recibió hace sólo unas horas: lejos de los casi 70.000 habitantes que se calculan y las ventas de lotes colapsadas, la región era un enorme desierto gélido. Puro espacio vacío que, de alguna manera, había que poblar. De ahí la idea de construir una colonia penitenciaria como base fundacional para mostrar presencia en aquellos kilómetros de estepa desolada. Una vez que todo se puso en marcha, la consigna se impuso: los presos con mejor conducta harían, todos los días, 25 km a bordo de un tren que los llevaría al bosque en el que talarían árboles para abastecer a la provincia de leña. Un respiro de libertad que, pese a la diaria monotonía, anhelaban como se anhela un oasis en el desierto.
En 1994, luego de 42 años de suspensión, ese mismo tren pasó a manos de una empresa privada y retomó el recorrido original. Aquellos vagones, en los que estoy sentada ahora mismo, son uno de los principales atractivos turísticos de Ushuaia: albergan acentos y costumbres del mundo entero mientras reconstruyen los últimos 7 km del trayecto.
Como un paréntesis alejado del progreso y los años, el paisaje permanece intacto dentro del Parque Nacional Tierra del Fuego, a 11 km de la ciudad. La marcha lenta y la calefacción adormecen; vamos entrando, de a poco, en un hiato temporal. Atravesamos la postal de vastedades idílicas y nos sumergimos en un viaje al pasado. A través de la ventanilla empañada veo pasar árboles, montañas nevadas, caballos que pastan tranquilos, fuera del mundo. No se perciben los efectos del cambio climático que ya se reflejan en otros sectores naturales: no se ven aquí las huellas de los castores traídos de Canadá que introdujo el hombre y que alteraron el ecosistema ni la permanencia de las aves migratorias que ya no buscan zonas templadas como antes. La sensación es, por el contrario, de suspensión permanente. Claro que no iban entonces los presos como vamos nosotros: los vagones no tenían techos, ni estaban recubiertos con madera de caoba, ni se sentía una temperatura agradable, ni estaban los asientos tapizados. Se trataba de un xilocarril despojado donde todos estaban sentados a la intemperie, engrillados y con los pies colgando al vacío. Los trajes rayados que hoy se venden como souvenir en la estación eran la única tela que cubría sus cuerpos.
El tren se detiene de pronto. Varios nos acomodamos para salir. A un costado, el río Pipo. El viento cachetea con un frío agudo que sacude la modorra; se cuela en los oídos hasta lastimar los tímpanos como agujas diminutas que no temen pinchar.
Miro el movimiento del agua, el fluir caudaloso, las piedras que descansan en el fondo. No quiero ni siquiera tocarla para sentir su temperatura. El nombre del río es un homenaje al preso que intentó fugarse y apareció a los pocos días en este lugar, congelado y comido por las alimañas. Lo sabían las autoridades, lo repiten los historiadores: las montañas, el clima y el mar cerraban todas las puertas y hacían de la fuga una quimera imposible. Un encierro replicado en el entorno, en insólita contradicción con la idea de libertad que despierta el paisaje imponente. El río aparece como un testimonio mudo de la desesperación humana: la incapacidad de entender tanta amplitud y belleza como una forma de cárcel.
Nunca imaginaría Pipo, ladrón de poca monta, que su intento sería recordado ni que las aguas bautizadas con su nombre se usarían muchos años más tarde para abastecer al sector oeste de Ushuaia, ante las nuevas necesidades habitacionales. Tampoco sabía, el indómito Pipo, que sería continuamente nombrado, una y otra y otra vez, por aquellos que en el futuro transitarían su calvario.
El silbato nos anuncia que debemos seguir. Se guardan cámaras, teléfonos y filmadoras. Las voces se aquietan y volvemos a ajustarnos al lento traqueteo del tren rojo, que se mueve a vapor. A salvo del frío, con el voucher para el chocolate caliente, las cosas se perciben de otra forma.
Aún así, es sólo cuestión de minutos para llegar al cementerio de árboles y que una ola de melancolía impregne los ánimos. Allí están, esparcidos como un manto lúgubre, los troncos hachados más de un siglo atrás. Nada de vegetación. Nada de animales. Nada de nada. “Tocones”, les dicen. A más altura los que fueron talados en invierno; más bajos los del verano. Ninguno ha vuelto a crecer y quedaron intactos, triste huella del trabajo realizado por aquellos hombres taciturnos.
Queda, todavía, un trecho del recorrido, y un paseo final a pie por el parque que contrarrestará esta sensación rara con una buena cuota de sol, pájaros, bosques de lengas y coihues, lagos y animales silvestres, hasta llegar al punto exacto de la ruta 3 en que todo termina (al menos en los mapas). Pero ahora, todavía de pie en medio de la desolación, escucho con atención la voz de una de las guías: “Fueron hombres que debieron limpiar sus culpas para volver al mundo conocido”.
El mundo conocido, repito mentalmente. ¿Por ellos? ¿Por nosotros? ¿Por quienes? “La caza del hombre es como la caza de la fiera -escribió en su célebre libro Dostoievski-. Se corre el peligro de volver con el morral vacío.”
LA NACION