Un héroe desconocido

Un héroe desconocido

Por Elvio E. Gandolfo
Casi todos conocen a Louis Pasteur (el hombre que frenó la rabia); muy pocos conocen a Alexandre Yersin (el hombre que frenó la peste). Tal vez, simplificando en extremo, se deba en parte a que el primero lideró un grupo clave de la biología moderna, y el otro prefirió derivar entre países y actividades, o a que el primero fue francés y el segundo, suizo. Sin embargo, Yersin se nacionalizó francés para poder estudiar medicina. Su principal descubrimiento (en colaboración con el japonés Kitashato Shibasaburo) fue el bacilo de la peste bubónica, que llevó su nombre: Yersinia pestis.
Tal como lo subraya Peste y cólera , de Patrick Deville, Yersin nunca se quedó quieto. Fue médico de a bordo, recorrió a partir de 1890 la Indochina francesa, se instaló finalmente en Nha Trang (en la actual Vietnam, donde se lo sigue respetando como héroe). Se interesó en la investigación de las plantas, en especial el caucho, cuyas virtudes desarrolló. De vez en cuando iba a París, cada vez más despegada de la ciudad que recordaba, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial. Incluso parece haber inventado una Cola-Canela, precursora de la Coca-Cola. Cuando murió, con la misma paciencia y minucia que en muchos otros emprendimientos, estaba estudiando las mareas.
Como su protagonista, Deville también viajó mucho: por Medio Oriente, Marruecos, Argelia y Nigeria, y vivió un tiempo en Cuba, en América Central y en Uruguay. Como fuentes de esta investigación usó sobre todo las cartas que Yersin intercambió con la madre y una hermana, descubiertas tardíamente. La acumulación de datos es enorme, porque además Deville decide saltar una y otra vez en el tiempo y cruzar en el texto los hilos de las vidas de personajes como Arthur Rimbaud, Blaise Cendrars y Céline, y enmarcar todo a su vez en el despliegue y luego el comienzo de la crisis del imperio francés en Asia. Hace aparecer de pronto un teléfono móvil (o celular), en una época en que no existía, para sacarlo de cuadro con rapidez. Hasta cita de refilón a Borges sin nombrarlo, al mencionar la falta de hijos de Yersin: “Sin duda ha engendrado en sí una porteña abominación hacia los espejos y la cópula porque multiplican sin razón las existencias”.
En el montaje de la estructura de los hechos, Deville es a la vez múltiple y cool . Sabe sugerir y de pronto explicitar su opinión: con buen criterio de autor o investigador, prefiere la originalidad y los secretos de Yersin antes que la estatura un poco marmórea de Pasteur, que aparece cada vez más manipulador y avejentado. Un recurso eficaz es hablar de las “bandas” sucesivas: la banda de los pasteurianos, la banda de los “saharianos”, la banda de los parnasianos. Con apetito vinculador, las relaciona con bandas posteriores, futuras: “las pequeñas bandas de la Nouvelle vague y del Nouveau roman del cine y la literatura francesas”.
La extraordinaria capacidad de montaje fluido de cientos de datos, fechas y lugares, citados con una gran pericia para no caer en el enciclopedismo (o incluso el “fasciculismo”) produce un efecto extraño, por su pareja forma de acumulación. El hilo central, el propio Yersin, se va vaciando un poco como personaje. Ocurre no sólo en el aspecto psicológico sino también en su pura superficie. No hay voz directa de él mismo, ni casi dato ninguno (salvo una mención al pasar) no sólo de su sexualidad sino tampoco de sus sentimientos: se deduce en todo caso su cariño por la madre y la hermana. O de su modo de encarar la amistad: sobrevivieron también cartas a sus colegas preferidos.
El libro, a despecho de la fascinación que ejerce la historia narrada, sólo expone o ironiza fugazmente, con una especie de periodismo de alto vuelo, sin desarrollar un tono propio. Es parte de un conjunto de cuatro títulos relacionados con la historia colonial: Pura vida (2004, ambientado en América Central y Cuba), Equatoria (2009, sobre África) y Kampuchea (2011) son los otros tres. Deville acaba de presentar su último libro, Viva (2014) que cruza las figuras de Trotsky, Frida Kahlo y Malcolm Lowry.
LA NACION