El noble asesino nada en el agua turbia

El noble asesino nada en el agua turbia

Por Jorge Fernández Díaz
El muchacho está manipulando una camarita que se colocará de inmediato en la cabeza. Tiene el torso desnudo y desde esa extraña posición vemos que saluda a un amigo, sobrepasa una reja y bordea cuidadosamente la cornisa de un acantilado. Estamos en Sydney, y se aprecian una bahía espléndida y un mar verde azulado. El muchacho se pone firme y entonces nos damos cuenta de que es un clavadista amateur y que se propone filmar su propio salto y lograr que los espectadores volemos con él y sintamos la adrenalina del chapuzón. No sólo lleva encendida la cámara para que tengamos su punto de vista, sino que además nos regala el sonido ambiente que ese aparato de alta sensibilidad capta para nosotros, sus expectantes voyeurs. Segundos después gruñe y se lanza. Es increíble la velocidad de caída. En un instante choca contra la superficie y todo se llena de imágenes subacuáticas y de burbujas.
Cuando el muchacho emerge vemos que está cerca de las rocas, y escuchamos un grito desesperado. Al principio, no advertimos bien qué significa esa palabra. Pero en seguida el clavadista mira hacia arriba y divisa a su amigo agarrado de la reja, en la cumbre: está señalando con un brazo algo en el agua. Entonces sí. Entonces oímos y comprendemos el significado de la palabra “shark”. El muchacho también la descifra, y vuelve a sumergir la cara para inspeccionar las profundidades. Comienza a bracear en un verde turbio hasta que de pronto aparece una sombra. Y la sombra se convierte en el morro de un tiburón blanco. El clavadista pega dos o tres alaridos cortos, asordinados por el océano, y entonces asistimos al paseo majestuoso de la bestia que toma una dirección de derecha a izquierda. El muchacho sale de nuevo y comienza a nadar desesperadamente hacia la costa. Son segundos angustiantes: la cámara se bambolea y los brazos ejecutan un crol rápido y desordenado. Cuando vuelve a bajar la vista para comprobar si el escualo lo sigue, sucede la más aterradora de las escenas: el tiburón se aproxima a sus piernas y el muchacho hace un movimiento instintivo con las manos como para espantarlo. También por instinto, el tiburón dobla como para irse, y sigue por un momento su curso. Ya el pibe no se vuelve para observarlo; nada frenéticamente hacia las piedras, huyendo de las mandíbulas. Y nosotros huimos con esa presa; el corazón nos salta del pecho. Todavía nos parece que puede agarrarlo de atrás y darle un tirón cuando toca una roca y se sube a ella y alcanza jadeante los primeros peldaños de una escalera. El nadador se da vuelta y observamos el mar tranquilo, sin aletas ni espumas sospechosas. Y escuchamos cómo manipula la cámara para sacársela. Se mira todavía en ella. Lo vemos ahora de frente, pálido y asustado. Dice: “Oh, shit”. Y nosotros largamos el aire que teníamos guardado en los pulmones.
Estoy narrando uno de los videos más viralizados del año en Youtube. Y aunque algunos internautas afirman que las imágenes submarinas pudieron haber sido trucadas, me quedo con el miedo real que sentí al verlo. Y que siento desde niño por ese monstruo lleno de fascinación, dueño de una belleza espeluznante y de una maldad fría, que resume en sí mismo la voracidad sin sentimientos del cosmos. Desde el clásico de Spielberg, que me llenó de terror en la adolescencia, hasta esa vana lucha que el viejo de Hemingway lleva a cabo para que los tiburones no le destrocen su pez espada, aquellos seres irresistiblemente crueles me parecieron siempre glamorosos. El cine los maltrató y la literatura no supo estar a su altura, pero los documentales que a diario se hacen sobre sus andanzas están al tope del rating en los canales dedicados a la naturaleza. Coincido con los ecologistas en buscar la forma de evitar que sean exterminados por cazadores inescrupulosos, puesto que cumplen claramente una función vital en el ecosistema, pero me parece que negar su carácter asesino es rebajarlos. Los miles de ataques en las playas son ciertos, aunque los tiburones no tengan la culpa: es el hombre quien quiere entrar impunemente en sus dominios sin pagar el precio. Me opongo, sin embargo, a lo políticamente correcto. Un día nos dirán (como nos dijeron con los comanches y con los vampiros) que los tiburones son simpáticos y buenos, y les quitarán entonces lo mejor que tienen: esa deliciosa posibilidad de hacernos sentir escalofríos.
LA NACION