Una mirada profunda para pensar una educación más justa y democrática

Una mirada profunda para pensar una educación más justa y democrática

Extracto Pedagogía de la indignación, el último libro que escribió en vida el gran educador brasileño Paulo Freire, donde toca temas como la enseñanza frente al avance de lo digital, la educación ecologista, la pedagogía en las favelas y el Movimiento Sin Tierra en Brasil, entre otros.

Por Paulo Freire
Hacía algún tiempo me inquietaba una idea: escribir unas cartas pedagógicas en estilo ligero cuya lectura pudiera interesar tanto a los padres y madres jóvenes como, tal vez, a los hijos e hijas adolescentes, o profesoras y profesores que, llevados a reflexionar por los desafíos de su práctica docente, encontraran en ellas elementos que pudieran ayudarlos a elaborar respuestas. Cartas pedagógicas en las que tratara problemas, evidentes u ocultos, propios de las relaciones de padres y docentes con hijas e hijos o alumnas y alumnos en la vida cotidiana. Problemas que no siempre han existido para el joven padre o la joven madre o el joven profesor o profesora en su experiencia reciente como adolescentes o que, si existieron, recibieron un tratamiento diferente. Vivimos un tiempo de transformaciones cada vez más radicales en los centros urbanos más dinámicos. A los 70 años nos sorprendemos vistiéndonos como no lo habíamos hecho a los 40. Es como si hoy fuéramos más jóvenes que ayer. De ahí que una de las cualidades que necesitamos forjar con más urgencia en nosotros en estos tiempos que corren –y sin la cual difícilmente podamos, por un lado, estar mínimamente a la altura de nuestro tiempo, y por otro, comprender a los adolescentes y jóvenes– es la capacidad crítica, nunca “adormecida”, siempre atenta a la comprensión de lo nuevo.
Vale decir, de lo inusitado que, aunque a veces nos espante e incluso nos incomode, no puede ser considerado, sólo por eso, un desvalor. Capacidad crítica de la que resulta un saber tan fundamental como evidente: no hay cultura ni historia inmóviles. La transformación es una constatación natural de la cultura y de la historia. Lo que ocurre es que hay etapas en las culturas en las que los cambios se producen de manera acelerada.
Es lo que comprobamos hoy en día. Las revoluciones tecnológicas acortan el tiempo entre un cambio y otro. El bisnieto de fines del siglo pasado repetía, a grandes rasgos, las formas culturales de valorar, de expresar el mundo, de hablar, propias de su bisabuelo. Hoy, en una misma familia, en las sociedades más complejas, el hijo más pequeño no repite al hermano mayor, lo que dificulta las relaciones entre padres, madres, hijas e hijos.
No habría cultura ni historia sin innovación, sin creatividad, sin curiosidad, sin libertad ejercida o sin libertad por la que luchar cuando es negada. No habría cultura ni historia sin riesgo, asumido o no, es decir, riesgo del que tenga mayor o menor conciencia el sujeto que lo corre. Puedo no saber qué riesgos corro ahora, pero sé que, como presencia en el mundo, estoy en peligro. El riesgo es un ingrediente necesario para la movilidad, sin la cual no hay cultura ni historia. De ahí la importancia de una educación que, en lugar de intentar negar el riesgo, incite a hombres y mujeres a asumirlo.
Asumiendo el riesgo, su carácter inevitable, me preparo o me vuelvo apto para asumir este riesgo, que ahora me desafía y al que debo responder de inmediato. Es fundamental que sepa que no hay existencia humana sin riesgo, de mayor o menor peligro. Como objetividad, el riesgo implica la subjetividad de quien lo corre.
En este sentido, primero, debo saber que la condición misma de existentes nos somete a riesgos; segundo, debo ir conociendo y reconociendo con lucidez el riesgo que corro o que puedo llegar a correr para poder desempeñarme eficazmente en mi relación con él.
Sin dejarme caer en la tentación de un racionalismo agresivo en el que, mitificada, la razón lo “sabe” y lo “puede” todo, insisto en la importancia fundamental de la aprehensión crítica de la o las razones de ser de los acontecimientos en los que estamos involucrados.
Cuanto más me “acerco” al objeto que pretendo conocer, al “distanciarme etimológicamente” de él, con más eficacia funciono como sujeto cognoscente y, por eso mismo, mejor me asumo como tal. Lo que quiero decir es que, como ser humano, no debo ni puedo abdicar de la posibilidad de entender el mundo que veo constituirse, social e históricamente, en nuestra experiencia existencial cuando intervenimos en él, y, en consecuencia, de la posibilidad de entenderlo. La comprensión del mundo, tanto aprehendida como producida, y la comunicabilidad de lo comprendido son tareas del sujeto, en cuyo proceso debe volverse cada vez más crítico. Cada vez más atento a la rigurosidad metódica de su curiosidad, en su aproximación a los objetos. Rigurosidad metódica de su curiosidad de la que va resultando una exactitud cada vez mayor en sus descubrimientos.
Si el cambio es necesario en la experiencia cultural, más allá de la cual no existimos, se nos impone intentar entenderla en su o sus razones de ser. Para aceptarla o negarla, debemos comprenderla, a sabiendas de que, si bien no somos un mero objeto suyo, ella tampoco es el resultado de decisiones voluntaristas de personas o grupos. Esto significa, sin duda, que frente a los cambios de comprensión, de comportamiento, de gusto, de negación de valores antes respetados, no alcanza con acomodarnos ni tampoco con sublevarnos de manera puramente emocional. En este sentido, una educación crítica, radical, jamás prescindirá de la percepción lúcida del cambio que, incluso, revela la presencia interviniente del ser humano en el mundo. También forma parte de esta percepción lúcida del cambio la naturaleza política e ideológica de nuestra posición frente a él, más allá de que seamos conscientes o no de ello. Tanto del cambio en proceso, en el campo de las costumbres, en el del gusto estético en general –de las artes plásticas, de la música, popular o no–, en el campo de la moral –sobre todo en el de la sexualidad, en el del lenguaje–, como del cambio históricamente necesario de las estructuras de poder de la sociedad, por más que las fuerzas retrógradas aún se nieguen a ello. Un ejemplo histórico de retroceso es la lucha perversa contra la reforma agraria, en la que los poderosos dueños de las tierras, que también quieren continuar siendo dueños de las personas, mienten y matan impunemente. Matan campesinos como si fueran bestias salvajes y hacen declaraciones de un cinismo asombroso. “No fueron nuestros guardias quienes dispararon contra los invasores, sino cazadores furtivos que merodeaban por los alrededores.” El menosprecio por la opinión pública que revela este discurso habla de la arbitrariedad de los poderosos y de lo seguros que están de su impunidad. Y esto ocurre al final del segundo milenio… Y encima se acusa a los Sin Tierra de agitadores y revoltosos porque asumen concretamente el riesgo de denunciar y anunciar. Denunciar la realidad inmoral de la posesión de la tierra entre nosotros y anunciar un país diferente. Por experiencia histórica, los Sin Tierra muy bien saben que, si no fuera por sus ocupaciones, la reforma agraria habría avanzado poco o casi nada.
En la intimidad de sus asentamientos, deben emocionarse ante la sensibilidad del poder, tan preocupado por oír y seguir el llamamiento del Papa…
Pero lo que quiero decir es lo siguiente: en la medida en que nos volvemos capaces de transformar el mundo, de dar nombre a las cosas, de percibir, de comprender, de decidir, de escoger, de valorar, en última instancia, de eticizar el mundo, nuestro movimiento en el mundo y en la historia involucra necesariamente los sueños por cuya realización luchamos. Así pues, nuestra presencia en el mundo, que implica elección y decisión, no es una presencia neutra. La capacidad de observar, de comparar, de evaluar para, una vez decidido, elegir cómo ejerceremos nuestra ciudadanía interviniendo en la vida de la ciudad, se erige entonces en una competencia fundamental. Si mi presencia en la historia no es neutra, debo asumir de la manera más crítica posible su carácter político. Si en realidad no estoy en el mundo para adaptarme a él sin chistar, sino más bien para transformarlo; si no es posible cambiarlo sin proponer algún sueño o proyecto de mundo, debo usar todas las posibilidades a mi alcance, no sólo para hablar de mi utopía, sino para participar en prácticas coherentes con ella.
En el horizonte de mi comprensión del ser humano como presencia en el mundo, me parece fundamental destacar que las mujeres y los hombres somos mucho más que seres adaptables a las condiciones objetivas en que nos encontramos. Así como nos hicimos aptos para reconocer nuestra capacidad de adaptarnos a lo concreto para actuar mejor, nos fue posible asumirnos como seres transformadores. Y precisamente desde esta condición de seres transformadores percibimos que nuestra posibilidad de adaptarnos no se agota en nosotros ni en nuestro estar en el mundo. Es porque podemos transformar el mundo que estamos con él y con otros. No habríamos superado el nivel de mera adaptación al mundo de no haber alcanzado la posibilidad de, pensando en la propia adaptación, servirnos de ella para programar la transformación. Por eso, una educación progresista nunca puede, en la casa o en la escuela, en nombre del orden y de la disciplina, castrar la dignidad del educando, su capacidad de oponerse, e imponerle un quietismo negador de su ser. Por eso, debo trabajar la unidad entre mi discurso, mi acción y la utopía que me moviliza. En este sentido, debo aprovechar cualquier oportunidad para manifestar mi compromiso con la realización de un mundo mejor, más justo, menos indecente, más sustancialmente democrático. También en este sentido es importante hacerle notar al niño que, enojado por cualquier cosa, se agita y agrede a puntapiés a los que están cerca, que existen límites reguladores de nuestra voluntad, como asimismo estimular la necesidad de autonomía o de autoafirmación de un niño tímido o cohibido.
A su vez, es preciso dejar en claro a través de discursos lúcidos y de prácticas democráticas que la voluntad sólo se vuelve auténtica en la acción de sujetos que asumen sus límites. La voluntad ilimitada es la voluntad despótica, negadora de otras voluntades y, en realidad, de sí misma. Es la voluntad ilícita de los “dueños del mundo” que, egoístas y arbitrarios, sólo se ven a sí mismos.
Me apena y me preocupa convivir con familias que experimentan la “tiranía de la libertad”, en la que los niños pueden todo: gritan, escriben en las paredes, amenazan a las visitas ante la autoridad complaciente de los padres que, encima, se creen campeones de la libertad. Sometidos al rigor sin límites de la autoridad arbitraria, los niños se encuentran con fuertes obstáculos para aprender a decidir, a elegir, a manifestar algún tipo de ruptura. ¿Cómo pueden aprender a decidir si se les prohíbe decir una palabra, indagar, comparar? ¿Cómo aprender la democracia en medio del desenfreno en el que, sin ningún límite, la libertad hace lo que quiere, o en medio del autoritarismo en el que, sin ningún espacio, la libertad jamás se ejerce?
Estoy convencido de que ninguna educación que pretenda estar al servicio de la belleza de la presencia humana en el mundo, al servicio de la seriedad del rigor ético, de la justicia, de la firmeza de carácter, del respeto a las diferencias, comprometida en la lucha por hacer realidad el sueño de la solidaridad puede concretarse al margen de la tensa y dramática relación entre autoridad y libertad. Tensa y dramática relación en la que ambas, autoridad y libertad, viviendo plenamente sus límites y sus posibilidades, aprenden casi sin tregua a asumirse como autoridad y como libertad. Sólo cuando viven con lucidez la tensa relación existente entre ambas, descubren que no son necesariamente antagónicas.
Partiendo de este aprendizaje, las dos se comprometen, en la práctica educativa, con el sueño democrático de una autoridad respetuosa de sus límites en relación con una libertad igualmente celosa de sus límites y de sus posibilidades.
Hay algo más de lo que me he venido convenciendo en el transcurso de mi ya larga experiencia de vida, en la que mi experiencia como educador ocupa una parte importante. Cuanto más y más auténticamente hayamos vivido la tensión dialéctica en las relaciones entre autoridad y libertad, mejor nos habremos capacitado para superar razonablemente una crisis de difícil solución para quien se entrega a las exageraciones licenciosas o para quien se somete a los rigores de la autoridad despótica.
La disciplina de la voluntad, de los deseos; el bienestar que resulta de la práctica necesaria, difícil de cumplir a veces pero que no obstante debería cumplirse; el reconocimiento de que lo que hicimos era lo que teníamos que hacer, y la capacidad de sobreponernos a la tentación de la autocomplacencia nos forjan como sujetos éticos, difícilmente autoritarios o sumisos o licenciosos. Seres dispuestos, más bien, a la confrontación de situaciones límite.
La libertad que desde un comienzo ha venido aprendiendo, vivencialmente, a constituir su autoridad interna mediante la interiorización de la externa vive con plenitud sus posibilidades. Y sus posibilidades devienen de la asunción lúcida, ética, de los límites, no de la obediencia cobarde y ciega a esos límites. (…)
Qué equivocados están los padres y las madres o qué mal preparados se encuentran para el ejercicio de su paternidad y de su maternidad cuando, en nombre del respeto a la libertad de sus hijos o hijas, los dejan librados a sí mismos, a sus caprichos, a sus deseos. Qué equivocados se encuentran los padres y las madres cuando, sintiéndose culpables porque fueron –ellos creen– casi malvados al decir un no necesario al hijo, inmediatamente lo llenan de mimos que son una expresión de arrepentimiento por algo de lo que no deberían arrepentirse. El niño tiende a interpretar los mimos como una anulación de la anterior conducta restrictiva de la autoridad. Tienden a interpretar los mimos como un “discurso” de excusas que la autoridad les brinda.
La demostración permanente de afecto es necesaria, fundamental, pero no de afecto como forma de arrepentimiento. No puedo pedirle disculpas a mi hijo por haber hecho lo que en realidad tenía que hacer. Eso es tan malo como no explicar mi arrepentimiento por un error que cometí. Por eso, tampoco puedo decirle no a mi hijo por todo o por nada, un no que sólo responde a lo que a mí me viene en gana. Al decir no debo ser tan coherente como al estimular a mi hijo con un sí.
El modo autoritario y el permisivo, contradictorios entre sí, trabajan contra la formación urgente y contra el no menos urgente desarrollo de la mentalidad democrática entre nosotros. Estoy convencido de que la primera condición para aceptar o rechazar este o aquel cambio que se anuncia es estar abierto a la novedad, a lo diferente, a la innovación, a la duda. Todas ellas cualidades de la mentalidad democrática que tanto necesitamos y que encuentran un gran obstáculo en los modelos señalados.
No tengo ninguna duda de que mi principal tarea como padre, amante de la libertad pero no licencioso, celoso de mi autoridad pero no autoritario, no es manejar la preferencia partidaria, religiosa o profesional de mis hijos “guiándolos” hacia este o aquel partido o hacia esta o aquella iglesia o profesión. Por el contrario, sin ocultarles mi elección partidaria y religiosa, sólo me cabe manifestarles mi profundo amor por la libertad, mi respeto por los límites sin los cuales mi libertad se acaba, mi acatamiento de su libertad en proceso de aprendizaje para que ellos y ellas en el día de mañana puedan usarla plenamente tanto en el ámbito político como en el de la fe. Me parece fundamental, desde el punto de vista de la mentalidad democrática, no remarcar la importancia espontánea de la palabra del padre o de la madre sobre la formación de los hijos. Casi siempre lo hacemos, ya sea de forma subrepticia o notoria.
Lo ideal para mí, reconociendo esta importancia, es saber usarla, y la mejor manera de aprovechar la fuerza de mi testimonio como padre es ejercitar la libertad del hijo para gestar su autonomía. Cuanto más las hijas y los hijos vayan convirtiéndose en “seres para sí”, más capaces serán de reinventar a sus padres en lugar de limitarse a copiarlos o, a veces, furiosa y desdeñosamente negarlos.
Lo que me interesa no es que mis hijos y mis hijas nos imiten como padre y madre, sino que, reflexionando sobre nuestros pasos, den sentido a su presencia en el mundo. Dejarles ver la coherencia entre lo que digo y lo que hago, entre el sueño del que hablo y mi práctica, entre la fe que profeso y las acciones en las que me involucro es la manera auténtica de educarlos, educándome a la par de ellos y ellas, con una orientación ética y democrática.
En realidad, ¿cómo puedo “invitar” a mis hijos e hijas a respetar mi fe religiosa si, diciéndome cristiano y siguiendo los rituales de la iglesia, discrimino a los negros, pago mal a la cocinera y la trato con distancia? Por otro lado, ¿cómo puedo conciliar mi discurso a favor de la democracia con los procedimientos antes mencionados? ¿Cómo puedo convencer a mis hijos de que respeto su derecho a manifestarse, si demuestro malestar ante el análisis crítico de uno de ellos que, aún niño, ensaya legítimamente su libertad de expresión? ¿Qué ejemplo de seriedad doy a los niños si cuando suena el teléfono pido a quien atiende que, si es para mí, diga que no estoy?
Pero este empeño en favor de la coherencia, de la rectitud, no puede derivar, en lo más mínimo, en posiciones fariseas. Debemos buscar la pureza, humildemente y con esfuerzo, nunca dejándonos envolver en prácticas puritanas o asumiendo actitudes de este tipo. Moral, sí; moralismo, no.
TIEMPO ARGENTINO