En la era de las redes sociales, todos son artistas y espectadores

En la era de las redes sociales, todos son artistas y espectadores

Por Pablo Gianera
El sueño de las vanguardias históricas de reconciliar el arte con la vida se produjo tarde y con la colaboración invalorable de una tecnología impensada en su momento: Internet. Es claro que, en la contemporaneidad, la vieja distinción entre artistas y espectadores, que parecía entonces tan clara, se ha vuelto problemática y borrosa. Todos somos espectadores y, en cierto modo, todos somos artistas, y lo somos principalmente por el modo en que decidimos mostrarnos y exhibirnos en las redes sociales. El diseño lo ha ocupado todo y los individuos se han vuelto obras de arte producidas por ellos mismos. La distinción entre público y privado se torna también un expediente irrelevante.
En el libro Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, que acaba de publicar en la Argentina Caja Negra Editora, el crítico Boris Groys hace esta constatación sin rodeos: hoy en día hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas. Esta nueva situación -la inversión entre las magnitudes y proporciones de producción y recepción- se presenta enigmática. El artista Joseph Beuys había asegurado que todo ser humano era un artista. Realizada, esa pretensión un poco utópica encierra una pregunta: la de si todo es arte, si incluso nosotros mismos lo somos y el arte se desprofesionaliza, cuál es el que lugar que queda para el arte tal como lo conocíamos.
“Hay todavía un lugar para el arte profesional -dice Groys a LA NACION-. Existen instituciones y un mercado de arte que les ofrecen a los artistas la posibilidad de vivir de lo que hacen. Sin embargo, se volvió ahora muy fácil sacar fotos y realizar videos, y ponerlos a disposición de una audiencia global. Lo mismo vale para los textos literarios: cualquiera puede subirlos a Internet. No hace falta ni una preparación profesional ni una posición institucional. Lo que podría decir entonces es que el arte profesional sobrevive, pero su importancia y su relevancia social disminuyen. Los artistas profesionales producen actualmente una mínima parte de las imágenes y los textos que circulan. Es claro que algunas obras de arte se venden por muchísimo dinero en subastas y ferias, pero este negocio no afecta realmente a la cultura. Es sólo un puñado de gente rica.”
Las discusiones de Groys no son solamente estéticas; es más: propone desarrollar una especie de “antiestética” e incluso prescindir sin más de esa palabra y sustituirla por “poética” no en un sentido normativo, sino etimológico: la “producción” que está en la raíz griega de poiesis reflejaría más acertadamente según él la orientación a la producción del panorama contemporáneo.
La figura del curador no es ajena a esta cuestión. Por el contrario, podría entenderse que su función se generalizó más allá del coto del arte en la medida en que cada uno devino en curador de sí mismo. “Incluso los artistas se producen a sí mismos -confirma el alemán-. No hay ya demasiada diferencia entre artista y curador. El artista puede producir también una instalación, y eso significa que actúa como un curador. Pero el artista puede vender las obras de arte en el mercado del arte, y un curador no puede vender una muestra privadamente de esa misma manera. De modo que aquí, una vez más, la diferencia es económica: un artista exitoso puede ganar más dinero que un curador exitoso. Y el artista no necesita la posición institucional que necesita el curador.”

LA DESTRUCCIÓN DE LA GRAMÁTICA
En el diseño de sí mismo que parece típico de esta época, Facebook y Twitter cumplen una función decisiva: en ellas los individuos se moldean a sí mismos. Ambas redes cumplen además las ilusiones de la neovanguardia de la década de 1960, en el sentido justamente en que las planteaba Beuys. “En este punto no hay grandes diferencias entre Facebook, Twitter e Instagram: los personajes públicos usan todos esos medios de diseño de sí. Es verdad que Facebook y las otras redes sociales cumplieron esos sueños neovanguardistas. Borraron los límites tradicionales entre lo privado y lo público, entre el arte y la vida cotidiana. Pero, como siempre pasa, la efectivización de los sueños es su traición, el cumplimiento de una utopía es distópico. La neovanguardia de los sesenta intentó escapar del control institucional, político y social. Y las redes sociales contemporáneas son la encarnación de ese control, lugar de supervivencia política y comercial.”
Las utopías pueden cumplirse de la peor manera también en el territorio aparentemente neutral, que todo lo iguala, de Google. En Crepúsculo de los ídolos, Friedrich Nietzsche había insistido una vez más en su tópico favorito de la “muerte de Dios”, pero señalaba también: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”. Para Groys, esa fe que resistía en la gramática encontró su final. “Google es una enorme maquinaria creada para destruir la gramática, y lo hace de modo muy eficiente -explica-. Define la pregunta legítima como una pregunta acerca del sentido de una sola palabra.”
A partir de ahí, el buscador identifica la respuesta legítima a esa pregunta como un dispositivo de todos los contextos en los que esa palabra aparece. “Opera mediante palabras liberadas de la sujeción a las reglas usuales del lenguaje: la gramática. Google me recuerda la práctica medieval de hacer un compendio de opiniones de los antiguos sobre algunos temas determinados: lo que pensaban sobre las plantas, los pájaros, las estrellas. Definimos esa época como oscurantismo. El Renacimiento inició el hábito de leer completos los textos de los antiguos. Ahora vivimos en un nuevo oscurantismo, el de Google.”
LA NACION