Tranquilandia, el imperio narco que Mameluco proyectó desde la cárcel

Tranquilandia, el imperio narco que Mameluco proyectó desde la cárcel

Por Pablo Abecasis
Pestañear, en prisión, es morir un poco. Cerrar los ojos, aunque el gesto sea mínimo, es perder dinero. Lo sabe Miguel Villalba, aunque a nadie se lo diga. Para él, un hombre de negocios del bajo mundo, acostumbrado a resolver las disputas con el dedo índice de la mano derecha apoyado en el acero del gatillo, los penitenciarios son giles. No se los demuestra, se empeña en simular cortesía y respeto. Pero en el fondo, más allá del perfume importado y la bijouterie de ocasión que los carceleros usan para disfrazar sus limitaciones, no son otra cosa que giles. Personas de las que puede servirse para lograr su bienestar. En la mente de un transa, se sabe, primero está él, siempre él, sólo él. La diferencia, en este caso, es la seducción. Y para conquistar, primero hay que aprender a cultivar la paciencia. Entonces Mameluco prepara la película en su mente: escribe el guión, reparte los roles y deja que el tiempo haga el resto.
Enero de 2014. La novela colombiana El Patrón del Mal llega a la pantalla de Canal 9. La historia del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria llama la atención de los telespectadores argentinos. Mameluco cae rendido ante la exacerbación del personaje interpretado por el actor Andrés Parra. No pasa una noche sin repetir gestos y muletillas. La simbiosis entre ficción y realidad no tarda en consumarse. Ante la inminente condena por tráfico de drogas, que lo alejará largo tiempo del disfrute de la pileta de su casa de Carlos Spegazzini, en el partido de Ezeiza, la trasgresión se torna peligrosa para la salud de su empresa.
Así comienzan a proyectarse los errores y nace la operación “Tranquilandia”, ejecutada por la Subdelegación de Tráfico de Drogas Ilícitas de Ezeiza, y cuyo “título” refiere al área donde estaban montados los laboratorios del Cartel de Medellín que fueron destruidos por la policía colombiana en 1984.
La ligazón no es capricho de los agentes que lo investigan: ocurre que los nuevos centros de operaciones de la banda que domina Mameluco comienzan a ser denominados de esa manera.
Las primeras tres celdas del pabellón F del Módulo 2 del penal federal de Ezeiza “pertenecen” a la familia Villalba. En la 1, descansa Miguel, mientras que su hijo Iván y su hermano Luis Alberto, lo hacen en la 2 y 3, respectivamente.
El jefe de la familia es el “poronga” del pabellón. En charlas informales llegan los ofrecimientos de los proveedores. Los escucha en silencio, sin mostrar entusiasmo. Después de tantos años en el negocio, diez kilos de cocaína o 50 de marihuana, no son cuestiones de importancia. Por eso, sólo se limita a pedir un número de teléfono para que alguien de su entorno llame al contacto.
Después, a medianoche, se conecta a través del teléfono al chat tumbero con el nickname que lo hizo célebre: Mameluco.
“Ustedes saben que hacer”, ordena a su ejército, desperdigado por distintas propiedades alquiladas para desorientar a la policía, pero con la estructura de hierro que hace base en la Villa 18 de septiembre de Billinghurst, en San Martín.
Además de seguir al mando de su negocio tras las rejas, Miguel se preocupa por mejorar las instalaciones del módulo en general, y la cancha de fútbol en particular. Por eso manda a mejorar el campo de juego y paga de su bolsillo la máquina de cortar el pasto.
Las relaciones públicas de su rancho con las autoridades las maneja con holgura. Acostumbrado a lidiar con punteros políticos de poca monta, a los que los apoya económicamente en épocas de campaña a cambio de trabajar tranquilo el resto del tiempo, los oficiales de uniforme gris son piezas de ajedrez talladas por la corrupción. Al lado de los celadores, jefes de turno y directores, Mameluco parece un diplomático de larga trayectoria. La reja no resulta un problema serio.
Pero hay algo que lo mantiene en guardia, que no le permite dormir de noche ni disfrutar del día: pronto llegará la hora de enfrentar a la Justicia Federal de San Martín, que lo acusa de reincidir en el negocio que lo hizo famoso.
Por eso digita desde el pabellón que ninguno de sus soldados llame la atención de la prensa. Se preocupa en exceso por la opinión de los periodistas de canales de noticia, monitorea cada nota donde su apellido es mencionado. Los medios de comunicación se transforman, lentamente, en una de sus principales obsesiones. El resto del pabellón es testigo de su cólera hacia los especialistas en policiales que comentan crímenes relacionados a su organización. Por eso se inquieta en mantener a raya a la tropa de la Villa 18, cuyos principales distribuidores son Los Colombres: Germán “Pocho”, su hermano Gustavo “El Gordo”, y su primo Marcos, “El Mudo”. Los otros hombres de esta familia involucrados en la estructura son Gastón, “El Feo”, y el padre de Marcos, Claudio.
Pese a las precauciones, dos de sus hombres cometen un error: el 2 de noviembre de 2013 asesinan a Matías Salomón, de 30 años, en los pasillos de la 18. La madre de la víctima, Norma, identifica a dos personajes por sus apodos “Moco” y “Cumbia”. Se trata de dos vendedores de Mameluco. Moco es Marcelo Molina y Cumbia es Pablo Mena. Días más tarde, son detenidos Héctor “Coty” Mena, y El Mudo Colombres. Junto a ellos estaba Cumbia, que logra escapar.
El caso pasa desapercibido en los medios pero Miguel sabe que puede traerle otro dolor de cabeza. Por eso contacta a Norma, la madre de Salomón, quien le dice que se quede tranquilo, que no lo va a nombrar.
El líder, ahora preso de sus propias limitaciones, ignora que hace tiempo las conversaciones entre sus contactos son oídas por los oficiales antinarcóticos. El orden que soporta su poder comienza a desnudarse. Las revelaciones son escandalosas y acaban por involucrar a políticos, policías corruptos, y sicarios. Entre ellos surge el apellido Chiarelli, más conocido como “El Tano”. Su nombre de pila es Francisco José y es abogado de profesión. Según fuentes policiales, El Tano sería el encargado de “arreglar” con la Bonaerense para que el negocio siga en pie.
Además aparecen los nombres de Jorge Yancovich y su esposa Flavia Romero, ex candidata a concejal en San Martín por el Peronismo Federal de los hermanos Rodríguez Saá. Los policías detectan que también serían parte de los encubridores de la organización. “Yancovich –previene la fuente– recaudaba del narcomenudeo.”
La investigación no es precisa en cuanto a números, pero se estima que sólo por la venta de droga en la 18, Mameluco suma 400 mil pesos semanales netos. La plata que tiene como destino los bolsillos policiales la recibe, según los investigadores, Chiarelli. El resto del dinero es invertido, por citar algunos ejemplos, en la compra de una panificadora en 8 millones de pesos, y la adquisición en 300 mil pesos del fondo de comercio de un local de ropa en el shopping Las Toscas de Canning, manejado por la esposa de uno de sus hijos.
También se invierte en restaurantes, entre los que figura Klever’s ubicado en la avenida Olazábal 5607, en el barrio porteño de Villa Urquiza, y controlado por El Turco, uno de sus hombres de confianza.
Pero en las escuchas aparece un dato importante, que podría destrabar la investigación del crimen del abogado Horacio Augusto Ruiz, asesinado de un tiro frente a su esposa en la puerta de su casa de Villa Devoto. De acuerdo con las fuentes, habría sido ejecutado por gente de su organización. La fiscalía porteña a cargo del caso establece que el homicidio estuvo ligado al intento de robo del coche de la víctima. Pero la calle, donde vive la verdad, habla de otra cosa. Según el rumor, el abogado muerto habría estafado a Mameluco y le habría quitado una “fortuna”. Por eso habría llegado la orden de eliminarlo. Sin embargo, Noelia, la viuda, descree de esta versión y sostiene que la muerte de su marido estuvo enmarcada en una tentativa de robo. “No le debo nada a Miguel ni él me debe nada a mí”, dice la mujer.
El avance de la investigación sobre la banda de Mameluco también arrastra a Sandra González, la esposa del jefe, a la prisión. La acompañan su sobrino Sebastián y Ángel “El Abuelo” Bloise, ex comisario federal, involucrado en los ’80 en el secuestro del jefe de gobierno porteño Mauricio Macri, y en los últimos tiempos encargado de fraccionar y repartir los envoltorios de cocaína en la villa.
Los paquetes son de tres colores diferentes: amarillo, verde y rojo. Cada uno tiene su precio. La lógica de la banda es simple: en una casa se acopia la droga, en otra se fracciona y después viaja a la Villa 18. En la logística intervienen más de 40 personas.
La familia Villalba es generosa con su gente, y eso mantiene la lealtad a prueba de balas. El método para captar empleados se utiliza tanto en San Martín como en Carlos Spegazzini, donde están las tres casas del clan que se interconectan y cuentan con una cancha techada de fútbol de césped sintético. Allí se celebran las fiestas populares, que cuentan con las presencias de magos mediáticos, regalos para los más pequeños, y oportunidades de trabajo para todo aquel que lo necesite. Siempre y cuando se respeten las órdenes de Miguel, el hombre seducido por la ficción, que cometió el error de pestañear en el momento menos indicado.
TIEMPO ARGENTINO