La salamanca y su “chancho gente”

La salamanca y su “chancho gente”

Por Carmen Verttchak
Muchas siestas de verano nos encontraron en la salamanca, ese lugar misterioso y tenebroso que estaba más cerca de Mandinga que del cielo, como todo lugar subterráneo.
Nuestra salamanca era una cueva, en realidad apenas una cavidad grande dejada por un árbol caído que luego se agrandó un poco más con la pala y el empeño de quien iba a ser el jefe, Pepo. Estaba cerca del molino, no tan lejos de la casa y la entrada permanecía oculta entre unos retoños de tamariscos. Sólo los iniciados sabíamos cómo llegar y éramos los únicos que podíamos asistir.
Al bajar, silenciosos nos sentábamos en rueda con la espalda bien contra la pared y los oídos preparados para escuchar historias estremecedoras; en el medio esperaba el braserito para el mate que casi nunca tocábamos.
Olvidados de toda realidad, en ese recinto mágico de brujas y diablos todo era posible y, por lo tanto, creíble; lo dicho podía ser extraño, maravilloso o aberrante, lo importante era que fuera asombroso.
Entre las historias, la del “chancho gente” – la del hombre con cabeza de chancho- tenía un atractívo especial porque sucedía, precisamente, durante las siestas. En esas horas el “chancho gente” andaba por los ranchos buscando a su padre y, si había descuido, se llevaba comida de las cocinas; el hombre había nacido así por una brujería que le hicieron al padre. Porque el padre había cometido un enorme agravio y el castigo lo llevaba el hijo. La naturaleza de este error paterno fue variando según las tardes y según quién narraba. ¿Qué haría el “chancho gente” con su padre si lo encontrara? ¿Quién lo apoyaba en esta misión? ¿Qué hacía y por dónde andaba fuera de las siestas? Eso era parte del misterio y de la imaginación de cada uno, que sostenía que la suya era la única verdadera y no contaminada versión… La historia nos atrapaba durante horas y fue la preferida del último verano.
Este contacto con lo extraño y a veces terrorífico tenía su límite, pasado el cual, salíamos corriendo de la cueva para llegar adonde no rondaran seres oscuros.
Aunque cuando la tarde terminaba de caer, no podíamos dejar de mirar hacia el molino y podíamos notar desde lejos que un estremecimiento se extendía por todo ese lugar.
Que se sepa, nadie fue capaz de acercarse a la salamanca durante las noches, mucho menos en las de luna porque, ya lo decía la zamba, “en las noches de luna se suele sentir, a Mandinga y los diablos cantar”. Y eso era demasiado.
LA NACION