28 Dec Federer, el Dios de los Dioses
Por Sebastián Torok
Roger Federer es Muhammad Ali sin guantes de boxeo. Es Michael Jordan sin la musculosa número 23 de Chicago Bulls y Juan Manuel Fangio sin la Maserati de Nürburgring 57. El suizo es Bobby Fischer sin corceles de madera y Jack Nicklaus sin palos de golf. Gran parte de la historia más valiosa del deporte la escribe Federer, un violinista con raqueta. Es el hombre que a los 33 años conserva la motivación para competir de un adolescente. Es el padre de cuatro hijos pequeños, que encandila y administra energías como nadie. Es el artista del tenis que se mueve en puntas de pie y que, cimentado en un juego de piernas coordinado y maravilloso, evitó las severas lesiones durante más de 15 temporadas. Federer es el atleta que todo lo ganó, pero que aun así se derrumba llorando sobre el polvo de ladrillo de Lille cuando finaliza su obra maestra ante el francés Richard Gasquet (6-4, 6-2 y 6-2) con un drop tan sutil como hiriente, lacrando la conquista suiza 3-1 ante Francia en la final de la Copa Davis. El único título de los grandes -el otro, quizás, es la medalla olímpica dorada en singles, aunque la consiguió en dobles- que todavía no lucía en su atiborrada vitrina de trofeos.
Federer es Diego Maradona sin la zurda ni el gol a los ingleses en México 86. Es Pelé sin las tres Copas del Mundo y Alfredo Di Stéfano sin pelota de cuero. Roger es Jonah Lomu sin el Haka y Babe Ruth sin las Grandes Ligas de béisbol. Es el mismo que, después de no presentarse en la final del Masters de Londres por problemas en la espalda, viajó en un vuelo privado a Francia, no se entrenó el lunes ni el martes, recién peloteó suavemente el miércoles durante media hora, lo volvió a hacer el día del sorteo -jueves- y el viernes, en la primera jornada y ante Gael Monfils, sufrió una de las grandes palizas de su riquísima carrera. Pero es el que no se escondió el sábado y, junto con Stan Wawrinka -la pieza de mejor rendimiento de la final- puso a Francia contra las cuerdas tras la victoria en el dobles frente a Gasquet y Julien Benneteau.
Federer es el mismo que sólo un puñado de horas antes de la final discutió con Wawrinka en el O2 londinense, luego de una frase fuera de lugar de Mirka, la mujer del ganador de 17 Grand Slam. Es también quien, en la primera aparición pública, no ocultó nada ni barrió la basura debajo de la alfombra: reconoció las diferencias y aclaró que todo se había solucionado “en cinco minutos”, cuando parecía que la ilusión por la Ensaladera se caía como un castillo de naipes. Es el líder espiritual y tenístico de un grupo que fue inteligente y que supo convertir un temblor interno en un pasajero escalofrío. Federer, el hombre que terminará el año como N° 2 soñando con regresar al 1 en 2015, es el que no jugaba sobre polvo de ladrillo desde Roland Garros, que pasó del cemento a la superficie lenta y se adaptó. Es el que, en medio del rugido del público local en el estadio Pierre Mauroy, recibió caricias y aplausos después de sacudir al timorato Gasquet en el punto final, reemplazante de Jo-Wilfried Tsonga, primera raqueta francesa, lesionado en un brazo.
Federer es Miguel Indurain sin bicicleta. Es Usain Bolt sin rayos y Michael Phelps sin piscina ni medallas olímpicas. “Hace 15 años que juego esta competencia y nunca había estado tan cerca. Estoy contento por el equipo. Es histórico, un día increíble para el deporte en un país pequeño como Suiza”, confesó Federer. “Roger, te sigo amando”, le dijo Wawrinka, chispeante, a su lado en la rueda de prensa final. El sentimiento de Wawrinka es el mismo de la mayoría. Federer es pieza fundamental de una época de oro, artesano en el Olimpo del deporte. El Dios de los Dioses. Produce melancolía pensar que algún día ya no jugará.
LA NACION