02 Dec “Una madre está entregada al tiempo, parpadeás y tu bebé ya tiene dientes”
Por Juan Pablo Cinelli
La protagonista de los 78 poemas que componen el libro Madre soltera, de la escritora y crítica cinematográfica Marina Yuszczuk, ganador de la edición 2013 del Premio Indio Rico de Poesía, no se ajusta al viejo estereotipo al cual se le solía imponer ese rótulo. En principio porque el concepto de “madre soltera” quedó cristalizado en una figura que ya no existe: la de aquellas mujeres algo heroicas, que por atreverse a parir los hijos accidentales de relaciones clandestinas o prohibidas eran arrojadas a la arena pública de la vergüenza y el escarnio.
Injusticias que los movimientos de liberación y lucha por los derechos de la mujer consiguieron reducir sensiblemente a lo largo del siglo XX. La obra vuelve evidente el cambio de paradigma entre esa época en que la etiqueta representaba una categoría concreta, cuya imposición representaba consecuencias duras para quienes la recibían, y este presente donde esa misma categoría es apenas el eco de ese pasado.
Suerte de oda a la maternidad encontrada antes que buscada (y que de ninguna manera significa accidental), en el libro de Yuszczuk esta madre soltera ni está sola ni su condición representa un estigma social para ella, sino otra cosa. ¿Pero qué? “Una posibilidad entre tantas, supongo”, dice la autora. “Creo que ya ni se usa la frase, pero me gusta esa resonancia antigua, tan dramática. Es una figura de novela, la madre soltera, sufrida, juzgada por la sociedad, y al mismo tiempo se sobrepone a todas las dificultades porque la maternidad la vuelve superpoderosa. Es una fantasía.” Una fantasía que sin embargo, como ocurre con las buenas fantasías, se encuentra ineludiblemente anclada a la realidad. “Yo siento que las familias son algo muy frágil”, continua, “que hay momentos de idilio y hay mucha guerra, y por eso los nuevos poemas de amor tienen que contemplar la posibilidad de que todo se muera de un día para el otro y yo siento que estar en familia hoy es eso. Lo que vuelve todo tan doloroso es que creemos en el para siempre”. Por eso “la protagonista de Madre soltera tiene la fantasía de no necesitar a nadie, pero a la vez confiesa que tener al hijo fue una manera de unirse para toda la vida”, admite Yuszczuk.
Muchas veces esa fantasía de la que habla la autora aparece bajo el pelaje de los sueños, certeras manifestaciones de lo que no puede ser dicho de otro modo.
Es un sueño el que revela el rol materno del modo más tradicional, el modelo protector entre animal y freudiano: la madre sueña que los dientes de su bebé le salen a ella, como imponiéndose el deber de ahorrarle ese dolor a su hijo, y de algún modo representa también un deseo de mantenerlo sin dientes, siempre chiquito, una criatura que no podrá alimentarse sino a través de esa madre que se apodera de sus dientes. Pero enseguida vuelve a añorar con culpa los días en que no necesitaba preocuparse más que por escribir sus poemas. “Una madre está entregada al tiempo: parpadeás y tu bebé ya tiene dientes, te lamentás por lo mucho que te necesita y de repente ya no te necesita tanto”, dice la escritora para graficar esas contradicciones que son los efectos colaterales de la maternidad. “Para una mujer que trabaja, siempre son un desgarro esos primeros meses en los que necesita estar pegada a su hijo y, al mismo tiempo, el mundo la tironea para afuera”, analiza y reconoce que para ella “la solución poética fue escribir el libro, detener un poco el tiempo en esas semanas de escritura. Ahí quedamos retratados de alguna manera, mi bebé y yo, que ya somos otros”.
Sin embargo hay una disociación ancestral entre las formas en que cuerpo y mente parecen transitar esta instancia. Como si todo lo que la maternidad tiene de animal e instintivo fuera pasible de ser transmitido a través de la sangre, pero un millón de años de construcción cultural nunca sirvieran para aliviar la angustia de no saber hasta dónde dar y en qué punto empezar a dejar. En dónde termina la madre y dónde empieza el hijo y cuál es el rol que juegan los otros en esa ecuación. “¿Quién le dice a una madre lo que tiene que hacer? ¡Todo el mundo! Los médicos, pediatras, pedagogos, maestros, psicólogos, consejeros de todo tipo, los taxistas, los verduleros…”, recuerda Yuszczuk algo indignada. “Me acuerdo que cuando Junio, mi hijo, tenía tres o cuatro meses, cada vez que me tomaba un taxi recibía algún tipo de consejo. Te lo juro: varios taxistas me dijeron cuánto tiempo tenía que amamantarlo, o cómo hacerlo dormir toda la noche.”
En ese extraño vínculo público de madres y hombres, la poeta encuentra el posible origen de algunas desigualdades que aún persisten. “Así como una mujer o una nena salen a la calle y les gritan cosas sobre su cuerpo que no tienen ganas de escuchar, una mamá sale a la calle con su bebé y recibe consejos: a nadie se le ocurre que una madre puede saber algo”, completa la idea con gracia, pero reconoce que hay cosas para las que nadie está preparado. “Lo único nuevo que me pasó en la vida es tener un bebé: uno está como un ciego en el desierto, no puede ni nombrar las cosas que tanto desconoce y quise decir algo sobre eso, a pesar de todo.”
¿Pero es que realmente la maternidad involucra la decisión de la mujer de suspender momentáneamente la individualidad? ¿Realmente se trata de una suspensión voluntaria y momentánea? “Quedás embarazada y es como saltar a un precipicio”, dice la autora con elocuencia, “nadie puede tomar decisiones conscientes sobre lo que no sabe que le va a pasar. El trabajo de parto es así, lo ilustra perfecto: empiezan las contracciones y casi al mismo tiempo aprendés, si prestás atención, a respirar y acomodarte para soportarlas y aprovecharlas, y enseguida se vuelven más fuertes, y cada vez estás menos consciente pero más activa.”
“No sé si es una decisión”, continua. “Pero uno no ‘decide’ suspender nada: actúa. Y cuando viene el bebé, más todavía. Es el instinto que aparece como un rayo de luz, una mujer sólo tiene que pensar lo menos posible para que esa iluminación suceda.” Ideas que hacen pensar en la maternidad no sólo como un acto de amor, sino también de profunda valentía. “Estoy muy agradecida de haber experimentado una vez en la vida ese estado salvaje, sobre eso no se puede hacer un ‘balance’. Sí: tuve la teta lastimada cuatro meses y seguí alimentado a mi bebé, me dolía mucho pero quise hacerlo. Ahora tiene casi dos años y todavía lo amamanto, ¡claro que valió la pena! Y es una de las cosas que más orgullo me da, haber insistido, me siento corajuda como Rambo.”
TIEMPO ARGENTINO