Marcelo Gallardo: un muñeco con el arte del titiritero

Marcelo Gallardo: un muñeco con el arte del titiritero

Por Alberto Cantore
Se fue en silencio, sin despedirse. En un día triste, hace cuatro años y medio, sentado en el banco de suplentes del Monumental, con una goleada en la mochila frente a Tigre, emprendió el segundo exilio forzado de River, su casa. Muchas veces, en las noches de insomnio, dibujó en su mente el regreso. Entendió que sería desde otro lugar, porque a la carrera de futbolista le quedaba poco. Uruguay, más precisamente Nacional, lo abrazó para que se retire como jugador, en junio de 2011, pero también lo lanzó como director técnico, días más tarde. Un uruguayo, ex compañero de andanzas en Núñez en los días dorados, le propuso la vuelta. Fue hace apenas seis meses, cuando el portazo de Ramón Díaz parecía hacer temblar la estructura del presidente Rodolfo D’Onofrio, que el nombre de Marcelo Gallardo recobró brillo. Enzo Francescoli admitió que en los días de pantalones cortos no le veía pasta de entrenador al Muñeco, aunque con el paso de los años, un par de charlas y varias referencias, cambiaron el diagnóstico. “Era su momento”, confesó el ahora manager del club a la nacion. Y agregó: “El mérito es todo de él”. Vaya que sí: en River, Gallardo el único que ganó un título internacional como jugador (Copa Libertadores 96 y Supercopa 97) y como DT.
Hay veces que para saborear las burbujas hay que saber de sinsabores, enojos, charlas sin preámbulos. Hoy River es alegría y detrás del logro está la mano del Generalito, ese muchacho que se forjó en el club y que le devolvió a los hinchas el gusto por el buen juego, además de las victorias. No fue sencillo el recorrido, por más que los números del semestre hablen de contundencia, de protagonismo también en el torneo, que se definirá el domingo. “Intentaremos ganar todo lo que juguemos, porque lo marca la historia del club. Pero tenemos un plantel corto”, era el mensaje de iniciación, a la vuelta de la pretemporada en Sunrise, cuando empezó a seducir con el mensaje y la propuesta; también la época en la que tuvo que encerrarse y hablar con jugadores para despabilarlos o explicarles que si no cambiaban el chip las posibilidades se les recortaban.
El comienzo arrollador hizo todo más sencillo, pero Gallardo no se olvida de las charlas con Kranevitter, que estaba en tan bajo nivel y sin resolver el futuro que, a pesar de ser su Nº 5 predilecto, arrancó como suplente de Ponzio; del trabajo para recuperar a Carlos Sánchez, que estuvo dos meses inactivo, desde que terminó el préstamo en Puebla, y que muy poco tenía de la dinámica que muestra ahora; del convencimiento a los dirigentes de que Pisculichi era el futbolista que tenía la capacidad para manejar los hilos del equipo; también de los mensajes a Rojas, que debía sumar sacrificio y despliegue, y ser más directo en ataque; de plantarse frente a Teo Gutiérrez y exigirle que decida si prefería quedarse o cambiar de aire, tras el Mundial, así podía planificar el futuro; de la conversación hace 45 días con Cavenaghi, un referente que entraba en la etapa final de una lesión, pero que tenía que afinar el físico si quería jugar?
De los empates del comienzo a la seguidilla de éxitos, de las dudas a las confirmaciones. Cuando vislumbró que el grupo asimiló la idea y se dio cuenta de que podía ejecutarla, el equipo ya estaba montado sobre la cresta de la ola. Y cuando llegó el momento de elegir, esperó hasta que aparecieron las señales de una situación de peligro. “La lesión de Maidana, con Boca, en el primer partido de la Copa, me hizo sentir que el equipo estaba al límite. Si repetía la formación con Racing (con una alineación alternativa cayó 1-0 y dejó el liderazgo a manos de la Academia) corría el riesgo de que se lesionaran varios jugadores más”, confesaba en Medellín.
Siempre miró hacia delante. Por eso le quitó trascendencia a los récords, a la oportunidad de saldar viejas cuentas como jugador, como un triunfo internacional ante Boca, o la frustración de no levantar esta misma Copa, frente a Cienciano, en 2003. Por eso trató de hacerse fuerte en el peor momento: la muerte de su madre, Ana María, de 55 años, antes del desquite con los xeneizes. En la noche mágica del Monumental, con el abrazo con su hijo, Nahuel, alcanzapelotas y zaguero en las inferiores, los recuerdos pasaron como una película frente a sus ojos: el debut, las ocho vueltas olímpicas como jugador, las partidas, los conflictos, los regresos? el primer título como técnico de River. Y se quebró al recordar a su mamá en la dedicatoria. Porque los hombres también lloran.
LA NACION