03 Jan Una quijotada. No es La Mancha, es Azul: la otra tierra de Cervantes
Por Laura Ventura
Los campos a la vera de la ruta que desemboca en la ciudad bonaerense de Azul, 300 km al sudoeste de la Casa Rosada, son de color esmeralda. Poco se asemeja esta geografía pampeana a la aridez de La Mancha, ese escenario ventoso donde ubica Pedro Almodóvar a Penélope Cruz al inicio de Volver. Las diferencias entre ambas regiones son infinitas y, a la vez, algo las hermana. El espíritu del Quijote vela en ellas con su baciyelmo bien erguido y empuñando su lanza. Carlos Regazzoni forjó con hierro un homenaje al hidalgo, sobre Rocinante, y a su escudero Sancho Panza, cerca de una estación de servicio abarrotada de provisiones, aunque infinitamente más aburrida que cualquier mísera venta del siglo XVII. En 2007, el escultor evaporaba el prejuicio de que las estatuas ecuestres son talladas con el mismo molde, vacías de originalidad, y que, por lo tanto, resulta imposible distinguir al héroe desde la distancia. Fue ese año cuando la ciudad recibía el reconocimiento de la Unesco para convertirse en ciudad cervantina, luego de Alcalá de Henares, cuna del autor, en las afueras de Madrid, y Guanajuato, en México.
“Creemos que Azul es Quijotia, el sitio donde los sueños se hacen realidad”, el comentario pertenece a Carlos Filipetti, contador y azuleño orgulloso de su comunidad. Esta misma frase también la pronunciará con acento español el catedrático José Manuel Lucía Megías, presidente de la Asociación de Cervantistas y gran impulsor de que estas coordenadas resulten un paraíso y meca para los estudiosos de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra. Ciudadano ilustre, el madrileño se instala todos los años en Azul para esta fecha y apuntala las actividades de un festival que está cumpliendo su octava edición.
Ni la más bella ni la más próspera, virtudes banales y estimuladas por la suerte arbitraria de la naturaleza. Los habitantes de Azul se propusieron distinguirse y ser reconocidos por su perfil y acento cultural. “Olavarría es una ciudad industrial y Tandil es un centro turístico. No podemos competir con eso. Somos un pueblo cultural”, asegura un diariero con la pica natural que existe entre todo vecino. En el ranking que él mismo confecciona sin rigor científico, hace constar que tienen el cementerio más lindo del país. Se refiere al legado del arquitecto Francisco Salamone, quien dejó su huella aquí y creó la fachada de la necrópolis. Diluvia y es de noche a plena hora de la siesta: “Hoy debe de meter miedo, mejor vaya a ver el mural que pintó Rep”, aconseja. El dibujante es otra de las figuras más populares de la ciudad y padrino del Festival Cervantino.
Los atuendos de gala de los azuleños se exhiben en primavera. Son sus habitantes y no una fuerza política la que lleva adelante este festival. De un intendente radical a otro kirchnerista, en estos años de vida los vecinos defienden con uñas y dientes su trabajo anónimo que busca mantenerse ajeno a las ínfulas proselitistas. Los organizadores aseguran que no hay encuentro de estas características en ningún lugar del mundo, ya que Guanajuato -este año celebró su 42a edición y fue dirigido por el escritor Jorge Volpi- tiene el respaldo del gobierno y su expresión es inminentemente teatral.
Cada año se reúnen en este rincón de la provincia de Buenos Aires expertos en estudios cervantinos, profesores de universidades locales y extranjeras. Así nació una cátedra que se propone este análisis en la Universidad del Centro y se creó una editorial que publica las actas de los encuentros. “No queremos que lo cervantino esté vacío de sentido ni que se pierda este espíritu”, dice Lucía Megías y destaca dos hitos. El primero es la publicación del Quijotito, una versión para niños del clásico, ilustrado por los alumnos de los 40 colegios de la región. El segundo, un intercambio cultural que consistió en el viaje de cinco alumnos de escuelas rurales a Alcalá de Henares y luego la visita de niños españoles a Azul.
En lugar del mundanal caos y el ritmo frenético, algunas parejas jóvenes eligen la paz de una ciudad del interior para formar su familia. Es el caso de Bendersky, director ejecutivo del Festival Cervantino, quien habla de la proporción y el silencio: la primera se refiere a la cantidad de espectáculos locales y no azuleños de estas diez jornadas; el segundo, al modo en el que trabaja la comunidad durante todo el año. De los 106 proyectos que se están viendo en esta edición, 77 nacieron y fueron motorizados por los habitantes de la ciudad, quienes presentaron sus propuestas es el marco de una convocatoria abierta. Los seleccionados reciben un estímulo económico que luego ejecutan y rinden, pero, como en toda cooperativa, siempre se termina aportando algo del bolsillo propio. En un lugar de 60.000 habitantes, los organizadores estiman que hay ediciones en las que la mitad de la población asiste a las representaciones y muestras que ofrecen celebración.
El festival es la superficie del iceberg, la parte visible que asoma durante algunos días y que ubica a Azul en la agenda de los medios nacionales, un hecho que llena de orgullo a la comunidad. La mayor densidad de una masa compacta se organiza en comisiones [cada proyecto que prospera tiene una estructura estándar conformada por diez miembros], asiste a talleres, toma clases, organiza ensayos y planifica las exposiciones. “Soy Quijote” es la bandera que los aglutina. La primera persona busca el compromiso de los participantes a través de un colectivo, simbolizado con el personaje cervantino. “Se destaca en este lema un elemento de voluntad: soy. Tengo que dar un paso adelante y si participo, soy. Tengo que dar lo mejor de mí mismo. Puedo criticar lo que hacen los demás, pero mejor es hacer”, interpreta Lucía Megías.
El teatro ocupa un lugar clave en la comunidad. Carlos Filipetti, integrante de la Fundación que custodia este coliseo de 115 años y que se encargó de su reinauguración tras 25 años de obras, presentó el lunes último ante una sala colmada -casi 500 personas- su libro Teatro español de Azul, testimonio de identidad, cultura y desarrollo comunitario, en el que recorre la historia de esta joya arquitectónica y emblema de la localidad. “[El teatro español] es el instrumento que me permitió expresar la rebeldía y la disconformidad por el orden existente con que convivió mi generación. Una necesidad de demostrar que se puede rescatar, a veces de las cenizas, lo que nos queda y arremeter, haciendo, contra la comodidad, la inoperancia y la indiferencia.”
La directora Gabriela Izcovich es la curadora del área de teatro del festival y además dicta talleres durante el año. Sus alumnos crearon y montaron la pieza Un tren llamado Deseo, en la antigua estación de ferrocarril. Otra de las encargadas de enseñar su arte es la actriz Ana Yovino, que trabaja en escuelas la narración oral.
“Celebramos la cultura en un sentido amplio. Vamos a contramano de la tendencia del festival de nicho, que cada vez son más acotados y pensados para segmentos específicos. Acotar es excluir”, considera Bendersky. Desde una perspectiva purista, en esta amplitud se explican actividades ajenas y anacrónicas al universo cervantino, como recitales de blues, tal como el que presentó Lurrie Bell el sábado último, o encuentros de candombe.
Aunque el público más concurrente es el que va de los 20 a los 40 años, hay atractivos que convocan a espectadores heterogéneos. Es domingo y cuatro amigas se reúnen durante la siesta en la confitería del hotel más famoso aquí. Juegan al Rummy y hablan de sus nietos, uno de ellos con aspiraciones de actor, mientras esperan el atardecer tras el ventanal de la plaza principal, que en minutos será arena de un circo moderno. Quieren asegurarse una perspectiva preferencial, guarecidas del temporal. Pero Sanos y salvos, de la compañía La Arena, de Gerardo Hochman -es decir, un espectáculo de circo, danza y acrobacia-, se suspende por lluvia y se deben mudar a un lugar techado. Las mujeres escuchan la noticia, juntan pronto las piezas blancas y parten hacia el nuevo escenario.
Convertirse en un polo cultural trajo sus consecuencias económicas a la comunidad. El día que Azul fue designada ciudad cervantina, el hotel principal anunció que comenzaría un proceso de refacciones y hoy luce coqueto el mármol de su foyer y su puerta giratoria. A la vuelta, se construye a todo vapor un nuevo sitio para alojar visitantes. A veces el flujo turístico hace colapsar las instalaciones y los restaurantes, como el tradicional Abuela Dime, tiene que improvisar recetas fuera del menú con los ingredientes que quedan en la despensa.
UNA PASIÓN ÚTIL
Casualidad o destino, y ambas reunidas, pusieron a este lugar-color en la boca de intelectuales. Todo comenzó con una pasión útil, la de un bibliófilo. Además de abogado, creó la revista Azul en 1930, por cuyas páginas firmaron Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Alfonsina Storni. Bartolomé José Ronco (1881-1952) en Azul es más popular que San Martín. Es el punto de referencia de muchísimos lugares: “a la vuelta de Casa Ronco”, “frente a la biblioteca Ronco”, “a una cuadra de la plaza Ronco”. Mezcla de patio andaluz y colonial, esta última se edificó en una esquina, sobre un terreno donado por el mismo ciudadano, abogado de profesión, en honor a su única hija, fallecida de adolescente. Aunque no viva hoy nadie que haya conocido a Margarita en persona, los azuleños hablan de ella como de un ángel, como si la hubiesen tenido en sus brazos. Y lo mismo de su madre, apodada Santa, responsable de encuadernar la mayoría de los tomos de la biblioteca de más de 6000 volúmenes.
Ronco, que había impulsado la creación del Museo Etnográfico, se obsesionó con coleccionar ediciones del Quijote y del Martín Fierro. Fue este acervo, oculto durante muchas décadas, el que los vecinos rescataron del olvido a partir del hallazgo en una hemeroteca que detallaba cómo era la colección. Lucía Megías acudió a encontrarse con el tesoro y desde entonces peregrina todos los años, desde hace una década, a Azul. Quien cuenta esta historia con pasión es Ernesto Julio Arrouy, más conocido como “Chincho”, un juez penal jubilado, uno de los habitantes más respetados y queridos. Todos los días brinda sus horas en la Casa Ronco. “Pobrecito”, acaricia con un guante el lomo de un libro en mal estado. Luego volverá a él, a brindarle asistencia, no quiere perder el hilo del relato en el que iba construyendo intriga y tensión para mostrar el Quijote más antiguo que allí se atesora. Fue Julian Barnes, el mismo de El loro de Flaubert, quien donó el ejemplar de 1675 en memoria de su mujer, Pat Kavanagh, con quien había visitado el lugar poco antes de su muerte.
“Si una persona hizo tanto por su comunidad, una persona que murió sin dejar ningún inmueble, ¿cómo no preservarlo? Es un ataque de responsabilidad”, se justifica “Chincho”. Hace algunas semanas, fuera del marco del festival, un sábado, le avisaron que un contingente de 50 personas iría a visitar el lugar. Con su compañero, Luis Navas, se repartieron las tareas de anfitriones. “Somos los hermanos Coen. Sí, los coencargados”, dice de su labor por la cual no recibe remuneración alguna. “En esta casa, somos cacique e indio. La directora viene y barre; acomodamos las sillas. Hacemos de todo. Nos visitan universidades y jardines de infantes. Siempre algo queda en la memoria. Me conformo con que alguno de los chicos quiera después leer un libro. Se empieza por uno liviano, fácil y después se va haciendo el hábito.”
Por aquí, en voz baja, algunos aseguran que otras ciudades, una en Perú y otra en Uruguay, desean también convertirse en enclaves cervantinos. Poseer semejante distinción no es para cualquiera ni para oportunistas. Contadora pública, Sara Fussaro, directora de la Casa Ronco, expone: “Éste es un movimiento cultural que debería significar mucho más de lo que estamos expresando. Partimos de la educación y vamos creciendo año tras año. No es una moda, es una puesta en valor de la ciudad, y luego fuimos más allá de ella, trascendimos la provincia, la Nación y nos ubicó en el mundo. Hoy sabemos de qué color era La Mancha. Era azul”.
Cervantes fue un nombre perseguido por la mala suerte que hizo de este destino adverso su virtud. A sus años de cautiverio en Argel, a su accidente en Lepanto, a sus urgencias económicas y a la provocación de un tal Avellaneda sumó otra frustración. En 1590 le solicitó al Consejo de Indias viajar a América. Carente de linaje e influencias debió conformarse con el puesto de comisario de abastos de la Armada Invencible. No buscaba aventuras en el Nuevo Continente, sino un sitio donde vivir una vida más apacible, aunque eso implicara dejar a la literatura por un tiempo. Cuatro siglos después, su sueño se convirtió en realidad, un logro que ni el linaje de Quevedo ni la fama de Lope, sus contemporáneos, pudieron forjar. Su memoria se mantiene viva y así como su personaje más célebre salta de las páginas y se respira en la lengua popular, el apellido de este autor se ha convertido en sinónimo de cultura.
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