Disección de los estilos textuales

Disección de los estilos textuales

Por Hernán Iglesias Illia
En mayo del año pasado, me preguntaron cuál era la mejor manera de empezar un texto. “En mayo del año pasado”, contesté.
Me gustan los autores que logran suspender sus oraciones en el aire, a salvo de la gravedad de la sintaxis, saltando de una coma a otra coma, como si fueran lianas, balanceándose eufóricos y alegres en su aparente infinitud, sorprendiéndose de todo lo que han durado en el aire, hasta que se aburren, o se distraen, y se resignan finalmente al punto -la derrota- al que se venían resistiendo. Pero no al punto y seguido, que reservan para situaciones límite. Los autores de párrafo largo sólo le dan al Enter cuando se han quedado sin imaginación ni energía, y jadeantes, pero satisfechos, se lanzan a la aventura de un párrafo nuevo.
También me gustan, pero sólo si están bien hechas, las cadenas de oraciones cortas. Tajantes. Dramáticas. Oraciones sin verbo. En realidad, me gustan cada vez menos, porque me parecen afectadas y un intento demasiado visible de llamar la atención (como las oraciones completas entre paréntesis, que sorprenden la primera vez, interrumpen la segunda e irritan la tercera. Cada vez las uso menos.)
Otro truco: párrafos de una línea.
Tres cortas y una larga, como pedía Di Stéfano para el fútbol, pero al revés: en los párrafos, me gusta que haya tres largos y uno corto. En esta época, me gustan menos las aclaraciones entre guiones -me parecen pretenciosas- y me gustan más los paréntesis (por su espíritu plebeyo y espontáneo).
Mi signo de puntuación favorito son los dos puntos: pueden ser incluidos en casi cualquier momento. De niño abusaba de los dos puntos, ponía uno por oración: ahora me estoy curando, pero la rehabilitación es larga y dolorosa. Conflictos similares me provoca mi afición por el punto y coma, criticado por su aire elitista; tiendo a soltarlo en cualquier lado, a veces, sin saber si es el lugar indicado; como si eligiera los signos aleatoriamente.
Hay párrafos que nacen muertos, sin energía ni dirección, cansados de sí mismos en la primera línea. Para sacudir esta modorra, un buen atajo es insertar una cita de un autor célebre. “Para ser brillante o memorable -escribe el crítico Adam Kirsch-, el lenguaje debe ser fertilizado por el egotismo.” Y después dejarla colgando, o improvisar sobre ella, con una pátina de prestigio prestado, como si un párrafo fuera un riff, hasta el próximo punto y seguido.
Alan Pauls dijo una vez (quizá lo dijo más veces, pero yo se lo escuché una vez) que escribe sus libros hasta que una voz, como la de un piloto de avión, le dice que es hora de aterrizar. Entonces baja la velocidad, prepara los materiales y devuelve sus libros a la tierra. Las columnas son parecidas. A veces bajan el volumen de a poco, como acomodándose para dormir, acompañando al lector hasta el borde de la cama, susurrándole las últimas líneas al oído: el autor bondadoso y que lo sabe todo, el autor cálido y compañero. O, sin dar explicaciones ni pedir la aprobación de nadie, con un chirrido de gramática atonal, cierran abruptamente.
LA NACION