07 Dec Obras en deconstrucción
Por José Fernández Vega
¿Es todavía posible escribir sobre arte contemporáneo? Si es posible, las estrategias para hacerlo suelen coincidir en un punto: no referirse mucho a las obras y concentrarse en todo lo demás: artistas, formatos, sistemas de exhibición, instituciones, curadores, contextos.
Boris Groys, uno de los más relevantes pensadores actuales sobre temas artísticos apela a todas esas variantes -y a muchas otras- en Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. El libro es una colección de ensayos breves sobre temas diversos que se ofrece, gentil, a la lectura. Frases tersas, claras, e ideas a veces profundas y sólidas, otras arbitrarias y retorcidas, pero siempre inteligentes, caracterizan este trabajo.
Volverse público se abre con un registro de las fundamentales mutaciones que sufrió el concepto de diseño en nuestra época y se cierra con un examen de las transformaciones lingüísticas que produjo el buscador Google. En el medio, las menciones al arte contemporáneo son escasas. El belga radicado en México Francis Aloÿs o la serbia global Marina Abramovi? son algunos ejemplos, aunque no pasan de ser periféricos. Los grandes vanguardistas del pasado constituyen referencias mucho más centrales: Marcel Duchamp, Kazimir Malévich, los constructivistas rusos. Esta selección de nombres resulta sintomática: es posible que la crítica haya encontrado en la historia una especie de refugio para evitar el escenario presente, del cual apenas puede hablar, si bien simula tematizarlo. ¿Por qué?
El discurso sobre el arte actual se proyecta de inmediato hacia el resto de la cultura; la mejor crítica se volvió diagnóstico social. La secreta ambición de Groys es una caracterización filosófica de nuestra época. Los lineamientos centrales con los que trabaja en su libro son dos. Por un lado, la llevada y traída muerte de Dios. Por el otro, la omnipresencia revolucionaria de Internet.
Una secularización radical y el triunfo de la técnica no sólo impactan sobre el panorama artístico. En realidad, lo absorben por completo. Todas las premisas para este desenlace están presentes en Volverse público. Pero la conclusión falta. Es comprensible: nadie en su sano juicio podría reprocharle a Groys no haberse atrevido al suicidio profesional. El arte pudo haber muerto, como anunció Hegel, pero la crítica aspira a subsistir y para ello tiene que mantenerlo al menos en estado vegetativo. El oxígeno que lo alimenta son los millones que circulan en el mercado del arte. ¿Hay otro argumento vital más convincente para la mentalidad corriente?
El sistema teórico del autor no brinda mayores sorpresas: Walter Benjamin, Jacques Derrida, Michel Foucault son contraseñas reiteradas a lo largo del texto. Más sugestiva es la erudición sobre temas rusos que tiene para ofrecer este alemán oriental formado como matemático en Leningrado y emigrado a Occidente en tiempos del Muro de Berlín. Su conocimiento, tan íntimo, del sistema soviético y las audaces interpretaciones que postuló sobre ese complejo período, consolidaron su prestigio como ensayista. Tras presentar a Stalin como una obra de arte total, a la manera wagneriana, Groys nos sugiere aquí que la URSS fue un vasto ready-made duchampiano.
En el campo capitalista, en cambio, todo es diseño. Nos hemos convertido en una especie de obra y estamos sujetos a una evaluación estética constante. Todos nosotros, lo sepamos o no, somos artistas. El alemán Joseph Beuys había lanzado hace medio siglo esa propuesta como consigna utópica sin imaginar cuán rápida y distorsionada sería su realización práctica. La cuestión central de la época, asegura Groys, no es diferenciar entre una obra de arte y un objeto cualquiera -una caja de productos de limpieza marca Brillo (Warhol) o una pala de nieve (Duchamp)- sino distinguir a un artista de quien no lo es. Problema difícil. En cuanto a los artistas profesionales de hoy, se volvieron calcos de la vanguardia tardía. Pese a su trillado discurso antiinstitucional, no sólo fueron cooptados: ellos mismos son ahora instituciones, asegura Groys.
El fracaso de la vanguardia fue su éxito. Ella democratizó el arte y ésa es la razón por la que se volvió tan antipopular. Rechazada por el público, su audiencia son los artistas profesionales, explica Groys. Por otra parte, ella quería el cambio permanente. El secreto de su catástrofe consiste en que lo consiguió: vivimos en una sociedad en la cual el statu quo es la variación constante. La revolución permanente se volvió un eslogan de la telefonía móvil. El arte, como aspiraban los vanguardistas, se disolvió en la vida. La pena es que la vida también amenaza con disolverse. Internet nos propone la conexión total y hace de cada usuario un artista. Sin embargo, roba nuestro tiempo. Nos quedamos sin tiempo para la vida o para el arte.
Lo más impresionante de este libro es la nostalgia religiosa que exuda. Pareciera que, para el autor, sólo una mirada teológica puede dar cuenta exhaustiva de nuestra condición posmoderna. Vivimos de rituales y repeticiones, pero la trascendencia que los justificaría nos ha sido sustraída. La antigua fe halló un miserable sustituto en la neurosis cultural corriente.
Unos soviéticos delirantes, evoca Groys, alentaron la creencia en una resurrección positivista de la carne. Ni siquiera ese tipo de locura nos ha sido concedida a nosotros, razonables demócratas capitalistas. Volverse públicoPor Boris GroysCaja Negra.
LA NACION