08 Jan Alma de barrio: cafés centenarios que mantienen su esencia y cosechan clientes fieles
Por Mauricio Giambartolomei
Todas las mañanas, Giuseppe repetía su ritual antes del primer mate del día. Se levantaba temprano, a las 6 o 7, se vestía con pantalones y camisa de grafa azul y encendía un Le Mans suave. Apoyado en la mesada blanca, al lado de la cocina a leña, intercalaba las pitadas con pequeños sorbos de Hierroquina, que servía en un vasito de vidrio verde. Fue una costumbre que creció con él en la adolescencia de Ascoli, en Italia, y que lo acompañó hasta el sur de la provincia de Buenos Aires.
Esa imagen de mi abuelo entre sombras no es la única que recuerdo cuando veo la botella de la misma marca, con idéntica etiqueta amarilla y roja, apoyada en los estantes del bar El Federal, repletos de otras botellas de antaño que acumulan tierra y grasa. Las sillas tienen el mismo diseño que las que se usaban en la cocina de mi abuela; el sándwich de pavita en escabeche me transporta a esos manjares en aceite, especias y laurel que conocí durante la infancia; las cañas Legui y Ombú son el puente entre el San Telmo de la semana pasada y los atardeceres campestres de hace 25 años entre jineteadas y pruebas de destreza a caballo en el centro criollo El Pegüal, de Pigüé.
Me traen también esos recuerdos el vermut de media mañana en La Embajada, el café que acompaña la digestión en La Puerto Rico, la cerveza con castañas en El Preferido de Palermo y la Torcacita de El Boliche de Roberto, un aperitivo que mezcla Hesperidina y rodajas de naranja coronadas con un chorro de fernet.
¿Qué tienen en común todos ellos? Además de integrar el grupo de los 84 bares y cafés notables de la ciudad de Buenos Aires son centenarios y lograron perdurar a través de los años a pesar de las ofertas gastronómicas que crecieron a su alrededor. Se convirtieron en símbolos de los barrios entre tardes de truco y noches de milonga, guitarra y bandoneón.
“Todos inventan tragos con Campari, Pineral, Hesperidina o fernet. Parece que a esas bebidas las hubiesen inventado ahora, pero acá se toman con soda o limón, como se deben tomar, no mezcladas con coca u otros tragos, como hacen los pibes”, dice Pablo Spikerman, en la barra de El Boliche de Roberto, en Almagro, mientras sirve un Gancia. Tiene los brazos tatuados y zapatillas rockeras. Su esposa, Cecilia, usa mechones de pelo color rosa y ojos bien delineados por un maquillaje oscuro y profundo. Los dos atienden a un grupo de parroquianos en camisas a cuadros o chombas, bermudas y mocasines con medias que todas las tardes, sin interrupciones desde 1960, juegan al truco en la misma mesa que compartían con Roberto, el dueño del bar, que falleció hace algunos años.
Hugo, Cacho, Aceituna, El Nene, Oscarcito, Carli y Sanca están ahí con el whisky, el Campari o el Cinzano de siempre. Se putean; matan, ponen, cantan falta envido con 28 y quiero vale cuatro con un ancho falso. “Aparecen a las seis de la tarde y si nos les pongo la radio de los tangos me matan. Son parte del lugar”, cuenta Pablo, que en 2011 renunció al estudio de abogados de su familia y compró el fondo de comercio que habían heredado sus amigos, los hijos de Roberto. “En Almagro el boliche es una institución. Tiene un sentido de pertenencia que lo hace perdurar. Por acá pasaron todos.”
En los 48 barrios porteños se calcula que existen unos 7000 bares y cafés, de los cuales apenas 25 tienen 100 años o más. La mayoría se encuentra en San Telmo, Monserrat, San Cristóbal, Barracas y La Boca, siguiendo cierta lógica, ya que se trata del casco histórico de la ciudad. Unos pocos están dispersos por Palermo, Mataderos, Almagro, Recoleta y Retiro.
Muchos centenarios quedaron en el camino. Otros sufrieron vaivenes económicos que los condenaron al cierre, aunque lograron reabrir con nuevos dueños o inversionistas, como el London City, el Bar Británico o el mítico 36 Billares. Con menos años de historia, pero siendo parte del grupo de los notables, hubo comercios que no soportaron las crisis y bajaron la persiana. Fue el caso del bar La Coruña, de Bolívar 982, que en marzo de 2013 cerró después de cinco décadas.
Además de los altibajos financieros, los centenarios debieron hacerle frente a la irrupción de las grandes cadenas multinacionales. De un lado, el cortado, en pocillo o jarrito; del otro, latte, machiatto, skinny vainilla latte o granos de café de Guatemala, Kenya, Colombia e Italia para intercalar, según el día de la semana. Sin embargo, lograron adaptarse a la convivencia.
Es el caso de La Embajada, en Santiago del Estero 88, casi Avenida de Mayo, donde la pantalla del televisor, algo amarillenta y verdosa, muestra las placas rojas de Crónica TV. Al lado del aparato, en una pizarra negra donde las palabras se forman incrustando letras blancas, se ofrece la bebida más cara del lugar: una botella de vino Carcassonne a $ 52. También hay moscato, jerez, cañas, licores, whiskys y champagne.
En media hora allí se puede almorzar un bife o muslo de pollo con un tomate cortado a la mitad rociado con aceite y orégano, mientras el olor a fritura va impregnándose en la ropa. O tomar un aperitivo al mediodía, acompañado de un platito de longaniza, chorizo seco, queso y jamón. Lo que más sorprende del lugar es su ampulosa barra en forma de L, que ocupa al menos un cuarto del salón. Allí todos son “doctores”; así llama a los clientes el único mozo del lugar, mientras reparte trozos de hielos que saca de una frapera.
El bar comparte medianera con un Starbucks donde no se filtran ruidos del exterior, y la clientela, mayoritariamente joven, aprovecha la señal de wifi para navegar sonámbula en tablets o smartphones, desparramada en los sillones de dos o tres cuerpos que abundan en el salón.
“Los cafés tradicionales sobreviven porque hace muchos años que ocupan el mismo lugar. El que no tiene el apoyo de los vecinos pierde, porque la gente lo siente como propio. Ésa puede ser una de las razones de por qué perduran, ya que hay situaciones que son intransferibles: por más que haya una cadena de café al lado, habrá público para los dos”, opina el autor de los libros Cafés notables de Buenos Aires I y II, Horacio Spinetto, también miembro de la Comisión de Cafés Notables de la ciudad e investigador de costumbres urbanas.
El Tortoni (1858), Las Violetas (1884), la Confitería Ideal (1912), el Café de los Angelitos (1890), Los 36 Billares (1894) y El Federal (1864) son, tal vez, los cafés más emblemáticos de Buenos Aires, pero ¿son los más representativos de la cultura barrial porteña? Sin dudas, concentran todos los flashes del turismo nacional y extranjero, aunque parece que pierden terreno en el vínculo con los vecinos.
Lo contrario sucede en los pequeños reductos, como El Boliche de Roberto (abierto desde 1893, aunque al principio se llamó 12 de Octubre), con paredes descascaradas y el piso original gastado, o Los Laureles (1890), de Barracas, donde cualquier tarde de la semana se puede ver a mujeres con vestidos por debajo de la rodilla y hombres de traje, camisa, corbata y sombrero filmando alguna miniserie de otra época, o El Preferido de Palermo (1885), con la fachada color rosa añejado en la esquina de Jorge Luis Borges y Guatemala.
La carta de ese bodegón español insertado en Palermo es una trampa mortal para cualquier dieta. Se ofrecen arroz a la cubana, lentejas a la asturiana, polenta a la bolognesa, lengua de ternera a la portuguesa, puchero y ternerita a la española preparados con los sazones de Asturias, de donde proviene la familia propietaria del lugar. Los vermuts de los abuelos siguen vigentes allí y se encuentran al alcance de la vista al entrar por la puerta de madera de doble hoja.
En una estantería ubicada entre mesas altas y banquetas verde y naranja florecen los Pineral, las Hesperidina, las Hierroquina y los Amargo Obrero. Cerquita nomás, cuatro botellas descansan boca abajo, sin etiqueta, con unos yuyos adentro. “Es caña con ruda. Se puede tomar como un digestivo”, explica Oscar, el mozo. La costumbre marca que todos los 1° de agosto, el Día de la Pachamama, se debe beber un sorbo de caña y ruda, que en El Preferido de Palermo se encuentran madurando entre frascos con morrones, ajíes, alcauciles, aceitunas y palmitos en aceite.
“Los episodios que ocurren en los cafés tradicionales son resistencias culturales. Cada uno elige el lugar donde ir siempre porque allí se mantienen ciertos códigos, te dan el diario, te conocen por tu nombre o te sirven el mismo café. Es muy importante la relación de la comunidad, del bario, con cada uno de esos lugares”, opina la directora general de Patrimonio Cultural e Instituto Histórico del Ministerio de Cultura porteño, Liliana Barela.
Para proteger a los centenarios y a todos los notables, el gobierno porteño presentó un proyecto de ley que antes de fin de año podría debatirse en la Legislatura. Prevé la exención del impuesto de ingresos brutos a los comercios con una facturación mensual inferior a los $ 120.000. Los que superen ese monto deberán pagar un proporcional por el excedente. Al mismo tiempo, en París, un comité de la Unesco analiza la documentación que podría declarar al hábito porteño de tomar café Patrimonio Intangible de la Humanidad.
Esos reductos a veces lúgubres, húmedos, grasientos, con publicidades de ginebra Bols, Cinzano y Toddy, logran trasladarlo a uno a la infancia en el pueblo, a la cantina del club y a los primeros vermuts de la pubertad. La sospecha se vuelve certeza al estar frente a la viuda de Manuel Vázquez, el ex dueño de La Puerto Rico. Es una señora canosa, algo encorvada, con una sonrisa tímida y ojos siempre tristes, lo que no le impide moverse con energía detrás de la barra, atenta a todos los detalles del salón. Se llama Esther, podría ser la madre o la abuela de cualquiera. “Esto es para vos, una atención para que me recuerdes. Es un pan dulce que hago yo misma”, dice antes de despedirse.
LA NACION