Tom Wolfe, el regreso de un dandi

Tom Wolfe, el regreso de un dandi

Por Boris Kachka
En medio del artístico desorden de su departamento, catorce pisos por encima de East 79th Street, Tom Wolfe es como una antigüedad más, excéntrica y brillante. Detrás de él, el malva de unas hortensias y el malva de un póster de cigarros Princeps hacen que se destaque el violeta de sus párpados ajados y las venas de sus manos, y resaltan el blanco (¡obviamente!) de su traje de lino entallado. Esta vez, el plumaje interior es oscuro: camisa azul marino con rayas blancas, corbata blanca con pintas azules, medias azules con pintas blancas, y sus habituales zapatos combinados.
“Hoy Kipling es un poeta tan subestimado. en mi humilde opinión”, dice Wolfe, con esa suavidad un poco sureña tan diferente de su escritura. Trata de explicar qué hace el poema “Recessional” -escrito por Kipling para el Jubileo de Diamante de la reina Victoria y luego transformado en himno- en la cabeza de un musculoso policía cubano-estadounidense, personaje de esa panorámica de Miami que es la cuarta novela de Wolfe, Back to Blood .
Pero como no lo logra. ¡entonces Tom Wolfe se pone a cantar! “Dios de nuestros padres de antaño, Señor de nuestra última línea de batalla -vacilante, reponiendo el aire-. Bajo cuya mano terrible tenemos dominio de pinos y palmeras -arrastrando las palabras, luego cortándolas con un resuello-. Señor Dios de los ejércitos, no nos abandones -secamente-. ¡No lo olvidemos! -carraspea- y después baja a un registro al que llego bien”, y entonces intenta un trémolo de fabordón: “¡No lo olvideeemooos!”.
“Kipling nos está diciendo que hemos olvidado las verdaderas cualidades de la vida -sigue Wolfe sin dar tiempo para el aplauso-. Estamos tapados de cosas. Lo que tenemos nos envuelve por completo.” Wolfe cantó con el mismo júbilo de sus plegarias matinales en la escuela secundaria de Richmond, Virginia, más seducido por la pomposidad imperial del himno que por su advertencia contra la desmesura. “Una excelente manera de empezar el día.” En cuanto a por qué ese himno terminó en la cabeza del agente de policía Néstor Camacho mientras observa a un haitiano-estadounidense de 21 años en los barrios pobres de Miami, Wolfe deja puntos suspensivos. “Lo debo haber traído de Marte. Probablemente no deba estar ahí.”
A Wolfe le gusta bromear con su origen extraterrestre. Ya se trate de hacer una crónica de los skaters, de los progres chic, de los charlatanes del mundo del arte, de los machos de la NASA o de los Amos del Universo de Wall Street, él siempre ha representado su propio personaje: un periodista que implora respuestas pero que nunca suplica aceptación. Tal como él dice: “Ante cualquier situación nueva, es mucho más efectivo parecer un marciano que tratar de encajar”.
Los trajes que usa, por ejemplo, y que una vez llamó “esa forma maravillosa e inofensiva de agresión”. Y lo maravilloso es que siempre parecían fuera de lugar, sin importar dónde, como una señal multipropósito de extrañamiento deliberado. No se puso perlas para Ken Kesey ni polera para los Black Panthers. Esa misma distancia también lo separa de otros pioneros del periodismo. “El problema con Wolfe es que es demasiado irascible como para tomar parte en sus historias -escribió Hunter Thompson, un extremista del involucramiento periodístico-. La gente con la que él se siente cómodo es más aburrida que la mierda, y la gente que parece fascinarlo como escritor es tan rara que lo pone nervioso.”
Wolfe empezó a usar trajes blancos para poner nerviosos a los demás, y los humoristas del establishment miraron con desprecio al inquieto arribista. Compró su primer traje blanco de tweed de seda poco después de mudarse a Nueva York, en el verano de 1962. Pero era demasiado pesado, así que terminó usándolo recién en invierno. Si la gente daba un respingo ante su ridículo social, Wolfe lucía ese desprecio como una medalla de honor, y desde entonces no se quita el traje blanco, sobre el que se echa un blazer azul cuando sale de “incógnito”.
Back to Blood arranca desde el punto de vista de un wasp (mote que se les da en Estados Unidos a los anglosajones blancos y protestantes) casi caricaturesco, que ha sido enviado desde Chicago por un consorcio de periódicos para dirigir el Miami Herald. “Así fue como Edward T. Topping IV aterrizó con su plato volador llegado de Marte en medio de una riña callejera”, escribe Wolfe. Y así fue como Tom Wolfe de pronto se vio a sí mismo en una ciudad pululante y políglota donde no hay nada más alienígena que un wasp de traje blanco. Pero a diferencia de la de Topping, esa extranjería de Wolfe era deliberada, con la intención de reírse de sí mismo antes de que algún otro se le adelantara.
Mientras estuvo en Miami investigando para su novela, Wolfe incursionó provechosamente en los márgenes. En Nueva York, sin embargo, la vida es más complicada. Wolfe se volcó a escribir ficción hace 25 años, porque envidiaba el poder de la novela, pero también porque quería transformar el género y así convertir “la mugre de la vida cotidiana” en una miríada de relatos insulares. En el pico de una carrera profesional dedicada a desmenuzar por deporte las pretensiones de estatus social de las personas, Wolfe apostó su propia reputación para modificar el modo en que los novelistas escriben la historia estadounidense, con la esperanza de resucitar por sí solo la gran tradición de la novela social que practicaron Zola, Balzac y Sinclair Lewis.
Pero aunque Wolfe redobló su apuesta con cada una de sus posteriores novelas y manifiestos, la narrativa tomó otro camino, volviéndose más íntima y fragmentaria. Actualmente, en las librerías y en los premios literarios reina el realismo, pero un realismo que poco tiene que ver con el de Back to Blood . Ese detallado fetichismo social en el que se regodea Wolfe prolifera más bien en la no ficción y en los canales de televisión por cable. La expansiva narrativa de Wolfe ha entretenido a millones de personas y ha enriquecido a su familia, pero poco ha hecho por mover el centro literario hacia esos márgenes que al escritor le gusta visitar. Ahora Wolfe tiene un departamento tan lujoso como los que él mismo solía satirizar, pero sus ocupantes no tienen la misma estatura social. Y nadie podría ser inmune a ese tipo de decepciones, ni siquiera un trepador de traje blanco que siempre fue tan bueno para desmenuzar la vanidad de los demás.
Cuando todavía se estaba recuperando de la modesta repercusión de su tercera novela, Soy Charlotte Simmons -el peor reseñado y menos vendido de sus libros-, Wolfe se topó con el tema de la inmigración. Se dio cuenta de que Miami era “la única metrópolis cuyos líderes políticos son de otro país”, o sea los cubano-estadounidenses. “Cuando entro en un negocio donde nadie habla inglés, me siento en falta. El que está fuera de lugar soy yo.”
Miami era también una ciudad fácilmente accesible para Wolfe, gracias a su viejo amigo John Timoney, un policía de Nueva York que se convirtió en jefe del Departamento de Policía de Miami. Un par de personas que Wolfe conoció a través de Timoney se ofrecieron de buen grado a servirle de guía por la ciudad. Uno de ellos fue Escar Corral, un ex periodista del Miami Herald que ha sido perseguido por sus compañeros cubano-estadounidenses por haber expuesto la corrupción del programa anticastrista financiado por el gobierno. Otro fue Ángel Calzadilla, un encantador sargento de la policía de Miami que más tarde murió de fibrosis quística. ( Back to Blood está dedicado a él y a Sheila, esposa de Wolfe desde hace 34 años.)
Mucho antes de empezar a escribir ficción, Wolfe manifestó en una entrevista que le gustaba hacerse una idea de cómo era una ciudad mirando un mapa y dividiéndolo según las clases sociales. Miami, con su Pequeña Habana y su Pequeña Haití, sus palacios de retiro para jubilados judíos, sus penthouses de South Beach, sus bares rusos de desnudistas y sus guetos afro-norteamericanos, era un irresistible bocado sociocultural. Back to Blood es al mismo tiempo una ficción y una recombinación de hechos.
A partir de todas esas fuentes, Wolfe dio vida a Néstor Camacho, un policía que rescata a un refugiado cubano trepándose a fuerza de brazo al mástil de un barco. (Wolfe jura que cuando tenía 20 años él podía hacerlo). Cuando el refugiado es arrestado por la Guardia Costera, Néstor genera indignación en sus vecinos de Hialeah, que según Wolfe es la verdadera Pequeña Habana. Néstor se enreda en una serie de escándalos que llevan al alcalde de la ciudad a llamarlo “disturbio racial de un solo hombre” -Wolfe pasa revista de todas y cada una de las tensiones étnicas de la ciudad-, antes de asociarse con un periodista para desbaratar una banda rusa de falsificadores de arte.
Wolfe permitió que Corral filmara un documental sobre sus investigaciones de campo. El resultado es una excelente propaganda de los métodos de Wolfe. Tal vez Hunter Thompson se haya confundido, tomando por desagrado el natural distanciamiento que impone Wolfe, pues a éste se lo ve de lo más cómodo en sus rondas por la ciudad, absorbiendo las historias de penuria de los refugiados y los paseos en yate con el mismo y paciente desconcierto, y disfrutando ocasionalmente de ser tratado como una celebridad. Wolfe mantuvo entrevistas a puertas cerradas con el entonces alcalde Manny Díaz, sobrellevó la hedonística fiesta de cierre de la regata del Día de la Raza, estuvo en el vip de un club de desnudistas, presenció la estampida de apertura de la feria Miami Art Basel, visitó negocios de la Santería, y fue tomado por un chamán en un centro comercial. Durante ese proceso, recopiló esa clase de escenas que incomodan y desconciertan -“ENTREPIERNA tanga COLA tanga RAJA tanga PERINEO tanga”, dice en un fragmento sobre un bar de desnudistas- y que seguramente lo pondrán nuevamente en carrera para el Premio al Mal Sexo en Narrativa que entrega The Guardian todos los años. (Soy Charlotte Simmons lo ganó en 2004.)
En el documental, el escritor que adjudica su éxito a la “compulsión informativa” aparece como una especie de fanfarrón. Corral recuerda que intentó ayudar a Wolfe a bajar por la empinada escalera de un bote, temeroso de terminar siendo responsable de la defunción de un gran hombre. Pero de pronto Wolfe puso pie en la escalera, se agarró de los peldaños y bajó sonriendo de oreja a oreja. El escritor afirma que sólo es un octogenario “en sus ratos libres”, y que se entrena todos los días que su agenda se lo permite: bíceps, tríceps, cuádriceps y abdominales. Cuando le preguntan si sufre la misma falla fatal que todos sus personajes, la angustia por su estatus social, Wolfe dice: “Sólo cuando me estoy entrenando en el gimnasio” y luego agrega: “En serio, no es broma. Yo me incluyo, definitivamente”.
Wolfe siempre fue un deportista. Salido de la Washington and Lee University, fue lanzador semiprofesional de béisbol. Pero un cazador de talentos le dijo que con sus curvas y sus boleas no alcanzaba. “No estamos buscando sutilezas y matices de juego -le dijo a Wolfe-. Buscamos a alguien capaz de decapitar al otro jugador con una bola rápida.”
Entonces Wolfe se fue a Yale a hacer su posgrado, donde se embebió de sociología, en especial de las teorías del estatus de Max Weber, una anticuada piedra de toque que le gusta citar cada tres palabras. Pero la universidad le resultaba predecible, y la vida bohemia no lo atraía para nada. Nunca fue gregario, así que se volcó al periodismo, entre otros, en el suplemento dominical del New York Herald Tribune.
“Con el suplemento dominical uno tiene una sola oportunidad -dice Wolfe-. La gente lo levanta del piso, mira una nota, que puede ser la de uno, y lo tira a la basura. Así que empecé a elaborar estrategias.” Para imitar el sonido de una ruleta, repitió la palabra “hernia hernia hernia.” suficientes veces como para que el lector se viera obligado a dar vuelta la página y seguir leyendo. En otro artículo, empezó con una onomatopeya. Repeticiones, elipsis y onomatopeyas: todas las marcas del ADN estilístico de Wolfe eran mutaciones adaptativas a un clima competitivo, optimización del motor de búsqueda para la era de la máquina de escribir.
Los primeros artículos de Wolfe fueron reunidos en La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop, que Kurt Vonnegut calificó como “un excelente libro de un genio dispuesto a todo para llamar la atención”. Después vino Gaseosa de ácido eléctrico, un road-trip con los Merry Pranksters que parecía una transmisión en vivo desde los embotados cerebros de los propios drogones. Era como una ventriloquía informativa que catapultó a Wolfe a la cima de lo que por aquel entonces comenzaba a conocerse como Nuevo Periodismo. En 1973, coeditó una antología que llevaba ese título. En la introducción del libro, Wolfe argumentaba que los novelistas le habían dado la espalda a la realidad social, dejándolos a él y a los otros periodistas incluidos en la antología (Norman Mailer, Truman Capote, Hunter Thompson y otros más) a cargo de llenar ese vacío con hechos concretos.
Y los ridículos hechos concretos del remolino social de Nueva York eran carne de cañón para un satírico nato como Wolfe. En su artículo “¡Momias diminutas!” destripaba al New Yorker del editor William Shawn. En “Radical Chic: la fiesta de Lenny”, Wolfe se despachó contra un evento de recaudación de fondos para los Panteras Negras realizado en el departamento de 13 habitaciones de Leonard Bernstein en Park Avenue. Y en dos de sus libros sostuvo que el arte, y luego la arquitectura, fueron creados y manejados por gente más preocupada por su estatus que por la verdad o la belleza. En una ciudad obsesionada con la posición social de la gente, Tom Wolfe hizo el papel de un afectado bufón de corte, el único capaz de mirar al rey a los ojos y decirle que estaba desnudo.
Su rol dependía de que pudiera ser ubicuo sin encajar en ninguna parte. Sin embargo, había un club al que ansiaba pertenecer. La Gran Novela Norteamericana era un objetivo risiblemente predecible para un hombre que no podía parar de repetir que el Nuevo Periodismo era la venganza del periodista contra los novelistas. Pero la oportunidad de poner en evidencia al esnob establishment en su propia casa era irresistible.
Junto con su primera recolección de artículos, en 1964, a Wolfe también le habían encargado una novela. Poco después, concibió ese gran desfile neoyorquino titulado La hoguera de las vanidades , una respuesta del siglo XX a la sátira londinense de Thackeray. El ensayo “Radical Chic” fue al principio una parte de ese libro. Durante la década del 80, Wolfe sacrificó el ahorro de muchos años de trabajo para escribir el libro, vendió las acciones que iban a ser su reaseguro futuro y fue publicando en serie algunas partes del libro en la revista Rolling Stone, sobre todo por el dinero.
Publicada en 1987, La hoguera de las vanidades tiene todas las marcas típicas de Wolfe: personajes desmedidos, páginas y páginas de detalles, signos de exclamación, y sobre todo, una fijación con el tema del estatus. Con sus micromundos -Wall Street, los tribunales del Bronx, el Ayuntamiento- impresionó a los implicados, y llevó la ficción a su punto más cercano con la noticia de último momento. La escena de un arrebatador en el subte fue sacada del manuscrito después de los disparos del justiciero Bernhard Goetz, y los disturbios de Crown Heights se desencadenarían a partir de un accidente automovilístico, al igual que los disturbios en La hoguera de las vanidades . Los titulares de los diarios parecían una publicidad del libro y una vindicación de su enfoque periodístico.
El libro tuvo además un éxito furibundo, que lo mantuvo en la lista de los mejores vendidos durante más de un año. Tres novelas más tarde, parece decisivamente alejado de los hechos. ¿Ya lo veía así en aquel entonces? “Para ser honesto, no -dice Wolfe-. Pero Dios mío, la cosa iba tan bien, se la mire como se la mire, que no pude resistirme. Así que empecé a trabajar en Todo un hombre.”
También escribió un largo ensayo para Harper, publicado en 1989 bajo el título de “Acosando a la bestia del billón de pies: manifiesto literario en pos de una Nueva Novela Social”. Ahora, la cura para la novela moderna no era el periodismo sino más ficción periodística. Y cuando se lo piensa, uno advierte que allí encontró un modelo de estilo por seguir, un faro para todos aquellos autores que se arriesgaron a dejar el estrado académico y salir a las calles, notebook en mano. Ese modelo aparece citado, con capítulo y número de línea, en la primera frase del ensayo: “¿Me perdonarán si tomo como propio el texto de la página 6 del cuarto capítulo de La hoguera de las vanidades ?”. Sus amigos más cercanos (pocos de ellos escritores) dicen que lo que más sorprende de Wolfe es su cortesía. Su mayor cortesía hacia mi persona consistió en llegar diez minutos tarde a esta entrevista, dejándome en libertad de husmear la casa mientras él se prepara en alguna otra ala de su hogar.
Las imágenes de “Radical Chic” se me presentan espontáneamente desde el momento mismo en que el ama de llaves me conduce hasta un sofá imposiblemente lujoso, tapizado en algo así como la idea que puede hacerse Donald Trump del estilo provenzal. El departamento de Wolfe está apenas a una cuadra del de Leonard Bernstein, y seguramente tiene mejor orientación, ya que posee una vista despejada que atraviesa Central Park hasta las agujas del edificio Dakota.
La casa de Wolfe tiene doce habitaciones y el de Bernstein trece, y en vez de tener dos pianos en el living, tiene uno solo. Pero el piano de Bernstein no estaba laqueado a pedido en color azul marino. El decorado es fiel reflejo de aquella burla de Wolfe en “Radical Chic” cuando habla de “un look de chucherías de un millón de dólares”, pero sin el contrapeso que impone el decoro de quienes son ricos desde siempre. Sobre la chimenea, dos figuras en bronce de monos-humanos sostienen velas. Las paredes del baño de invitados cercano son ciento por ciento espejo, así que el visitante ve una infinita sucesión de mesadas de mármol, inodoros color crema y toallas con monograma.
Pero el atiborramiento alcanza estado crítico en el estudio de Wolfe: un escritorio en forma de medialuna con biblioteca incluida, dos veladores con pantalla en forma de capelina, y un acolchado con estampado de sombreros multicolores al estilo Warhol. Hay un montón de chucherías más, y cosas colgadas en las paredes, y metros de estampados de los años 80, capaces de abrumar no sólo a Wolfe sino también a su héroe Balzac, a quien uno de los personajes de Back to Blood elogia por empezar sus capítulos “con una descripción de tres páginas de la decoración interior de una sala, para lograr transmitir de manera concreta la posición social de una familia”.
Su propia posición social es parte del revoltijo. La segunda novela de Wolfe, Todo un hombre, un panorama de las razas y el mundo inmobiliario en Atlanta, salió en 1998 y vendió un millón cien mil ejemplares en tapa dura. La crítica literaria Michiko Kakutani, de The Times, dijo que era “un gran paso, aunque limitado, de Wolfe como novelista”. Pero después vino el contragolpe, sobre todo de parte de los novelistas del establishment. Desde The New Yorker, John Updike la calificó de “entretenimiento, no literatura”. En The New York Review of Books, Norman Mailer compara la lectura de esa novela con un revolcón con una mujer de 150 kilos. “Cuando se te sube encima, estás listo: o te enamorás o morís asfixiado”. Y John Irving dijo en televisión que “puedo agarrar cualquiera de sus libros, abrir cualquier página al azar y encontrar una frase que me haga reír”.
Wolfe les respondió con un ensayo de 30 páginas titulado “Mis tres chiflados” y lo incluyó en su antología de textos del año 2000, Hooking Up. Mailer y Updike eran “ciudadanos mayores” de “carcasa agotada”, escribió Wolfe, e Irving estaba poseído por su “papada sexagenaria”, aunque sólo tenía 57 años y Wolfe, 68. Quien no lo conociera mejor podría jurar que el eterno marginal estaba. ¡rogando ser aceptado!
Un capítulo inusualmente meditativo de Soy Charlotte Simmons, titulado “La palabra H”, empieza así: “¿Quién es el poeta que le ha cantado a la más lacerante de las emociones humanas, la herida que no cierra. la humillación masculina?”. Dos de los capítulos de Back to Blood se titulan “Humillación Uno” y “Humillación Dos”. Hace cuarenta y seis años, una periodista le preguntó a Wolfe qué era lo que más lo enojaba. “La humillación -contestó él-. Jamás olvido. Jamás olvido. Sé esperar. Me resulta fácil acumular rencor. Tengo cuentas que saldar.”
En 1996, Wolfe sufrió un ataque cardíaco, seguido de una cirugía de quíntuple bypass. Fue un golpe tremendo para un ratón de gimnasio como él. Entró en un estado que él ahora llama “hipomanía”, una forma benigna de la manía. (Uno de los personajes de Back to Blood , un psiquiatra obsesionado con la pornografía, tiene un barco llamado “hipomaníaco”.) Durante esa etapa, Wolfe se envolvía en riñas de tránsito y ataques de escritura obsesiva en medio de la noche. Se sentía gozosa y enojadamente vivo. Después cayó en depresión, pero según dice, con un psicólogo y unas pastillas se enderezó rápidamente. Tal vez esos episodios le hayan prestado algo de su humanidad a Charlie Croker, protagonista de Todo un hombre, sin lugar a dudas su personaje de ficción más plenamente acabado.
Y tal vez también expliquen la frustración y el moralismo que empezó a colarse en su escritura. En el ensayo que da su título a Hooking Up, se las agarra con la ubicuidad de los jeans y las zapatillas como si fuesen un horrendo fenómeno nuevo. Esos signos de estatus, al parecer, empezaban a resultarle más difíciles de captar. Y cuando llegó su famosa ventriloquía, algo se perdía en la transliteración. Aquí una muestra de un diálogo imaginario de un adolescente de ficción: “La cosa era bastante rara, pero yo escuché que el musculoso decía que se iba a su casa a cafeinarse (tomar café para quedarse despierto a estudiar) para el examen de psicología”. El paréntesis, notablemente, es del propio Wolfe.
Soy Charlotte Simmons está plagada de ese tipo de cosas, desde la perspectiva de una brillante virgen de los remotos bosques de Carolina del Norte, que se escandaliza de la cultura depravada de las fraternidades universitarias, que a su vez la lleva a la ruina. Esa novela fue vapuleada por todo el mundo. Algunos críticos la encontraron un poco escalofriante, y cómo no, con todo ese gimoteo de sexo adolescente y la imagen mental de un viejo de 70 años que usa gemelos y toma notas sobre los universitarios y sus juergas cerveceras. Las ventas fueron tan malas -al menos respecto de las expectativas- que terminaron con la relación de Wolfe con su editor de siempre. Farrar, Straus and Giroux se negó a pagarle los cinco millones de dólares que según dicen Wolfe pedía por su siguiente novela, así que fue con Little, Brown. Ellos le pagaron siete millones.
Wolfe no se arrepiente de nada. “Sin saber mucho del tema -dice ahora-, quedé muy satisfecho y feliz: 350.000 en ventas. Creo que la mayoría de los escritores estarían felices con eso.” (De hecho, está subestimando la cifra.) En cuanto a la brecha generacional, dice: “Durante toda mi carrera, tanto en la ficción como en la no ficción, he escrito e informado sobre gente que no es como yo”. Nada, según él, había cambiado
Y se enfurece ante la opinión generalizada de que es conservador. “Desde que tuve edad para votar, siempre voté por el que ganó -dice, con excepción de la primera elección de Clinton, cuando Ross Perot se llevó el voto perdido-. Nuestro gobierno nacional es como un tren sobre sus rieles. Hay gente de derecha y gente de izquierda, que le gritan, pero el tren no tiene más remedio que seguir. ¡Está sobre sus rieles! Y todo el mundo se ve obligado a correrse al centro, y por mí está bien. Leo todo eso que se escribe sobre la decadencia del país, pero cuando uno lo piensa, ¡seguimos siendo gigantes!”
Ese gigantismo optimista de Wolfe es más gigante que nunca en Back to Blood, y es precisamente lo que más molestó a uno de los primeros críticos de la novela. “El lector se vuelve experto en lectura veloz mientras pasa rollo tras rollo de idéntica grandilocuencia -escribió James Wood en The New York Reader- y pisa el acelerador para atravesar las falsedades e imprecisiones, esperando que se acallen las mentiras para que las incertidumbres apenas menos chillonas de la trama puedan emerger.”
Wolfe dice desconocer esa reseña. “¿Dónde salió? -quiere saber-. Ah, yo no recibo el New Yorker.” Si la leyera (o admitiese que lo hace) diría que Wood simplemente lo ataca por ser él mismo.
Hace mucho, Wolfe dijo que su periodismo era “una especie de método de actuación”, un abordaje de adentro hacia afuera. Pero en su ficción Wolfe hace todo lo contrario y todo es técnica externa, como aquellos actores clásicos que necesitaban ponerse el vestuario para entrar en personaje. Su escritura no es el angustioso Ibsen sino ópera bufa, una parodia del drama humano. “Hago las novelas un poco al revés -me dice-. Busco una situación, primero un entorno, y después espero a ver quién aparece.”
Back to Blood es un regreso a la forma, una sátira juguetona con una trama apretada, descripciones amplias y diálogos sólo in extremis. Frente al paseo en helicóptero de La hoguera., es una exhibición aérea a diez mil metros de altura. Pero la ciudad donde ocurre todo es más liviana, más sexy, está más fragmentada y menos cargada de pesados conceptos sobre sí misma. Para saber si representa un regreso respecto de Charlotte Simmons hay que esperar a ver si sus viejos lectores siguen abiertos al viejo Wolfe.
El propio Wolfe parece ambivalente. De hecho, al fin y al cabo tal vez prefiera la no ficción. Él piensa que su mejor trabajo fue “Radical Chic”. Su próximo proyecto es “el relato de la teoría de la evolución”, que incluye una competencia entre Charles Darwin y Alfred Russell Wallace para saber quién obtendrá el crédito y la fama. La no ficción es “el punto más alto de la escritura del siglo XX”, dice Wolfe, y como para que nadie piense que está haciendo publicidad de sí mismo, nombra a Michael Lewis, “probablemente, el mejor escritor del país en la actualidad”.
Tal vez la lección de humildad de Kipling -¿o será la sabiduría que llega con la edad?- ha empezado a hacer mella en su ego de novelista, o tal vez le recuerde la lección que él mismo les da a sus lectores: que todo es vanidad. Al hablar de modas literarias, invoca una “sociología de la verdad” según la cual diferentes verdades dominan en épocas diferentes. Después de todo, Dickens, el Wolfe de su época, fue considerado un escritor menor hasta un siglo después de su muerte. “Y de pronto, en 1970, alguien en Inglaterra se levantó un día y dijo: ‘Atención, ¡este tipo tal vez sea un gran escritor!’.”
¿Se despertará Estados Unidos algún día en el siglo XXI con una revelación similar respecto de un excéntrico enjuto y atildado de nariz puntiaguda y una sorprendente fuerza de torso? “No -responde Wolfe-. Yo simplemente estoy dando argumentos para mi punto de vista.” Si no, fíjense en el gran Zola, apenas leído actualmente. “Así que en realidad no está en manos de uno.” Pensar en la posteridad, dice con una carcajada suave, riéndose de sí mismo, “no sólo es fútil, sino fatal”.
LA NACION

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