03 Dec La democracia, ese arte de ponerse en la piel del otro
Magris y Vargas Llosa conversaron en la Biblioteca Nacional del Perú sobre “Novela, cultura y sociedad”, entrevistados por Enrique Planas e invitados por el Instituto Italiano de Cultura de Lima en diciembre de 2009. En muchos aspectos, su visión fue premonitoria.
-Claudio Magris ha reflexionado y cuestionado el fenómeno que él llama la “política pop”, un modelo populista que parece extenderse en toda Europa, no solamente en Italia. Esta crisis de valores, para Vargas Llosa, ¿recorre de alguna forma las crisis de las democracias en América Latina?
Mario Vargas Llosa: -Las democracias, tanto en los países desarrollados como en los países en vías de desarrollo, enfrentan problemas idénticos: la corrupción, por ejemplo, que contribuye tanto al desprestigio de las instituciones democráticas, está muy presente en el Tercer Mundo, desde luego, pero en el Primer Mundo constantemente vemos aparecer el feo rostro de los tráficos, del poder como un instrumento de enriquecimiento. Eso por supuesto provoca una enorme desilusión en la democracia y se advierte en el ausentismo electoral, tan grande en los países desarrollados -por lo general bastante mayor que en los países del Tercer Mundo-, la falta de nuevas ideas, el hecho de que la democracia atraiga poco a los mejores y mucho a los mediocres.
Ese problema se vive del mismo modo en las democracias desarrolladas y en las democracias subdesarrolladas. Las mejores inteligencias, los mejores creadores no se sienten atraídos por la política. Al contrario, la rechazan y eso empobrece a la política, y si la política se llena de mediocres entonces se vuelve muy mediocre. Ése es un problema que compartimos las democracias del mundo subdesarrollado y el Primer Mundo. Al mismo tiempo, la democracia sigue siendo el mejor de los sistemas o el menos malo de todos los sistemas políticos. Eso lo vemos sobre todo por la manera como los países que no tienen democracia envidian y sueñan con tener ese sistema que a nosotros nos parece tan mediocre y corrompido, porque aquello que se vive en un país como Cuba o en un país como Corea del Norte es infinitamente peor que estas mediocres democracias que tenemos.
¿Qué hay que hacer? Lo que hay que hacer es no jugar al avestruz, no volver la espalda a la política, entrar en ella aunque sea tapándose la nariz, convencer a la sociedad de que hay que participar en política si queremos que la política no sea esa cosa pobre y mediocre que es hoy día, y convencer sobre todo a los jóvenes de que en política se puede ser creativos, generosos, solidarios, se puede ser probo, y que la política puede ser también una hermosa aventura, que no se vive en la ficción sino en la realidad. Qué cosa más hermosa que construir una sociedad libre, próspera, donde se conviva en la diversidad, que vaya dejando atrás los horrores de la ignorancia, de la pobreza, de la explotación, de la marginación. ¡Qué maravilla construir en la vida real algo tan hermoso como una gran novela! Eso es por lo que hay que luchar si queremos que las democracias no sigan desfalleciendo. Porque si siguen esa curva negativa lo que nos espera al final ya sabemos qué es: alguna forma de sistema dictatorial en el que por lo menos eso que la mediocre democracia sí nos garantiza, que es la libertad -un espacio para vivir sin sentirse asfixiados-, lo vamos a perder
-Un hecho que Magris reconoce en Berlusconi es que, más allá de su pensamiento “rústico”, ha puesto en cuestión un conflicto que la oposición y la izquierda no han llegado a entender, y es justamente el comprender la crisis de los valores de la sociedad que él actualmente dirige, lastimosamente. ¿Qué es aquello que no ha llegado a entender la oposición?
Claudio Magris: -En Italia -y creo, temo no sólo en Italia- ha cambiado una sintaxis de la política, un estilo; ha cambiado el modo de hacer política, han cambiado las clases sociales, algunos valores fundamentales han decaído y han cambiado incluso algunas normas civiles de comportamiento; valores y normas que creíamos que no podrían decaer. Se trata de un proceso negativo que debe ser combatido, pero que en primer lugar debe ser entendido, justamente para combatirlo, y que no debemos subestimar o simplemente despreciar. Esta política pop nos tomó por sorpresa a nosotros, que la vemos como una cosa grave, cada vez más indecente, especialmente en Italia; pero justamente el que nos haya tomado por sorpresa, no haber comprendido esta transformación, es culpa nuestra y la razón principal de nuestras derrotas.
La oposición al “berlusconismo” -oposición que comparto con pasión y que intento, con mis medios y mis posibilidades, conducir con dureza- ha sido (y temo sea en parte aún) floja; no es suficiente deplorar o condenar lo que sucede, sino que, para que no suceda más, es necesario entender por qué un fenómeno ha podido suceder. Una victoria electoral de una parte política puede gustar o no gustar, pero es necesario entender -sobre todo si se lo considera un mal- por qué una mayoría de ciudadanos ha podido determinar esta victoria. No es suficiente cerrarse en un rechazo aristocrático respecto a quienes han votado de cierta manera. Han cambiado las reglas del juego -también las elementales del buen sentido y del buen gusto- y hay quien, desgraciadamente, lo advirtió antes que nosotros y se aprovechó de ello.
-A esta situación en Italia y en otros países de Europa se suman también las tensiones entre Oriente y Occidente. En Europa se vive cotidianamente el tema de la inmigración. Una inmigración que muchas veces en lugar de generar un enriquecimiento en la sociedad anfitriona ha creado guetos marcados por la miseria. Los inmigrantes son incluso quienes construyen esos guetos. ¿Cómo resuelve una sociedad abierta el miedo y la creciente xenofobia?, ¿cuál es la problemática que debe afrontar una sociedad abierta?
Claudio Magris: -Ésta es la pregunta de los cien millones, porque afecta a lo que es tal vez el problema político y ético-político mundial de hoy. En uno de sus últimos discursos, hace años, un notable político italiano, Beniamino Andreatta, poco tiempo después vencido por la enfermedad, puso de manifiesto que hoy está sucediendo a escala casi mundial algo parecido a lo que sucedió en la Grecia del siglo V a. C., cuando la crisis de las realidades inmediatas que conferían identidad al individuo (la familia, el clan, la tribu) y el surgir de la polis, de la democracia griega con sus relaciones abstractas -así como son también abstractas, “frías”, las relaciones entre los ciudadanos, a diferencia de las relaciones “cálidas” entre los miembros de una familia o de un grupo de amigos-, habían provocado una profunda desorientación en el alma de los griegos. Esta crisis, esta pérdida de identidad había turbado el espíritu griego, pero éste reaccionó a esa crisis con la tragedia griega; las historias de Edipo y de Orestes -que asesina a su madre, escindiendo estos vínculos inmediatos y siendo absuelto por este crimen, aunque sea con fórmula dubitativa y por un solo voto- son la expresión de esa crisis y de su difícil, dramática y a veces incluso trágica pero luminosa superación.
También hoy vivimos, a escala planetaria, un peligroso y en sí falso choque entre valores cálidos y valores fríos. En la vida personal -amores, amistades, afectos, pasiones- prevalecen obviamente los valores cálidos; yo no puedo amar a todos mis conciudadanos como amo a mis amigos y la vista del mar me llega al corazón mucho más que el sufragio universal o el resultado de las elecciones. Pero muchas veces el pensamiento reaccionario ha visto falsa y torpemente en la democracia, con sus valores fríos -el derecho al voto, los elementales derechos reservados a cada uno, etcétera-, la negación abstracta e intelectualista, ideológica, de los valores cálidos. Y, al contrario, son justamente los valores fríos de la democracia aquellos por los que nos entusiasmamos mucho menos que por nuestros valores cálidos personales, los que le permiten a cada uno, individuo o pueblo o comunidad, cultivar sus propios valores cálidos. No puedo amar a los compañeros de escuela de personas que no conozco como a los míos, pero sé que a cada uno de ellos le sucede lo mismo conmigo.
Ésta no es la base de una fría legalidad, sino la premisa para poder vivir cálidamente la propia vida. La democracia, en este sentido, es poética, y pariente del arte porque es la capacidad de ponerse en la piel del otro, de ciudadanos desconocidos, como en la piel de Anna Karénina.
Hoy la civilización está bajo la amenaza de dos peligros, Escila y Caribdis. Por un lado el peligro y el miedo de la globalización, o bien de una supresión y una nivelación de todas las diversidades, de todas las identidades; por el otro, como reacción a este miedo, una regresiva fièvre identitaire, un cierre visceral, agresivo y autodestructivo, en la propia peculiaridad, en la propia diversidad vivida no como realización concreta del universal humano, sino como diversidad absoluta y salvaje. Predrag Matvejevic ha escrito que la particularidad no es aún un valor; no es un valor ser italianos o peruanos, hombres o mujeres, católicos o protestantes o agnósticos; la particularidad de cada uno de nosotros es la premisa para poder realizar, con ella, un valor. También el patriotismo, la identidad nacional, ha escrito Mario Vargas Llosa, son valores, pero valores segundos respecto a los valores universales humanos.
La cultura regresiva de la diversidad y del localismo ofende, alzando furiosamente el puente levadizo no sólo a las unidades más grandes que la comprenden, sino también, y diría que en primer lugar, a sí misma. Si para mí el mundo se iniciase en la periferia de Trieste por un lado y terminase en la periferia opuesta, no sólo perdería el mundo, sino que perdería también el significado y el sentido mismo de Trieste, de su peculiaridad como imagen concreta del mundo. Cuando los niños juegan en un patio pequeño, en ese pequeño patio conocen el mundo, la aventura, el viento, la carrera, los océanos que imaginan, y es ésta la verdadera identidad particular, vivida como apertura hacia el mundo. Dante ya dijo todo esto en una sola frase de De vulgari eloquentia, cuando decía que de tanto beber el agua del río Arno había aprendido a amar fuertemente Florencia, pero agregaba que nuestra patria es el mundo, como para los peces el mar. Ambas aguas son necesarias, porque sin la concreta peculiaridad del Arno el mar se convierte en una abstracción, como quien amase a la humanidad sin amar a ningún hombre, lo que impide cualquier amor.
No tenemos sólo una, sino muchas identidades; de la identidad deberíamos hablar solamente en plural, tenemos de hecho muchas: la nacional, la regional, la religiosa, la política, la sexual y otras más. La identidad política, por ejemplo, puede ser incluso más importante que la nacional; yo me siento más cercano a un liberal de Uruguay que a un fascista italiano, por ejemplo. Además, ha escrito Roberto Toscano, las identidades no pueden nunca ser fotografiadas, es decir, definidas, sino que deberían ser siempre “cinematografiadas”, porque no son estáticas sino dinámicas, se mueven, cambian y se transforman en el tiempo.
Otro gran problema de hoy -tal vez el problema- consiste en el encuentro, que tiene lugar por primera vez a escala global, entre y con culturas diferentes, que conlleva sistemas de valores diferentes. Por un lado esto implica un gran enriquecimiento, que debe ser acogido con una gran disponibilidad al diálogo, es decir a enriquecerse en el encuentro con el otro, a poner en discusión los propios valores. Por primera vez podría nacer una cultura realmente universal. Por otro lado, como observa Todorov, conlleva la necesidad de delinear algunas (pocas) fronteras bien precisas. Debemos estar dispuestos a discutir muchos de nuestros valores, en los que hemos creído ciegamente, pero es necesario establecer unos pocos precisos y esenciales valores ya no negociables que deben considerarse adquiridos para siempre, y – al menos para nosotros- absolutos. Dialogar significa ponerse en juego; si yo dialogo con alguien, significa que estoy listo para discutir con él, haciendo lo posible para cambiar sus opiniones y convencerlo de las mías, pero dispuesto, si al final sus argumentos me resultan más convincentes, a dejarme convencer. Es decir que se dialoga realmente si, aun amando y defendiendo apasionadamente las propias ideas, no se ha decidido a priori tener razón; por lo tanto se puede dialogar y discutir defendiendo una economía más orientada hacia el liberalismo o el dirigismo, se pueden e incluso se deben poner en discusión muchas cosas también en el plano moral, muchas costumbres y tradiciones.
Hay sin embargo ciertas cosas respecto a las cuales es necesario trazar fronteras. Si me piden que discuta con alguien si es lícito o no matar a un niño, respondo que no estoy dispuesto a discutir; ya he decidido que no se puede matar a un niño. En este caso el diálogo está cerrado y la frontera bloqueada. En el diálogo entre culturas diferentes, que nos enriquecen y nos abren hacia tantas realidades, no es posible discutir sobre algunos valores que consideramos definitivamente adquiridos, como por ejemplo la paridad de derechos independientemente de la pertenencia étnica, sexual, religiosa o nacional. De estos principios ya no se discute.
Recuerdo al primer negro que tuvo derecho a asistir a la universidad, creo que en Mississippi (o en Alabama), hace cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años. Se apellidaba Meredith. El reconocimiento de este derecho y su puesta en práctica habían ofendido profundamente no sólo a los siniestros racistas linchadores, sino a toda una cultura blanca tradicional del Sur, que se había sentido gravemente herida en la propia identidad. En ese caso era trágicamente necesario elegir entre dos valores, decidir si se debía considerar un valor más alto el respeto por esa tradición segregacionista o si, como creo, se debía considerar un valor más alto la dignidad paritaria de cada hombre. Y, por lo tanto, que era necesario defender el derecho del señor Meredith a ir a la universidad como todos. Y desgraciadamente fue necesario defender este derecho suyo también por la fuerza, con soldados enviados por el presidente de los Estados Unidos para acompañarlo a la universidad y para protegerlo.
La máxima apertura al diálogo con otros sistemas de valores debe coincidir con el sentido profundo de algunos valores que se consideran universales humanos, como las “leyes no escritas de los dioses” afirmadas por Antígona. Antes de iniciar este diálogo, hablábamos de dos episodios contradictorios que indican la problematicidad de este encuentro entre culturas y el peligro de respuestas equivocadas. Por un lado, el referéndum que prohibió los minaretes en Suiza, cierre absolutamente inaceptable e impensable, regresivo y sombrío rechazo del otro. Por otro lado, un grotesco episodio en Dinamarca, donde un texto, un relato de Andersen para la escuela, ha sido depurado de las referencias cristianas para no ofender a los musulmanes. Medida, también ésta, inaceptable y absurda; imaginemos que publicamos las poesías de Brecht sin el comunismo, las obras de Manzoni sin el catolicismo, el Corán sin Mahoma. Sería una censura terrible, peor que la quema de los libros, porque falsificar un libro es incluso peor que hacer circular un Evangelio en el que le hacemos decir a Jesucristo estupideces y crueldades antitéticas a su enseñanza. Cuántos episodios muestran lo difícil que es, como siempre en la vida y en cada relación (también en la amistad, también en el amor), conciliar la mayor apertura, la libertad de cualquier soberbia -y de cualquier insensata pretensión de pureza, ideológica o de identidad- con la firmeza precisa respecto a valores ya no negociables. En lo que concierne a la diversidad, hay una hermosa frase de un escritor que aprecio mucho, Édouard Glissant, nacido en Martinica, descendiente de antiguos esclavos, firmemente empeñado en la lucha contra cualquier marginación, pero libre de todo resentimiento visceral. Glissant ha dicho que las raíces no deben perderse en las profundidades de la oscuridad atávica de los orígenes, sino por el contrario alargarse en la superficie como ramas de una planta que se encuentran con otras ramas, como manos que se entrelazan. También ha dicho que se siente no sólo un negro descendiente de África, de donde sus antepasados fueron desarraigados por la horrible trata, sino también francés, heredero de los clásicos de la cultura francesa, y ha agregado que en su identidad hay también otras componentes de su Martinica natal, desde los antiguos indígenas a los otros inmigrantes, indios, chinos o sirios que vinieron a las Antillas a lo largo de los siglos.
También en este caso Mario Vargas Llosa tiene mucho que enseñarnos, con su polémica contra el indigenismo por un lado y contra la pretensión de ignorar o denigrar a las culturas peruanas precedentes a la llegada de los españoles por el otro. Tiene mucho que enseñarnos sobre todo con la actitud libre en relación con la propia identidad. Si es correcto decir, como lo ha hecho José Carlos Mariátegui, “peruanicemos el Perú”, es también correcto de vez en cuando tener la necesidad -como Mario escribe al inicio de El hablador- de “olvidar al Perú”. Es necesario tener esta relación libre con la propia identidad. Czeslaw Milosz, el gran poeta polaco, cuenta cómo, en un momento muy difícil para la nación polaca, su tío Oskar recordaba como si fuese deber suyo defender en aquel momento la identidad nacional amenazada, defenderla con todas las fuerzas, pero sin jamás permitir que ésta se convirtiera en el primer valor, sin olvidar que hay otros valores universales humanos superiores. También Mario Vargas Llosa ha recordado esta primacía de los valores universales sobre aquellos, aunque importantes y amados, nacionales.
Es una actitud que se encuentra en muchos textos de Mario; en la novela El hablador, por ejemplo, creo que es fascinante el solo hecho de que, al inicio, el narrador se acerque a la civilización de la Amazonia cuando se encuentra en Florencia, en Italia, es decir desde lejos, subrayando así cómo la distancia puede ser la verdadera cercanía: porque la cercanía no es la relación visceral, sino la relación libre, no idólatra. Me parece también genial, siempre bajo este perfil, el hecho de que, al final, en el libro, el intelectual judío se reconozca en la cultura indígena, y que sea el hablador quien le haga notar todas las profundas diferencias. Es éste el verdadero diálogo, fundado en el reconocimiento de diversidades que, permaneciendo diferentes, se encuentran, evitando toda nivelación y todo cierre.
Mario Vargas Llosa: -El problema de la inmigración hoy día en Europa ha pasado a ser el problema mayor, quizá el principal y el de más difícil solución. Es uno de esos casos típicos en el que vemos aparecer eso que Isaiah Berlin llamaba “los valores contradictorios”, valores que a nosotros nos parecen tener la misma respetabilidad, necesidad y que al mismo tiempo son incompatibles el uno con el otro. Él ponía el ejemplo de la libertad y de la igualdad. Una absoluta libertad crea desigualdad. Si uno quiere imponer la igualdad tiene que restringir la libertad, y dos valores tan profundamente atractivos y que nos parecen tan necesarios son muy difíciles de armonizar totalmente dentro de una sociedad. Europa vive hoy día con la inmigración el problema de los valores contradictorios. Por una parte los países europeos dicen “tenemos problemas, tenemos altísimos niveles de desempleo, no podemos abrir enteramente las fronteras como quería la tradición liberal, porque simplemente no caben, no hay trabajo, no hay espacio para todos los inmigrantes que quisieran venir”. Y, por otro lado, desde el punto de vista de los inmigrantes, lo que vemos detrás de ese movimiento constante y creciente del mundo subdesarrollado, sobre todo del mundo africano, subsahariano, hacia Europa es un movimiento en defensa de la supervivencia, de la vida. Son gente pobre, pobrísima, miserables que van hacia Europa para escapar del infierno de la pobreza, de la explotación más espantosa, huyendo a veces de regímenes monstruosos, de una crueldad que produce vértigo.
Cómo no reconocer a esos seres humanos el derecho a vivir. Es el derecho a la vida lo que los lleva a esas cosas enloquecidas como subirse a las pateras, donde se ahogan por millares, y tratar de entrar en condiciones trágicas a los países europeos. Ahí hay dos derechos, igualmente nobles y dignos, muy difíciles de conciliar. Por otra parte, hay un problema que no se puede escamotear con palabras de corrección política. Europa vive una psicosis que tiene una razón de ser. Hay comunidades, las comunidades islámicas, las comunidades musulmanas, que, contrariamente a lo que se creía en las sociedades abiertas, no se integran. No lo hacen porque tienen profundamente enraizadas unas creencias, unas costumbres que traen consigo y que, en lugar de debilitarse por el contagio de los valores y las instituciones modernas, europeas, se cierran, se ensimisman y prevalecen en los guetos en los que viven. Eso en Europa está creando cada vez más una verdadera paranoia.
Hay fenómenos desde luego tremendamente inquietantes, pues la presión de esas comunidades, en nombre de su identidad, en nombre de su cultura, está llevando a algunos países europeos a aceptar cosas que parecían impensables. En Francia, por ejemplo, la existencia de piscinas separadas para hombres y mujeres, porque lo piden las comunidades musulmanas. Como esas comunidades son muy fuertes en algunas regiones, han llegado a conseguir de las alcaldías que se creen piscinas separadas. Es decir, Europa renunciando a la igualdad de sexos, uno de los grandes valores democráticos, en nombre de la igualdad de civilizaciones, de la igualdad de culturas, en nombre de una corrección política profundamente antidemocrática. Es decir, grandes logros, grandes conquistas de la democracia, comienzan de pronto, en nombre de la identidad, a aceptar que las mujeres sean ciudadanos de segundo grado, que sigan aceptándose los matrimonios negociados entre las familias como ocurre en muchas sociedades africanas, sobre todo musulmanas, está ocurriendo en Europa y en varios países. Cuando yo vivía en Inglaterra hubo casos impresionantes, campañas en las que se defendía por ejemplo la ablación del clítoris ante tribunales en nombre de la cultura, en nombre de la identidad cultural, y se pedía respeto para una práctica profundamente enraizada. Eso, desde luego, tiene que provocar inquietud y alarma. Sin este contexto, no hubiera sido concebible siquiera un plebiscito para impedir que se construyan minaretes en las mezquitas en Suiza. Eso, hace veinte o treinta años, hubiera sido inimaginable. La discusión del velo, otro ejemplo. La prohibición del velo en las escuelas ha conmovido a Francia y provocado un debate de gran complejidad. Detrás de eso hay un gran temor a que la Europa democrática, la Europa liberal, de pronto, por la presión de comunidades que ya forman parte de Europa, comience a renunciar a esas grandes conquistas. Eso ha crispado el debate político y yo no veo una solución pronta y rápida.
Lo que menciona Claudio, desde luego, debería ser la política, poner un límite. Porque hay cosas a las que una sociedad democrática no puede renunciar. Una sociedad democrática no puede aceptar que las mujeres sean ciudadanos de segunda clase, no puede aceptar la ablación del clítoris, no puede aceptar que las muchachas sean vendidas por las familias. Sin embargo, eso está ocurriendo en Europa constantemente. Como el problema es muy complejo y hay muchos complejos además, desde el punto de vista cultural y desde el punto de vista ideológico, los gobiernos miran hacia atrás. O prefieren no ver ese tipo de problema porque provoca grandes querellas. Entonces, eso está creando movimientos xenófobos, atizando un racismo que viene de atrás. Por desgracia, ese problema no tiene solución inmediata. La solución a largo plazo sería reducir la inmigración no por controles o prohibiciones o murallas o persecuciones, sino porque los países originales, exportadores de seres humanos, prosperen de tal manera que puedan ofrecer trabajos y condiciones de vida dignas a sus propios ciudadanos. Pero eso es una cuestión de muy largo plazo y, por lo tanto, la inmigración va a continuar y los problemas de choque de costumbres, de culturas, y los fenómenos de xenofobia y de racismo me temo que en el futuro inmediato van a continuar.
LA NACION