La cantante que vino del frío

La cantante que vino del frío

Por Luis Gregorich
Hay una cifra en el tiempo que nos permitirá ligar fácilmente un hecho de actualidad con una joven cantante. Y evocar de paso una cultura. Han pasado 25 años de la caída del Muro. Un cuarto de siglo en que cambió el mundo, pero no tanto, porque según la revista Forbes el hombre más poderoso del planeta, para estas fechas, es Vladimir Putin, el presidente de Rusia, nación que se reestructuró y se rehízo de aquella derrota en Berlín. Los horrores del estalinismo han sido barridos bajo la alfombra, las mafias locales y los nuevos sátrapas millonarios campean por sus fueros, pero los grandes países siempre guardan energías creadoras capaces de darnos sorpresas. No todo es del color de los prejuicios.
Mi único viaje a Rusia lo hice junto con una querida amiga y escritora, Irina Bogdaschevsky, a comienzos de 1990, gracias a la invitación de un congreso en Moscú de expertos y traductores de literatura rusa. Estábamos en plena e incómoda antesala de la disgregación de la Unión Soviética. Había escasez, desórdenes en la calle, y la evidencia de un gobierno cada vez más débil. Nos pasearon de hotel en hotel; en el primero, una especie de bloque de cemento dividido en pequeñas celdas, me costó dormirme por los ruidos que provenían de la calle: por la mañana me enteré de que un hombre había sido acuchillado bajo mi ventana. El segundo hotel, como para marcar el contraste, era un palacete con habitaciones de lujo, aunque ligeramente desaliñadas; en la mía incluso había un piano de cola, que quizá habría merecido, después de ser afinado, la presencia de un Sviatoslav Richter o de nuestra Martha Argerich.
A pesar de este panorama algo caótico pude conocer a personas de sólida formación académica, bien dispuestas y hospitalarias. Lo que más resonaba eran los nombres de los escritores que amábamos, de Pushkin y Gógol a Dostoievski y Tolstói, de Chéjov y Gorki a Ajmátova y Tsvietáieva. Advertí también, en nuestros sufridos anfitriones, una envidiable cultura musical, variada y cosmopolita.
No tuve más contacto directo con la nueva Rusia, definitivamente establecida en 1991, y un poco más tarde marcada con el justificado sello de “la era Putin”. Sólo el descubrimiento de una gran artista, al que contribuyó mi amigo Antonio Bonanno, traductor y melómano de buena ley, me hizo pensar que, más allá de las groseras simplificaciones políticas, el hilo con la vieja tradición cultural se mantenía firme.
¿Podemos llamar “gran artista” a una cantante lírica que apenas cumplirá, el próximo 5 de diciembre, la cifra que nos tiene atados desde el principio, es decir, 25 años? Sí, si estamos convencidos de que es la mayor revelación del arte vocal en lo que va del siglo XXI, y de que su proyección al futuro no parece tener límites. Sí, si admitimos la ironía de los pequeños números en lugar del estruendo de las grandes fechas.
Julia Lezhneva nació el 5 de diciembre de 1989 en la fría y lluviosa isla de Sajalín, en el extremo nororiental de Asia. Bajo el imperio zarista, parte de la isla fue dedicada a una colonia penitenciaria (digamos, una gigantesca réplica de Ushuaia), que mereció una dura crítica por parte de Chéjov en el libro que publicó después de su visita al lugar -y la investigación realizada- en 1890.
Ante las muestras de precocidad musical de Julia, sus padres, geofísicos de profesión, resolvieron dejar sus trabajos científicos en la isla y trasladarse a Moscú con la niña, cuando ésta tenía 7 años. Julia cursó con honores sus estudios musicales, dio a los 14 sus primeros conciertos con su voz ya definida de soprano, viajó a Cardiff para perfeccionarse en el Instituto de la Voz, dirigido por Dennis O’Neill, y recibió masterclasses de grandes cantantes, como Elena Obraztsova y Kiri Te Kanawa, que la distinguieron particularmente. Ganó una veintena de premios internacionales, logro jamás conseguido antes por una cantante de su edad. A partir de 2010 tuvo una intensa actividad en teatros de ópera y salas de concierto, que proseguirá sin descanso en el futuro: uno de sus trabajos en 2015 será en el Don Giovanni de Mozart, en el Covent Garden, donde interpretará a Zerlina. También el sello Decca la ha contratado como artista exclusiva.
No sabemos cuándo Julia podrá desembarcar en estas lejanas playas del hemisferio sur para actuar en nuestro primer teatro, cuyo prestigio es mayor que su presupuesto. Mientras tanto, no podemos hacer otra cosa que apelar al transitadísimo y no siempre recomendable camino de los buscadores de Internet. Se trata de una magia a veces tosca, pero ya nos costaría vivir sin ella.
Lo que distingue a esta joven cantante es, ante todo, una extraordinaria facilidad, ese modo abierto, “natural” en la emisión de la voz que resulta tan difícil de conseguir, aun por cantantes de mucha mayor experiencia. Julia Lezhneva es sin duda una soprano, con sus agudos perfectos, pero su convincente zona de graves y su asombrosa capacidad para la coloratura le han permitido también arriesgarse, en general con éxito, en típicos roles de mezzosoprano rossiniana, sin que falte, en su repertorio, el Cherubino de Mozart. La música vocal barroca en general, y Vivaldi y Haendel en especial, figuran asimismo entre sus preferencias.
No acaba aquí esta amplia disponibilidad, que se extiende hasta la ópera francesa de Gounod y Massenet, hasta autores rusos como Tchaikovski y Rachmáninov, e incluso, en un verdadero alarde, hasta el lied alemán de Schubert y Schumann. Esta última audacia quizá sea por ahora la menos victoriosa, pero igual merece reconocimiento por su voluntad abarcadora. Cantar bien un repertorio múltiple es hoy tan difícil como ser un buen médico clínico.
Por todo eso, y por el piano de cola de Moscú y la buena gente que conocí allí, y el amor por la música en medio de la lucha por el poder, me permito desearle felices 25 años a quien tal vez se convierta pronto en la mejor cantante lírica de su generación.
LA NACION