El retorno que no pudo ser

El retorno que no pudo ser

Por Ricardo Gotta
Inspiró a fondo. Por su cabeza rebotaron mil reacciones. No más de segundo y medio. El silencio incendió la cabina del avión, hasta que la voz gruesa y ajada, acompañó el odio de esos ojos impertérritos: “¿A quién se debe la orden?”. ¿Quién se animaba a oponérsele? Sintió en ese preciso instante, un viso de desasosiego, la presencia del fracaso. Fue el puñal de convencimiento, pero lo dirigió con la capacidad con que la experiencia le hacía digerir los malos tragos. No era tensión. Era disgusto extremo. No era contrariedad. Era furia.
“Al presidente de Brasil”, fue la repuesta temblorosa, concisa y concreta del jefe de protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, João Lampreia Gracie, a quien acompañaba un oficial de marcado acento inglés. El funcionario debió tomar impulso para solicitar, con “el mayor de los respetos”, que el ilustre viajero descienda de la aeronave, para ser trasladado a la zona militar del aeropuerto. Juan Domingo Perón se negó: “Soy pasajero en tránsito y me protege el derecho internacional. Nadie puede esgrimir el derecho a obligarme a descender de este avión. Que por otra parte es territorio español.”
1964. Un mundo políticamente bipolar, la psicodelia y la música de The Beatles. Juan Domingo Perón, a los 69, llevaba nueve años de exilio, cuatro de ellos en la España franquista. En su condición de asilado político estaba impedido de pronunciar discursos públicos, y se conectaba, desde su bunker, la Quinta 17 de Octubre del barrio madrileño Puerta de Hierro, con su base por medio de delegados que trasladaban su palabra a dirigentes, militantes y círculos influyentes, mediante cintas grabadas. Hasta se editaban discos de vinilo con sus directivas. Tras esos nueve años de prescripción, el peronismo intentaba reorganizarse desde la esfera gremial y se enfrentaba al gobierno radical de Arturo Humberto Illia, quien ejerció el cargo de presidente desde el 12 de octubre de 1963 –tras ganar con el 25% de los votos, el mismo volumen de los votos en blanco– hasta el golpe del 28 de junio de 1966. Eran años de gorilaje extremo. No a Perón, no al peronismo, no a la devolución del cadáver de Evita
Se imponía el regreso del líder para intentar quebrar la fuerte tendencia antiperonista de las FF AA, y fundamentalmente para retomar el control del movimiento. Era complejo sostener la cohesión de un abanico justicialista siempre muy amplio. Como decía el propio General, “el peronismo es lo más heterodoxo que hay: cabe de todo”. Se imponía, entonces el Operativo Retorno.
Augusto Timoteo Vandor estuvo en agosto en Madrid y se esperaba que él anunciara la fecha del regreso. El Lobo, esencialmente pragmático, acumulaba poder desde su puesto de secretario general de la UOM. Era el único dirigente que a se atrevía a definir una estrategia propia y en la intimidad sugería la posibilidad de un “peronismo sin Perón”. Chocaba con el textil Andrés Framini, quien había participado de las jornadas históricas del ’45: fue candidato a gobernador bonaerense en el ’62 con la sigla de la Unión Popular, como ardid ante la proscripción del peronismo. Como triunfó con contundencia, esas compulsas fueron anuladas, poco antes del derrocamiento del presidente Arturo Frondizi. Lo sostenían las 62 Organizaciones “De pie junto a Perón” y la CGT de José Alonso que preparó un plan de lucha que incluía toma de fábricas en mayo del ’64: lo imaginaba como un caldo de cultivo para el regreso de El Pocho. Además, según el propio Perón explicaría tiempo después: “Llegaron a Madrid noticias de que podría producirse en Argentina un movimiento militar. Pensé que en esas circunstancias –y en todas, conociendo la médula de los gobierno militares– era lo peor que podía pasarle al país (…) Yo estaba decidido a trasladarme a la Argentina: allá tenía un movimiento con el que podía apoyar al gobierno. Porque el gobierno de Illia era sólo a medias constitucional, pero mejor que una dictadura.”
En abril de ese año, en Brasil, un golpe de Estado frenó al gobierno progresista y reformista de João Jango Goulart. Eclesiásticos y políticos se aliaron a la élite económica y a los militares: contaban con el apoyo del gobierno norteamericano del demócrata Lyndon Baines Johnson. Un frente muy heterogéneo. El titular de la cámara de diputados, Ranieri Mazzilli heredó la presidencia con las manos atadas. Por su lado, Luis Giannattasio Finocchietti, un ingeniero civil montevideano del partido Blanco había sido electo en marzo como presidente del Consejo Nacional de Gobierno, que conducía al Uruguay, también con gran influencia militar y de la Iglesia. En esta margen del Río de la Plata los rumores estaban a la orden del día. Incluso, uno fuertísimo aseguraba que Perón había abandonado Madrid rumbo a Lisboa y que desde allí se embarcó hacia Lima, donde lo esperaba un “avión negro”.
La Casa Rosada reaccionó con un gran operativo de seguridad. En octubre otro episodio agitaría el ambiente político: la visita al país del presidente de Francia, Charles De Gaulle. La dirigencia peronista consideró la llegada del héroe de la Resistencia durante la Segunda Guerra, de excelente relación con Perón, como la antesala del regreso del Líder. Lo recibió con consignas como “De Gaulle-Perón, un solo corazón” o “De Gaulle-Perón-Tercera posición”.

EN EL AIRE. Illia optó por intentar restarle crédito a los rumores. Declaró sobre el posible retorno: “Es una cuestión del señor Perón”. Pero los militares advirtieron que lo no tolerarían: en eso coincidían los “azules” y los “colorados”, las dos facciones en que se dividía el Ejército. Buena parte de la prensa argentina no mencionaba el nombre Perón y cuando se refería a él le decía “el tirano prófugo” o el “dictador depuesto”.
Perón salió de la quinta de incógnito. La sonrisa del General irrumpió en el aeropuerto de Barajas, en Madrid. De inmediato lo supieron en Buenos Aires. El vuelo 991 de Avianca partió a la 1,45, de España, del 2 de diciembre de 1964, con destino Ezeiza, escala en Río de Janeiro. Lo acompañaban Augusto Vandor, Andrés Framini, Delia Deglioumini Parodi, Carlos Lascano y Alberto Iturbe. El empresario Jorge Antonio se hizo cargo de los pasajes e integraba la delegación. Contó que cuando estaban a 9800 metros de altura, Perón, excitado, pidió champagne y brindó por que el retorno “aliente el reencuentro definitivo de todos los argentinos”.
La noticia llegó al presidente Illia recién a las 4 de la madrugada. Lo despertó un llamado telefónico. “Señor, nuestro embajador en Madrid acaba de informar que Juan Perón se halla en vuelo hacia la Argentina en un avión de Iberia”. Miguel Ángel Zavala Ortiz, quien había participado en el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955, y en 1964 estaba a cargo del Ministerio de Relaciones Exteriores argentino. Él mismo admitiría que fue quien entabló las negociaciones con sus pares brasileños, por directivas presidenciales, aunque Ricardo Illia, secretario privado del presidente, se esforzó en desmentir que su hermano hubiese tenido algo que ver en la maniobra.

EL MAYORDOMO. Llegó a principio de noviembre. Unos 20 días antes de día previsto para el “Operativo Regreso”. El viento chilló desde la calle cuando empujó la puerta grande de vidrio. El mayordomo se presentó en el hall del hotel London y le señalaron al hombre de bigotes negros que tomaba un café y fumaba en la confitería, solitario, mirando hacia la playa por el amplio ventanal. Sólo llevaba un pequeño valijín. Pepe García –sindicalista de la carne, viejo protegido de Eva Perón, dos veces intendente de Avellaneda– fisgoneó al mayordomo tras arrojar el cigarrillo sobre la borra del pequeño pocillo. ¿Trajo algo? El mayordomo apoyó el valijín sobre la mesa y con suma parsimonia, descubrió dos pistolas 45 y municiones “dum-dum”. A los pocos segundos, con la misma delicadeza colocó la franela sobre las armas y cerró la pequeña valija. Lo llevaron a la casona de Punta del Este que prepararía para Perón. La que el General nunca habitaría.
Contra la presunción de quienes especulaban que Asunción podía ser el destino final del pasajero del vuelo 991 si no lo dejaban llegar a Buenos Aires, el ultrasecreto “Operativo Montevideo” le intentaría liberar el acceso al Uruguay para que se alojara en Punta del Este. Incluso ese podría ser su alojamiento alternativo, si su eventual estada en Argentina provocaba una tensión inmanejable, que aconsejara su salida.
A las 5 de la mañana del mismo 2 de diciembre, en una de las habitaciones del hotel London, uno de los encargados del operativo, entregó a su acompañante un bolso con armas y proyectiles. “Te espero en Carrasco”. Poco después, la salida del sol presagiaba un espléndido día en la acogedora y tranquila Montevideo. A las 7, en distintos puntos de la ciudad, se pusieron en marcha 16 automóviles cargados de militantes y de armas. A las 8 comenzó la “ocupación” del aeropuerto. La leyenda dice que tres aviones sobrevolaron Carrasco, en reconocimiento, que uno de ellos aterrizó y que de él descendió el jefe del operativo, Armando Cabo, lugarteniente de Vandor, junto a los gremialistas Izzeta, Coria, el diputado Ruperto Godoy, y el presidente de Ferrocarriles Uruguayos, Juan Carlos Furest.
En la casa de gobierno uruguaya, la noticia cayó como una bomba. Hubo alerta máxima en las Fuerzas Armadas. Pero la intervención de los ministros de Interior, Felipe Gil, y de Defensa, Pablo C. Moratorio fue inmediata. Desde Buenos Aires, les aseguraron taxativamente que Perón jamás llegaría a Montevideo.

NO PASARÁ. A las 9:45 el Douglas DC8 tocó tierra carioca, en el Aeropuerto El Galeão. En su fuero íntimo Perón sintió en ese momento que, justamente, no sería el momento. Le advirtieron que mirara por la ventanilla: el ejército rodeaba el avión. Vandor estaba sereno. Si Perón retornaba, sería su obra. Si no llegaba, él se haría cargo de la conducción del movimiento.
Al rato, Lampreia tendría su primer cruce con el General, que se mantenía inconmovible en su asiento. Fue y vino varias veces. Hasta que lo miró fijo y le lanzó la amenaza que haría remolcar al avión hasta jurisdicción militar. Allí sí podría detenerlo. Perón decidió bajar.
Durante unas diez horas permanecieron en el hall del Casino de oficiales. Los 40° de Río de Janeiro hacían irrespirable el aire. “De los reaccionarios de este gobierno no quiero ni un vaso de agua”, contestó el general cuando le ofrecieron un refrigerio. A las 23:57 subió las escalerillas que lo depositaron en la aeronave que lo devolvió a Madrid. Apenas minutos después la cancillería brasileña dio a conocer un
comunicado oficial: “En atención a un pedido argentino y dentro del más alto espíritu de colaboración y amistad existente entre los dos países, el gobierno brasileño convino en detener en Río de Janeiro el viaje que el señor Juan Domingo Perón realizaba en un avión de Iberia”.
Al mediodía siguiente, el Reporter Esso, en Canal 11, le brindó un flash al tema. Clarín lo puso en su tapa, en una pequeña ventana, ese mismo jueves 3. El sábado 5 a las 17:30, desde el aeropuerto de Carrasco, Pepe García, Armando Cabo y algunos de sus muchachos retornaron a Buenos Aires. El martes 15, el General estaba recluido en su quinta madrileña y cuidaba a sus caniches. Al pie de la pirámide de la Plaza de Mayo, apareció un avión negro, de madera terciada, de casi dos metros de largo, con inscripciones alusivas al regreso: “Hay que luchar, porque sin lucha no hay retorno”. Lo firmaba la JP. Un recuadro de tapa en Crónica dio cuenta que efectivos de la custodia de la plaza, retiraron el avión, lo destrozaron y “se llevaron presos sus restos”.
Un mes después, Perón reflexionaba en una cena íntima: “En Argentina no pasó nada, no hubo resistencia, no hubo huelga, no hubo movilización, no hubo nada.” Al mismo tiempo John William Cooke sostenía: “La presión yanqui funcionó aceitada y orgánicamente”. Para el General, no obstante el viaje frustrado significó una reafirmación de su autoridad: había demostrado su voluntad de ejercer su jefatura. Los principales historiadores coincidieron, años después, en que si Perón hubiera vuelto al país se habría ahorrado muchísima sangre. Incluso José Pablo Feimann llegó a afirmar: “Si Perón volvía en el ’64, no habría habido guerrilla, ni tantos muertos. Es cierto también que hubiera ganado la presidencia y los milicos se hubieran vuelto locos.”
Perón debería aguardar otros ocho años para concretar su regreso. Pero esa es otra historia.
TIEMPO ARGENTINO