Literatura no apta para escépticos

Literatura no apta para escépticos

Con ánimo lúdico, Jorge Carrión y Reinaldo Laddaga pidieron a varios escritores que recrearan los extravagantes casos reunidos en la primera antología de Aunque usted no lo crea. El resultado es Riplay, un libro de relatos fantásticos, no exentos de humor negro, de los que aquí se ofrece un anticipo

CALANDRIA
Sergio Chejfec

Cuando pasó la temporada de vientos fuertes, altas temperaturas y lluvias prolongadas, decidí viajar al sur de Chile, donde vivía mi antiguo vecino desde hacía una buena cantidad de años. El vuelo estuvo bien, el avión paró en cada una de las escalas pautadas, en ninguna otra. Las esperas podían variar entre un par de horas y medio día; y esos intervalos dentro de la nave o en las oscuras terminales de tránsito me permitían concentrarme en las perspectivas del viaje -aunque sobre ello no pensara nada en particular-, y en el curioso encadenamiento de hechos pasados que ahora me llevaba hacia aquel legendario lugar.
El lapso de convivencia como vecinos del mismo edificio fue minúsculo comparado con el período de separación entre ambos. Una sólida pared dividía nuestros espacios, sin embargo no lo bastante eficaz para filtrar ruidos o señales inesperadas. Sentía cuando su puerta se abría -no al cerrarse-, así como escuchaba ciertas inflexiones de la voz, cuando por un motivo u otro le salía más grave. Pero más allá de lo que podía saber o imaginar sobre él, me consolaba pensando que allí vivía alguien, una existencia tan humana como la mía, en el centro del edificio enjambrado y en el medio de un barrio donde nunca conocería a nadie. La vida de mi vecino irradiaba una energía para mí palpable, que si bien sólo podría describir con la palabra “presencial”, me resultaba suficiente.
Probablemente a él le ocurriera lo mismo, porque una mañana, después de escuchar que su puerta se abría, sentí un papel rozando el canto de la mía, desde el exterior. Me informaba que partía hacia el sur de Chile, donde lo demandaban unas tareas de observación vinculadas con el paisaje en constante cambio. Debía aprovechar los cuatro o cinco días de calma atmosférica, después de los cuales y por bastante tiempo probablemente no tuviera otra oportunidad de viajar. Al leer el mensaje, abrí de inmediato la puerta para ver si lo pescaba; pero el pasillo estaba desierto y sólo pude escuchar el silbido acelerado del ascensor cuando efectúa el descenso.
Después pasó el tiempo, y la falta de señales de al lado que indicaran una nueva presencia me hacía pensar constantemente en el antiguo vecino. Lo imaginaba hiperprotegido por trajes a prueba de gases corrosivos y temperaturas insoportables para la piel humana. Lo imaginaba vestido así, aparatosamente, con parafernalia que no cabía en mi imaginación; y asumiendo una afectación que contrastaba con la pasividad que, como observador profesional del paisaje, debía asumir.
Cuando bajé del avión en el sur de Chile me llamó la atención el manto de nubes que comprimía los confines del horizonte. Comprimía y acercaba. Eran nubes espesas, de un gris bastante oscuro, y en su interior se distinguían vetas de color púrpura que parecían latir -probable señal de la fuerza acumulada, a punto de manifestarse con violencia-. En ese momento alguien se acercó y me dijo, en un idioma que me pareció extraño, que no me preocupara, que ya me iría acostumbrando al aire cargado de electricidad.
Naturalmente, las nubes ocultaban las montañas y el mar, y en apariencia lograban reducir el tamaño infinito de la tierra a unos pocos centenares de metros a la redonda. Mi antiguo vecino esperaba detrás de un cristal, y desde allí me hacía unas señas que, dada la distancia, no pude saber si estaban dirigidas a mí. Sentí que había aterrizado en el sur de Chile en el último momento posible, porque desde entonces toda comunicación con el exterior quedaría interrumpida hasta nuevo aviso. Comencé a caminar sobre el pavimento y se me encresparon los pelos, y enseguida la piel de los brazos también se erizó como si estuviera a merced de un violento e inminente cambio de estado.
Mi vecino convivía en su casa con varios animales. Eran seres famélicos, sus cuerpos lucían bastante estropeados y daban la impresión de haber envejecido tan prematuramente que sus aturdidas mentes resultaban incapaces de asimilar los cambios de los que eran víctimas, y por lo tanto sobrellevaban la situación sin mucha dignidad. Quizá debido a ello tenían siempre los ojos entrecerrados, como si quisieran calibrar bien lo que ocurría a su alrededor. A veces, cuando mi vecino estaba de regreso, yo lo ayudaba a desprenderse del traje. Entonces algunos de esos seres se acercaban y observaban nuestras operaciones sin mucho interés; la escena para ellos sería apenas un pliegue de descanso en su perpetua resignación.
Una mañana cuando las nubes estaban más bajas que nunca, escuché continuos e insistentes ladridos. Parecían provenir de lejos, gracias a una rara combinación ambiental-acústica; por eso en un primer momento no les di importancia. Pero al rato pensé que el mismo estado de debilidad de los animales podía llevarlos a expresarse con muy poco énfasis, como si estuvieran enfermos o físicamente -y hasta mentalmente- apartados. En fin. Me acerqué al grupo que se congregaba cada día alrededor de la cisterna con la intención de identificar al autor de los ladridos. Todos los animales parecían estar a punto de la propia extinción. Miraban el agua como si tuvieran sed, aunque sin fuerzas para beberla. Y si gracias a la forma de sus cuerpos algunos de ellos exhibían todavía su fisonomía propiamente bestial, la pasividad y hasta cierto punto desconfianza o resquemor que mostraban hacia cualquier cosa que tuvieran cerca los convertía en incongruentemente humanos.
Me acerqué un poco más y alcancé a oír, como si se tratara de un hilo de voz apenas perceptible dentro del grupo, alcancé a oír otra nueva serie de débiles ladridos, ahora también un poco lentos, en realidad parecidos a los de algún perro mecánico al que se le estuviera acabando la cuerda o la batería. Como es sabido, cuando envejecen los animales abandonan las diferencias que los separan de los humanos y se parecen a ellos. Por eso en un primer momento no advertí que en el grupo no había ningún perro de verdad. Me quedé pensando. Hasta estuve tentado de preguntarle a un oso que tenía cerca, con el hocico casi adherido al piso. Pero una nueva andanada de ladridos exhaustos, aunque en este caso pertenecientes a otra raza canina, se puso de manifiesto.
Finalmente pude advertir, gracias a los cambios de tonalidad y altura por parte del ejecutante, dicho esto en términos exclusivamente musicales, momentos después de fijar la atención en un ser bastante diminuto, pude advertir que quien ladraba no era un perro sino un pájaro, quien no contento con ello perfilaba su pico como si gorjeara. Esto le daba a la escena un cariz medio inverosímil, ya que naturalmente el movimiento del animal no era compatible con la acción de ladrar, que como se sabe requiere de diferente actitud y de movimientos más toscos.
Tomé la decisión de pedir explicaciones a mi vecino apenas regresara. Los truenos y tempestades de la lejanía, localizados en la frontera invisible de la planicie sureña, llegaban bajo la forma de una melodía que no alcanzaba a desarrollarse, quedaba trunca y arrancaba de nuevo como un silbido siempre recomenzado. Supuse que eso explicaba los ladridos: el temor, la conciencia del peligro, un afán de advertencia. Observé con atención: el pájaro era una calandria de tres colas, el de más virtuoso canto entre todas las aves del mundo, capaz incluso de aprender el de otros pájaros y repetirlo luego sin menoscabo durante días enteros.
Había leído hacía tiempo que entre los pájaros ladradores, el hued-hued era en términos prácticos el insuperable decano. Habitaba en selvas frías y húmedas de la región, entre las frondas de los árboles y las enramadas de nivel inferior, probablemente sin advertir, al ladrar, que su canto tenía poco en común con el de casi cualquier otro individuo de género alado. Quise preguntarle a la calandria si había adquirido esa virtud gracias a un contacto reciente con alguien del grupo de los hued-hued o parecido, pero para entonces se me había perdido de vista y comencé a buscarla entre el grupo de animales contiguos al estanque. No la encontré, y eso que caminé largo rato entre los cuerpos tendidos sobre el piso, debido al cansancio terminal, junto a otros que con gran estoicismo se mantenían en pie, lo que me permitía recorrer mejor la zona.
Sin embargo, lo que alcancé a ver fue un gran número de casos humanos excepcionales, no sé cómo llamarlo mejor, inadvertidos hasta ese momento. Faquires impávidos que nunca habían comido; mujeres con labios gigantes e impedidas de hablar, que sólo emitían largos sonidos vocálicos; siameses unidos por la espalda, condenados a caminar siempre de costado -salvo cuando un hermano cargaba al otro-; pensadores que se lamían la frente con su lengua camaleónica, como si quisieran atrapar o despejar las ideas; etc. Todos estaban en el límite de sus fuerzas y parecían preparados para morir.
Mi vecino se demoraría, me dijeron unas gaviotas parlantes, o acaso me lo dijeron varios otros animales; no sabían por cuánto tiempo. Yo estaba ansioso por anunciarle la presencia de la calandria de tres colas. Resultaba curioso mi entusiasmo frente a un descubrimiento que no era tal. Pero lo que más llamaba mi atención era que varios de los presentes parecían incapaces de oírme. Debían inclinarse y acercar sus orejas a mis labios, obviamente sin garantías de éxito ante el particular idioma -débil o extranjero, o ambas cosas- que yo profería con marcado esfuerzo.

LA NIÑA CÍCLOPE
Carlos Ríos

Enero de 1793. Al mismo tiempo que Luis XVI y la reina eran guillotinados, en Tourcoing nacía una niña con un solo ojo situado en el centro de su frente. El padre abandonó la familia al no poder enfrentar al monstruo que había engendrado. Proveniente de una familia ultracatólica, no toleró que Dios hubiese marcado en el rostro de su hija un sinnúmero de pecados. Sumergida en la pobreza, la madre alquiló la niña a un circo donde encontró un destino feliz. Allí vivió hasta los veinte años, incluso llegó a relacionarse con un artista plástico famoso, víctima de una ceguera progresiva. Su madre acondicionó en su casa un pequeño museo que guarda cien bocetos de ojos de animales y los poemas de trance místico que la niña le dictó en su primera infancia.

LA MADRE PROGRESIVA
Diego Vecchio

Madame de Medemeure dio a luz a un hijo el primer año, a mellizos el segundo, a trillizos el tercero, a cuatrillizos el cuarto, a quintillizos el quinto, a sextillizos el sexto. En total, 21 hijos en seis años. Una semana después del nacimiento de su vigésimo primer hijo, Madame de Medemeure sucumbió, por culpa de una infección puerperal, poniendo punto final a tan prometedora carrera de madre progresiva.
No menos sorprendente fue el caso de una madre fraccionaria, Hai Zheng, oriunda de Ningxia, China, quien dio a luz el primer año a 1/2 hijo, el segundo año a un 1/4 y el tercero, 1/8 de hijo. Un total de 7/8 de hijo en tres años.
Los niños presentaban algunas anomalías anatómicas, pero en ningún caso fisiológicas. Cuando faltan partes, las funciones se agudizan y se reemplazan las unas a las otras. En lugar de tener dos piernas o dos brazos, el primer hijo sólo tenía un miembro superior y otro inferior, que asumieron las tareas de los miembros faltantes. En lugar de tener dos ojos y dos orejas, el segundo sólo tenía un glóbulo ocular, por el cual no sólo percibía imágenes sino también sonidos: un ojo auditivo. En lugar de tener doscientos ocho huesos y treinta y dos dientes, el tercero poseía sólo veintiséis huesos y seis molares. Pero esta carencia ósea no había afectado en lo más mínimo sus capacidades de locomoción o manducación. Es notable la cantidad de partes y de órganos que pueden faltar en una persona y aun así seguir viviendo. El cuerpo humano es un despilfarro de masa y energía.
El Ministerio de Desarrollo y Planificación Familiar condenó a Hai Zheng a una multa de diez mil yuanes por haber sobrepasado la cantidad de hijos autorizados amenazándola, en caso de reincidencia, con la esterilización quirúrgica y una pena de prisión que podría alcanzar los cinco años. En vano, Hai Zheng invocó que, adicionados, sus tres hijos no llegaban a uno. Según un alto funcionario, la maternidad no es compatible con las cifras decimales y todos los hijos, incluso los suyos, no eran fracciones, sino unidades que pertenecían por entero al género humano.

EL HOMBRE TRANSPARENTE
Fernanda García Lao

Hsieh Hsuan, natural de Yu-t’ien, China (1389-1464), nació con la carne transparente: los huesos y los órganos de su cuerpo eran claramente visibles. Su madre, Mei Ling Hsuan, le confeccionó una máscara de seda para que ocultara sus mandíbulas expuestas, las cuencas líquidas, el minúsculo martillo del oído. Pero Hsieh resolvió quedarse en casa y prescindir de la vergüenza. Pidió a Mei Ling un espejo. A los diez años, describió con detalle el funcionamiento de su aparato digestivo. Alertó sobre los peligros del consumo indiscriminado de cerdo y logró el grado Chu Jen como observador de sí mismo. A los veinte se extrajo el apéndice, convencido de su inutilidad. Fue condenado a muerte. Siguió estudiándose incluso mientras era conducido al cadalso. Segundos previos al hachazo final, nombró cada hueso, se despidió de su bilis, amagó a besarse el esqueleto.
La madre conservó su apéndice como símbolo de entrega científica. Antes de morir, a la edad de 109, asistió a la canonización de aquel miembro, que fue colocado y venerado en el templo de Confucio hasta que la putrefacción obligó a los monjes a retirarlo.
Ref. Diccionario Chino Biográfico, por Heriberto A. Gil.

EL TIRADOR NATURAL
Marcelo Cohen

No en todo el mundo es tan mínima la conciencia de que los humanos tratan muy mal a los animales. Cuando en 1987 el Ejército Holístico de la Compasión logró independizar la mitad sur de Bélice del régimen monárquico, una de las primeras medidas del nuevo gobierno republicano fue decretar la liberación general de los animales. Léase de todos: desde los prisioneros en zoos hasta las mascotas hogareñas. La provisión de carnes y otros productos proteínicos se reglamentó en un código de caza. ¿Deberían haber previsto los holistas lo que sucedió en la década siguiente? Liberados de todo yugo (salvo el de sus instintos) en los páramos especiales adonde se los despachó, los animales se apresuraron a diezmarse entre sí; los perros y los canarios quedaron casi extinguidos, los tapires se refugiaron en cavernas y los jaguares y halcones reinan todavía, aunque algunos anémicos y otros convertidos en asesinos de su propia familia o de viejitas de pueblo. Algunos supervivientes pretendieron vanamente asilarse en asentamientos civilizados. A otros una veloz evolución natural los benefició con sistemas de defensa y ataque. Tal es el caso del tucanito perlado, que con el tiempo trocó el pico por un tubo calcáreo de expulsión de toxinas. El legendario “pájaro color de nostalgia” se nutre de insectos venenosos cuyo residuo líquido en forma de bola puede descargar con inusitada violencia sobre insectos o sobre enemigos potenciales. ¡Cuidado con la bazuka del tucanito!: este es uno de los carteles de advertencia que pueden leerse en cualquiera de los circos clandestinos adonde los beliceños del sur van con sus hijos a ver caballos, fox terriers bailarines, felinos que saltan vallas de fuego y ballets aéreos de pájaros. Pero mal se haría en tomar el aviso como un chiste. No duden ustedes de que hay niños de mirada maligna y pájaros que no pueden con su genio. Es común que algún tucanito, posado en su percha, se alarme, apunte a un pequeño espectador desprevenido y le dispare su misil viscoso a la cara. En un artículo de El centinela de Punta Gorda, el periodista Monty Tangdole informa que sólo en 2011 veintisiete espectadores de circos clandestinos han muerto o sufren parálisis facial debido a la infalible puntería del pájaro. En el mismo año cinco tucanitos fueron ejecutados en represalia.

IN MEMORIAM ANSELMO RIPLEY
Edgardo Cozarinsky
No es de extrañar que el deceso de Anselmo Ripley haya sido ignorado por una abrumadora unanimidad periodística. Ni siquiera El imparcial de Arroyo Seco, Catamarca, donde se había iniciado como linotipista en su adolescencia para luego hacer sus primeras armas como redactor, consideró necesario comunicar la noticia a sus lectores. La labor de Ripley, dispersa más tarde en diversos periódicos de su provincia natal, de La Rioja y de Santiago del Estero, merecía, merece aún una atención que, ya en vida, se le retaceó; recuérdese que no pudo realizar su mayor ambición, la de publicar en La Gaceta de Tucumán.
Sus inicios, como solía ocurrir en aquellos lejanos días del periodismo, se debió al azar. Se hallaba manipulando los plomos del taller, componiendo la edición del día siguiente, cuando en medio de la noche le llegó la noticia del fallecimiento de doña Domecq de Bustos, benefactora e ilustre vecina de Arroyo Seco. A esa hora, ningún redactor se hallaba presente como para componer una necrológica a la altura del prestigio de la difunta. Fue Ripley, con diecisiete años de edad, quien consultó rápidamente los archivos del periódico, redactó un obituario y con audacia propia de su edad tomó la iniciativa de insertarlo suprimiendo una columna de la sección Sociales, a decir verdad poco nutrida en esa localidad. Su elogio de la figura de la señora de Bustos, el resumen de sus obras de caridad, el silencio sobre su accidentada vida conyugal, todo estaba redactado con un lenguaje que hoy sería poco apreciado pero en la época despertaba admiración y se designaba florido.
Al día siguiente se supo que la señora de Bustos no había abandonado este mundo sino, en términos jurídicos, hecho abandono del hogar conyugal. El escándalo sacudió a Arroyo Seco y el linotipista habría sido despedido de su humilde puesto si no hubiese intervenido con entusiasmo el señor Bustos, encantado con esa noticia que prestaba objetividad a su sentimiento más sincero. Su mujer, para él, había muerto y antes de la tarde del día en que apareció la necrológica se presentaba en la redacción de El imparcial para felicitar al director y recomendar un ascenso para el joven Ripley.
Muy pronto resultó evidente que la prosa del flamante redactor se lucía mejor en la evocación de desaparecidos, ya recientes, ya en efemérides, que en la crónica de una actualidad poco nutrida. Ripley descubrió una veta generosa en la evocación del origen local, a menudo familiar, siempre inverificable, de algunos muertos notorios, escritores, políticos, aun meros ídolos de la radio. Este vuelo de la imaginación pronto cobró altura. Ya no era la genealogía de algún muerto real sino la identidad misma de un muerto inexistente lo que le permitió inventar, con libertad creciente, un relato biográfico que, de no haber florecido en la estrechez de la provincia, lo hubiese consagrado discípulo, toute proportion gardée, de Marcel Schwob.
Lectores atentos, sin embargo, apreciaron su talento y lo recomendaron a diarios de circulación menos confidencial. Es así como fue solicitado para colaborar en periódicos tradicionales de capitales de provincia. El tema nunca dilucidado es si los directores de esos diarios creían enriquecer sus páginas con la noticia de un muerto ilustre, para ellos ignoto, o si intuían la creación de un género nuevo, la “necrológica imaginaria”.
Durante más de una década Ripley perfeccionó su arte hasta que una coincidencia, fruto del azar, truncó su carrera. Había publicado un obituario muy lúcido del pintor Carmelo Troisi, nombre inventado al que prestó una brillante carrera europea, cuando surgió, imprevisible, en lo más profundo de Chubut, una señora de Troisi, a quien su marido había abandonado décadas atrás para perseguir una dudosa vocación artística en el viejo mundo. Con el más legítimo interés, la señora estaba impaciente por verificar derechos hereditarios; su abogado no tardó en descubrir, y publicar, la superchería.
A partir de ese episodio, la prosa de Ripley desapareció de las páginas que solía visitar. No hay, en estos tiempos pródigos en revaluaciones y exhumaciones, quien proponga una colección, una antología de sus mejores necrológicas. Ripley se mudó a San Juan y borró prolijamente toda huella que permitiese ubicarlo. Su deceso no mereció una sola línea impresa, tal vez injustamente, acaso irónica justicia para quien había cultivado en los márgenes de la muerte un género de su invención.
LA NACION