Hay muchos modos de parir

Hay muchos modos de parir

Por Diana Fernández Irusta
Hay muchos modos de parir. Y Gabriela Golder, docente y artista visual que desde hace años viene dando a luz obras, clases, muestras y jornadas, sabe de eso.
Lo sabía también el día en que, sin compromisos, sólo para ver si podía dar una mano -facilitar la llegada a un pediatra, ayudar con un sostén terapéutico-, cruzó la puerta de un juzgado de Moreno donde la esperaba un chico de dos años al que, así se lo habían dicho, “le pasaba algo”. Y nadie, ni la jueza que llevaba el caso, ni los responsables del hogar de niños donde residía de modo transitorio, sabía muy bien qué.
Allí estaba. Pura mirada y ojeras; cuerpito frágil, lo rubión apenas visible en los jirones de pelo rapado. Sin palabras. Sin movimiento. Diminuto en medio del trajín del lugar, los adultos que iban y venían, los adolescentes bravos a la espera de alguna notificación judicial.
“Era Gabi”, cuenta Golder, y un temblor le sacude la voz.
Ella y Abel, su marido, cumplieron con lo pactado. Lo llevaron a consultas pediátricas donde los profesionales ladeaban la cabeza y les decían que era difícil saber si ese chico hablaba, si escuchaba, si podía ver. Fueron muchos días de ir a buscarlo al hogar de La Reja donde vivían él y varios de sus hermanos, traerlo a hospitales de Capital, volverlo a llevar. Le hicieron estudios. Descubrieron que estaba desnutrido. Que tenía paperas. Que presentaba un retraso madurativo. Y que esperaba que volvieran, una y otra vez.
En una de las visitas, se les cruzó Guille, hermano y protector de Gabi, apenas año y medio mayor. “¡Hola!, nos dijo”, rememora Gabriela, imitando el gesto desenfadado del niño, el bracito que revoleaba por sobre la cabeza, la seguridad confiada del sobreviviente.
Guille se sumó a las visitas a los médicos. A Gabriela la llamaba “Gabi grande”. Hasta la tarde en que, de regreso a La Reja, se aferró al asiento de atrás del auto y comenzó a gritarles “¡Mamá! ¡Papá!”. La letanía duró todo el camino. Y siguió por muchos días en los oídos de Gabriela y Abel, junto con otra frase, la que habían empezado a repetirse a sí mismos: “Nos tienen que dar la guarda”.
A tres años de todo aquello y con la vida a flor de piel, Gabriela cuenta que está a punto de recibir los nuevos documentos de Gabi y Guille, sus hijos. Una historia con final feliz, aunque les haya implicado sumergirse en un universo, el de las adopciones en la Argentina, que sigue distando de ser amable. Un mundo complejo, donde no siempre las buenas intenciones de la letra de la ley se encuentran con la dura práctica cotidiana. Donde las emociones son muchas, desgarradoramente intensas: tantos adultos implicados, cada uno con su historia a cuestas. Y, por sobre todo, niños: miles de gargantas infantiles clamando por ser algo más que un número de legajo.
Por no hablar de las contradicciones de una sociedad que no termina de mirarse a sí misma. “Entrás en estado de sospecha”, se entristece Gabriela al recordar todas las pruebas y argumentos que se le exigieron -por izquierda y por derecha, en todas las instancias imaginables-, para defender su calidad de adoptante. O el impune veneno de ciertos dichos: “¿Sabés la carga que traen estos pibes?”. Porque en la Argentina buena parte de los chicos en estado de adoptabilidad no son huérfanos, sino niños que tienen difíciles historias familiares previas.
Hoy por hoy, Gabriela prefiere no ahondar demasiado en el expediente de Gabi y Guille: el curso de maltratos y abandono -en una familia que, contra el supuesto habitual, no era indigente- que derivó en la interrupción del vínculo con los padres biológicos. Lo que sí le preocupa es que los chicos mantengan el lazo con sus hermanos mayores, que hoy también viven con familias adoptivas. Cada mes o mes y medio se reúnen todos, y la fiesta es doble, triple o cuádruple, porque Gabi, el niñito que apenas podía sostener una pelota para jugar, el chico que no caminó hasta los dos años y recién empezó a hablar a los tres, hoy ríe, juega, va a la escuela. Sabe que tiene una familia enorme, que siguen siendo ocho hermanos aunque no vivan juntos. Y ahora se suman los primos. Y ni que hablar de los abuelos. Porque hay muchos modos de parir. Guille se dio cuenta el día en que la miró fijo a Gabriela y le dijo: “Mamá, yo nací a los tres años y medio, ¿no?”.
LA NACION