26 Dec Para ordenar el universo
Por Alejandro Lingenti
Mezclada entre todas las ideas políticas y filosóficas, los estímulos visuales y los desafíos y las provocaciones intelectuales que el veterano Jean-Luc Godard propone en su última película, Adiós al lenguaje, aparece una clave que puede servir para orientar al espectador: una imagen sostenida -en la pantalla de un teléfono celular- del sociólogo anarquista Jacques Ellul, otro francés fuera de la norma que también fue un reconocido teólogo protestante y es considerado uno de los padres de la ecología política.
Fallecido en 1994, Ellul aseguraba que en la época de la sociedad tecnológica, el único horizonte es la eficacia. Y que una buena manera de recuperar otras dimensiones de la existencia (la poética, la simbólica e incluso la religiosa) es no colaborar con ese sistema: afirmar “puedo, pero no quiero”. Esa lógica es la que, en buena parte, ha inspirado a Godard para construir esta película premiada y muy discutida en la última edición de Cannes que se estrenó el 18 de diciembre en Buenos Aires. Ellul, además, fue un héroe de la resistencia francesa, otra razón de peso para que Godard se identifique con él, habida cuenta de la importancia que esta díscola figura central de la Nouvelle Vague le ha otorgado siempre a ese período histórico. En Adiós al lenguaje, Godard también se ocupa de remarcar la coincidencia cronológica del nacimiento de la TV y la llegada de Hitler al poder, una observación que descarta toda ambigüedad.
La obsesión con los regímenes totalitarios y la época de la resistencia no es nueva: ya en su monumental Histoire(s) du cinéma, de fines de los 90, estaba muy presente la idea de la revisión de ese pasado doloroso para los europeos, desde una perspectiva polémica que entrelazaba retazos del catolicismo de Charles Peguy (fundador en 1900 de la revista literaria Les Cahiers de la Quinzaine) y la rica tradición del republicanismo francés.
En Adiós al lenguaje conviven esa apelación sostenida a la memoria con el homenaje al cine clásico, la aplicación de la tecnología digital en el cine contemporáneo y el barullo pixelado de las grabaciones con teléfonos celulares. Aparecen, además, menciones a Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solyenitzin -una serie de volúmenes redactados entre los 50 y los 60 para denunciar, a través de centenares de testimonios de personas confinadas a distintos campos de concentración, los inhumanos abusos del estalinismo-; el popular Frankenstein, de Mary Shelley; la inquietante cercanía entre democracia y totalitarismo, y la extravagante consagración del inodoro como espacio de igualdad entre sexos.
No hay una línea argumental clara en esta película de Godard, como no la hay hace rato en su cine. Ya a mediados de los 90, este inoxidable vanguardista -que tiene hoy 84 años- decía: “Estamos entrenados por la cinematografía americana, que nos lleva a pensar que debemos entender y «obtener» todo de inmediato. Pero esto no es posible. Cuando alguien come una papa, no entiende cada átomo que la compone”.
El cine sigue siendo para él un lugar sin reglas, un espacio de experimentación en el que se permite echar mano a la mayor cantidad posible de recursos disponibles, pero para crear una gramática nueva, original. De ahí el uso del 3D en Adiós al lenguaje, con un criterio completamente diferente al del cine comercial. Personaje generalmente esquivo, Godard decidió este año acompañar la proyección de su último film en Cannes. Pero, como era de esperar, no dio demasiadas pistas sobre su nueva obra: “Todas mi películas tienen una premisa sencilla, como la que se puede leer en la sinopsis del dossier que entregamos a la prensa, pero ¿es eso realmente importante?”.
CATARATA DE REFERENCIAS
Es aventurado resumir en un par de líneas el eje central de Adiós al lenguaje. Por lo pronto, entre la catarata de citas y referencias, entrecruzadas con alusiones a Dostoievski, Ezra Pound y Monet (para agregar más ruido a todo el asunto, Godard le atribuye al pintor impresionista una frase que en realidad es de Proust), asoma una reflexión aguda sobre el lenguaje como estructura que configura el universo.
Sólo existe lo que podemos nombrar, dice Godard, e incluso Dios es lenguaje, pero sin presencia. De ahí, pega el salto a la actualidad, al mundo de las redes sociales, donde la gente habla también sin estar presente, y concluye que, de algún modo, nos estamos comportando como Dios. El lenguaje tecnológico y el lenguaje teológico no están tan lejos. Lo que no es precisamente un elogio, si se toma en cuenta que Godard ha dicho más de una vez que “la religión es la máscara del fascismo”. Hay cierto desprecio por el zeitgeist (el clima cultural) de la era digital que remite a una distinción que siempre estuvo presente en la estética de Godard, entre la cultura entendida como el mundo del comercio y el arte como manifestación del individuo. Un razonamiento que entronca con el perfil político de la película.
Más allá de sus acostumbradas invectivas contra el capitalismo y la necedad de las guerras, Godard parece haber ingresado en una etapa definitivamente individualista: “Hubo un tiempo en el que fueron posibles los grandes relatos: de la literatura, del cine… Pero ahora todo eso ha pasado, todo lo que nos rodea es pequeño, menor, banal. Y en el naufragio sólo nos queda la autonomía, hacerlo todo por nosotros mismos”, señaló a la prensa este año. Su postura, más que la de un posmoderno, es la de un pesimista atribulado que ataca desde la ironía y la soberbia, que nunca abandona su aversión a las simplificaciones narrativas ni la firme creencia de que las historias deben ser vividas antes que contadas. Pero que también parece haber renunciado a la fe en la política, una postura que aún en el terreno de la producción de sentido, su campo de trabajo, lo coloca en el lugar del mero diagnosticador cínico.
La aparición intermitente en la película de su perra Roxy parece aludir justamente a Diógenes de Sinope, el filósofo griego que propugnaba un modo de vida guiado por una idea radical de libertad, el desprejuicio y los ataques a las tradiciones y los modos de vida sociales. “Soy un perro de los que reciben elogios, pero con el que ninguno de los que lo alaban quiere salir a cazar”, sostenía Diógenes, un modelo de autosuficiencia y autonomía con el que Godard perfectamente puede identificarse. Diógenes provocó un gran escándalo cuando se masturbó públicamente en el ágora, indiferente a la mirada de la “opinión pública”, tanto como Godard suele manifestarse en cada una de sus apariciones.
Sus películas son cada vez más arrestos individuales en las que, a la vez que registra con notable buen gusto la belleza de la naturaleza, expone de manera deliberadamente caótica sus convicciones. La fijación con el cuerpo desnudo de la actriz Heloise Godet en Adiós al lenguaje está sustentada por las teorías del perspicaz filósofo Alain Badiou: “Lo que dice mi amigo Badiou -ha explicado Godard- es que sólo hay cuerpos y lenguajes. Con este axioma trata de recoger la esencia de lo que llama materialismo democrático: un estado político en el que los cuerpos han asumido su finitud exponiéndose al placer mientras se alimentan de los lenguajes que generan los objetos que consumen”. Al igual que Badiou, Godard es sin dudas un pensador polifónico que plantea a la subjetividad disidente como una manera valiente de pararse frente a las leyes ordinarias del mundo contemporáneo.
LA NACION