30 Dec Francisco “Paco” Porrúa: se apaga una leyenda editorial de las letras latinoamericanas
Por Matías Néspolo
De ordinario la muerte de los grandes hombres suele funcionar como un paradójico punto final que es más bien un pistoletazo de salida. El arranque de un nuevo relato a lomos del mito o la leyenda. El caso de “Paco” Porrúa, del todo extraordinario, es justamente el inverso. El fundador de Minotauro fraguó su leyenda en vida y muy a su pesar, dada su auténtica modestia sin fisuras, publicando un puñado de libros imperecederos de los que se suelen citar como un mantra: Rayuela, Cien años de soledad y Crónicas marcianas, pero son muchos más, y algunos incluso de mayor popularidad, como El señor de los anillos.
De allí que su leyenda -aunque sería más correcto decir: sus libros, como sin dudas a Paco le hubiera parecido más apropiado- no surgirá de su muerte, sino que le sobrevivirá a ella por mucho tiempo. Entre otras cosas, porque ya no estará allí, discreto editor retirado, con su bastón de caña, sonrisa franca e inseparable cigarrillo, para matizarla o intentar desmontarla, restarse mérito de continuo e incomodarse ante los elogios. Francisco Porrúa falleció sobre las 21.30 horas del pasado jueves 18 de diciembre, en Barcelona, a los 92 años de edad, a causa de las complicaciones de una neumonía por la que había sido internado casi tres semanas antes en el Hospital de la Esperanza de la ciudad.
“El editor debe ser anónimo, el editor no es más que su catálogo, no cuenta más que con eso. Si el catálogo es bueno, tú eres un buen editor; si no, lo eres malo. El diario La Repubblica me llamó «don Nessuno», y yo estoy de acuerdo con eso. El editor desaparece con su muerte y no deja más que unos libros editados”, decía un convencido Porrúa no hace mucho al periodista barcelonés Xavi Ayén, que lo incluiría como testimonio de su trabajo Aquellos años del boom. García Márquez, Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo.
Y esa vocación por la invisibilidad, sumada a su humildad a prueba de aduladores con la que relativizaba sus logros, lo llevó a replegarse con discreción durante sus últimos años en su departamento del céntrico Ensanche barcelonés y a no prodigarse en absoluto. Las entrevistas que brindó Porrúa en la última década pueden contarse con los dedos de una mano. Y en todas ellas no hizo más que ratificar su sencillo y modesto credo editorial.
Lo cierto es que Porrúa tampoco era muy amigo de premios y reconocimientos. Jorge Herralde recuerda en Por orden alfabético cómo forzó su presencia en la Feria Internacional de Guadalajara de 2003 para recibir el Reconocimiento al Mérito Editorial al comunicarle apenado que no podría asistir, pero que enviaría su discurso. La respuesta de Porrúa fue más que elocuente: “Vaya, yo había pensado no ir y escribir un texto para que lo leyeras tú”. Sin embargo por entonces, y pese a su obstinado retiro, ya había tomado forma “una de las leyendas semisecretas, o directamente secretas, de la edición en lengua española”, a decir de Herralde, mientras se añejaban como un buen vino los grandes libros que había publicado.
El primero de ellos fue sin duda Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, en su propia traducción y con prólogo de Jorge Luis Borges, obra con la que inauguraría Minotauro en 1955. Nacido en Corcubión (La Coruña) en 1922, Porrúa creció en Comodoro Rivadavia al calor de autores como Jules Verne o H.G. Wells, que en cierto modo lo predestinarían a convertirse con los años en una suerte de prócer de la literatura fantástica y la ciencia ficción en lengua castellana. Y a su sello editorial, en toda una referencia internacional del género con nombres como lo de Ballard, Philip K. Dick, William Gibson, Aldiss o Ángela Carter; hasta el increíble éxito que más de veinte años después alcanzaría con la primera entrega de una trilogía, que también traduciría Porrúa, cuyos derechos en español estaban en manos de una editorial quebrada que ya no la publicaría, Fabril Editores, de Jacobo Muchnik. Se trataba de El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien. Un fenómeno que le reportaría a Porrúa cierto desahogo para vender en 2001, después de 25 años y ya establecido en Barcelona, la mítica Editorial Minotauro al Grupo Planeta.
HITOS DE UNA HISTORIA
Sin embargo, mucho antes de eso Porrúa ya había trazado -es decir, publicado- los grandes hitos de su leyenda. Si, como se suele afirmar, la implacable agente literaria Carmen Balcells fue la madre del boom latinoamericano, entonces el padre en la sombras -antes que el mítico creador del premio Biblioteca Breve Carlos Barral- fue “Paco” Porrúa.
Impresionado por su labor en Minotauro, el exiliado republicano Antonio López Llausás llevó a Porrúa a su casa editora, Sudamericana, en 1958 como asesor editorial, a través de las gestiones de su hijo Jorge López Llovet. Apenas un año después, Porrúa rompe una lanza por un joven desconocido llamado Julio Cortázar, cuyo libro anterior, Bestiario, apenas había vendido 65 ejemplares y la tirada juntaba polvo en los almacenes de Sudamericana. No se deja amedrentar y le publica Las armas secretas, que, paradójicamente, arroja números mucho más alentadores. Cosa que lo reafirma en el criterio que regirá a partir de allí toda su trayectoria: “En lo único que pienso cuando publico un libro es en la literatura”, decía Porrúa.
Para 1962 López Llausás lo nombra director literario y un año después se atreve con una obra mucho más rompedora y arriesgada que sería un éxito: Rayuela. De allí, entre otras cosas la deuda y el cariño que le profesará Cortázar al editor a quien bautizará en sus cartas como “mi paredro”. Pero la verdadera explosión del boom vendrá en 1967, de la mano de otro joven desconocido, un periodista colombiano al que Porrúa llega a través de la antología de nuevos narradores latinoamericanos Los nuestros, del crítico Luis Harss: Gabriel García Márquez. Y aquí es donde el impecable trabajo de Ayén, Aquellos años del boom, derriba falsos mitos y confirma algunos datos de la historia prosaica que no hacen más que engrandecer a Porrúa. Tan falsa es la versión de que Carlos Barral habría rechazado Cien años de soledad, que jamás llegó a leer, como cierto que Porrúa apostó a ciegas por la nueva novela de aquel autor colombiano, del que sólo había leído El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de Mamá Grande, e incluso lo apoyó para que la terminara con un talón de anticipo de 500 enviado a México DF en octubre de 1965.
En todo caso, García Márquez no sería el único gran nombre que pasaría por las manos de Porrúa al frente de Sudamericana. También lo fueron Puig, Saer, Pizarnik y Alberto Girri, entre otros, además de un autor olvidado y un tanto proscrito por su declarado peronismo como Leopoldo Marechal, del que se atrevió a recuperar su Adán Buenosayres. Para no mentar a los autores extranjeros, muchos de los cuales tradujo con toda una batería de seudónimos como Luís Domènech, Ricardo Gasseyn o Francisco Abelenda.
Y el período que abriría a partir de 1977, con su marcha definitiva a Barcelona, en el que dirigió Edhasa, una suerte de filial por entonces de Sudamericana, creando colecciones que marcarían una década como Narrativas Históricas o la serie de ciencia ficción Nebulae, ya daría para alimentar la vida de varios editores. Lo cierto es que su marcha fue en realidad un exilio o una huida forzada del horror de esos años. “Fue una reacción espontánea, la de irme, ante lo que sucedía en el país; habían desaparecido ya tres escritores y una empleada de Sudamericana, todos amigos míos, y me parecía algo horrible e insoportable”, confesaría muchos años después. Y los amigos a los que se refería eran Urondo, Conti y Miguel Ángel Bustos.
Su inveterada humildad y la discreción de sus últimos años no atemperan la leyenda de Porrúa, más bien la acrecientan. Porque si la tarea de un buen editor, como afirmó, es desaparecer detrás de su legado, los libros que dejó Porrúa a la posteridad hablan por sí solos. Los restos del editor serán incinerados el próximo domingo 21 de diciembre en el Cementerio de Montjuïc de Barcelona sin ningún tipo de funeral ni ceremonia, como fue su última voluntad.
LA NACION