Malala, un premio que hace campaña

Malala, un premio que hace campaña

Por Hinde Pomeraniec
El objetivo de la educación es conseguir carácter como ser humano, independientemente del sexo al que se pertenezca. La frase, brutal, fue escrita por la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo, en su libro Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Desafortunadamente, esa definición no es obsoleta: todavía hay millones de niñas que no van a la escuela o la abandonan antes de tiempo. El Nobel de la Paz que le entregaron a Malala Yousafzai, la adolescente paquistaní militante por los derechos de las niñas que sobrevivió a un ataque a balazos de los integristas, no es sólo un buen gesto formal, es posiblemente la mejor campaña para que gobiernos y ciudadanos tomen conciencia de lo que se pierde mientras las chicas no aprenden. No sólo hay más ignorancia: hay más enfermedad, hambre y muerte, todo lo contrario del desarrollo necesario para vivir cada vez más y mejor.
Según datos recientes de organismos de las Naciones Unidas y de ONG como SavetheChildren, en el mundo aún hay entre 62 y 65 millones de nenas y adolescentes que no van a la escuela. De ellas, 39 millones tienen entre 11 y 15 años, una edad crucial para definir su futuro, ya que todavía hoy, pese a los avances en la materia en los últimos 20 años, un tercio de las niñas de los países en desarrollo se casan antes de los 18 años y son mamás antes de los 20. De ellas, una de cada siete se casa (un modo de decir, habría que decir “la cazan”) a los 15 o antes. En determinadas regiones de África y de Asia (también ciertas zonas de América latina), el tema se agrava, ya que el embarazo adolescente es cotidiano y es, también, la principal causa mundial de muerte de las chicas de entre 15 y 19 años. Se calcula que unos 5,5 millones de mujeres de esa edad dan a luz anualmente y la tasa de mortalidad en esta franja duplica la muerte materna en quienes tienen más de 20 años. La escuela suele ser el espacio que preserva a las chicas de esa catástrofe: ya en 1990, los cálculos de las Naciones Unidas aseguraban que cuando una mujer recibe un mínimo de siete años de educación, se casa en promedio cuatro años más tarde y tiene un promedio de 2,2 hijos menos.
El 70% de los pobres de este planeta son mujeres. Se ha dicho incansablemente, pero es necesario insistir: cuando se logra educar a una mujer, se rompe lo que los expertos llaman el círculo de la pobreza. Los motivos son varios y en su mayoría obedecen al más llano sentido común. Hay una gran cantidad de estudios, encuestas y estadísticas, y todo confluye hacia aquella famosa frase que algunos adjudican a Malcolm X acerca de que educar a un hombre es educar a un individuo, pero educar a una mujer es educar a una generación (o “a una familia” o “a una nación”, según las versiones). Se ha calculado que cada año más en la escuela supone un incremento de un 25% en el futuro salario de una niña. También se ha coincidido en que si una mujer está educada, su hijo tiene un 40% más de chances de vivir por encima de los cinco años.
En búsqueda de mayores elementos para persuadir a quienes deben poner en marcha los programas y entregar los fondos necesarios, los organismos suelen esgrimir, además de razones humanitarias, razones económicas de peso por las cuales es indispensable que las mujeres vayan a la escuela. Un informe de 2008 aseguraba que dejar de educar a las nenas a la par de los varones en países de ingresos bajos y medios y países en desarrollo tenía un costo de 92.000 millones de dólares por año. Ese costo es dinero que se gasta en enfermedad o subsidios, pero también es dinero que deja de ganarse en calidad de ingresos. Un estudio citado por el experto Eric Hanuschek en un trabajo del Banco Mundial da cuenta de que, luego de analizar 98 países que pusieron en marcha un plan de incremento de asistencia de las niñas a la escuela, el retorno promedio de esa inversión es de 17%, y todavía es mucho más alto en los países en desarrollo, donde ha llegado al 26 por ciento.
Los motivos por los cuales las chicas no van a la escuela son muchos y diversos, aunque todos se concentran en un punto: la miseria. Las razones que esgrimen adultos y niñas ante la consulta determinan que el costo educativo es una de las razones principales, más allá de la gratuidad de la educación. Vestir a un chico, proveerlo de elementos para el estudio y posibilitar el traslado hasta la escuela cuesta plata. La distancia suele ser también en muchos países espacio de riesgo para las nenas de cierta edad, mucho más que para los varones. Los trabajos domésticos son otra de las principales razones por las cuales no van o abandonan la escuela: cocinar, limpiar, cuidar a los hermanos pesan para la familia más que la educación, ya que, al menos mientras las niñas son pequeñas, sus estudios no rinden económicamente, según la mirada de los adultos a cargo. Otro de los temas que se pone de manifiesto como excusa es la infraestructura sanitaria de gran parte de las escuelas de los países en desarrollo, con letrinas en condiciones miserables y sin instalaciones adecuadas para las niñas. Y, por supuesto, el matrimonio temprano y el embarazo son las causas principales de abandono de las adolescentes, que muy pocas veces consiguen reinsertarse luego de ser mamás.
Una encuesta interesante fue realizada por la ONG canadiense Plan Canada (puede leerse en el sitio becauseimagirl.canada). Para este trabajo fueron consultadas más de 7000 niñas en diversos países en desarrollo, en diferentes regiones, y algunos de los resultados son los siguientes. Sólo el 44% de las chicas en América latina completa siempre o frecuentemente nueve años de escolaridad. En Asia, sólo el 5% de las chicas dice que varones y nenas comparten las tareas de la casa. En África, sólo el 30% de las niñas dicen sentirse tan seguras como los varones.
El año que viene es un año clave para evaluar lo conseguido desde 1990, cuando se comenzó a trabajar bajo consenso internacional para los llamados “objetivos del milenio”. En materia de educación, se planteó expandir el cuidado y la educación en la infancia, proveer enseñanza gratuita y obligatoria, proveer aprendizaje y habilidades vitales para jóvenes y adultos, crecer un 50% en términos de alfabetismo, mejorar la calidad educativa y lograr paridad de género para el año 2005 e igualdad de género para 2015.
La frase de Wollstonecraft sigue hablándonos de la naturaleza humana y de la necesidad de educación para fortalecernos como personas. En esa dirección también habló, más cerca en el tiempo, el economista bengalí Amartya Sen, teórico de la economía del desarrollo, quien insiste en el empoderamiento de las mujeres como camino a un mejor futuro y habla de la educación como “una apreciación de la libertad y el razonamiento”. Sen recibió el Nobel de Economía en 1998, un año después del nacimiento de Malala, y suele explicar que educar a una mujer no es sólo enseñarle a leer, a escribir, a sumar y a integrarse socialmente, sino que es darle herramientas para hacerse oír en su familia y en su comunidad. “La voz de una mujer que fue a la escuela es más articulada, tiene más recursos: el resto de la gente la escucha más”, explica.
Una mujer educada, parece decir, tiene no sólo más chances de hacerse valer en el mundo del trabajo, sino también de convertirse en líder y orientar políticas. No hay que ir lejos para buscar un ejemplo. Su nombre es Malala, la que hoy parece muchos más años que los 17 que marca su documento. La que llevará por siempre una sonrisa a medias, producto de la cirugía de cerebro que le practicaron luego del ataque talibán. La valiente Malala, la Nobel de la Paz, la que sobrevivió a las balas del oscurantismo para devolverles a otras niñas como ella el derecho a estudiar.
LA NACION