La droga, el nuevo peligro que nos amenaza

La droga, el nuevo peligro que nos amenaza

Por Mariano Grondona
La seguridad de un país puede estar sometida a un doble desafío si concurren dos causas independientes de inseguridad que, interactuando, se complementan. Una de ellas es que el propio país sea en sí mismo inseguro. La otra es que ese país ya de por sí inseguro reciba una importante agresión adicional para la cual no estaba preparado. “Sobre llovido mojado”, dice el refrán.
Habría que preguntarse si el consumo de drogas no ha alcanzado ya el umbral de este segundo desafío. Si nuestra estructura de seguridad ya es por sí misma deficiente, diríamos que somos un país, por lo pronto, subseguro. Pero nos convertiríamos en un país subseguro y además inseguro si a nuestra insuficiente preparación en materia de seguridad se sumara algún otro desafío a nuestra seguridad que estallara de improviso, porque no lo habíamos tenido oportunamente en cuenta.
¿Es la ampliación del consumo de drogas en nuestro propio territorio un nuevo capítulo inquietante en materia de inseguridad de los argentinos? ¿Es la difusión de la droga el nuevo peligro que nos amenaza?
Digamos de ella, por lo pronto, que reúne varios méritos para hacerse temer. Su difusión ha sido rápida, sobre todo entre los jóvenes. A su rapidez se ha venido a sumar el secreto o el semisecreto de la clandestinidad. ¿Es el consumo de drogas inconfesable? No lo es quizá para los amigos, pero ¿lo es para los padres o al menos para aquellos padres que presumen de “modernos” por haber abandonado la disciplina, el costo de la observancia, que es una carga antes de convertirse en un beneficio que los hijos, con el tiempo, apreciarán? ¿Cuántas de nuestras fallas de carácter, desde otro ángulo, se han transmitido a nuestros descendientes? ¿De qué hemos sido responsables? ¿Qué podríamos haber evitado?
La educación, desde otro ángulo, también es la prevención de aquellos peligros que debiéramos evitar a nuestros jóvenes gracias a nuestras propias experiencias, gracias a nuestro propio aprendizaje en el largo y sinuoso camino del error.
Habíamos dicho que el hombre es, por lo pronto, un ser errante, pero no sólo porque yerra, sino porque, precisamente a causa de que yerra, es capaz de aprender de sus errores. En la secuencia cognitiva del ser humano primero viene el error porque es a partir de éste que comienza el aprendizaje. En los más recientes estudios que se han dedicado al éxito, los verdaderos triunfadores resultan aquellos que han osado errar más, es decir que le han perdido el miedo a errar cuantas veces fuera necesario.
Así las cosas, la clave del éxito viene a ser la insistencia en el error hasta que amanezca la solución que andábamos buscando. El secreto de las trayectorias logradas no vendría a ser, según esta secuencia, el acierto quizá casual, sino la insistencia en el error, hasta que podamos superarlo. El ideal del investigador no tendría que ser, por lo tanto, acertar de vez en vez, sino errar y errar hasta encontrar, para insistir de inmediato en la misma secuencia. Lo que pasa es que el encuentro del acierto es tan gratificante que nos hace olvidar lo que vino antes, como si lo importante fuera el parto y no los dolores que lo precedieron.
Quizá lo que habría que subrayar aquí es que lo que más importa en la vida es la convicción que alimenta a las empresas humanas. Algunas de ellas resultarán fallidas y otras, no. Podría verse a la historia en tal sentido como una sucesión insistente de tentativas de cambio. El mundo en el cual vivimos ha resultado de la policromía de estas vivencias. Y seguiremos insistiendo. A lo mejor lo que nos preguntaría el hacedor al fin de nuestra existencia no sería si acertamos o no, sino si les fuimos fieles a nuestras creencias, estuvieran ellas acertadas o no, porque el hilo de la historia también se alimenta con nuestras derrotas.
Así vamos llegando al fin de esta suerte de confesión sobre la índole de la vida a una pregunta a lo mejor fundamental: ¿a qué hemos dedicado nuestra vida? ¿A ser o a parecer? La autenticidad de nuestras respuestas incluye la autenticidad del error. Porque el error, consciente o no, es parte de nuestra biografía.
En el contexto de estas preguntas existenciales, ¿qué lugar ocuparían nuestros valores? ¿Qué lugar les adjudicaríamos, por ejemplo, a la patria, a la vocación, a la familia, a nosotros mismos? En suma, ¿a nuestros aciertos y a nuestros errores?
Quizá la vara de esta confesión no tendría que ser tanto nuestra predisposición a errar o a acertar, sino nuestra pertenencia a un país y a un tiempo, a nuestro compromiso con lo que somos o con lo que queremos ser, pero tal vez nuestro destino esté íntimamente ligado a lo que vamos a ser.
En definitiva, nuestra nación es un misterio que nos pertenece y al cual le pertenecemos. Una sola determinación, en cualquier caso, nos honra: queremos vivir a la altura de ella.
LA NACION