Las neurociencias de la fe: en busca de respuestas

Las neurociencias de la fe: en busca de respuestas

Por Nora Bär
¿Por qué es el ser y no más bien la nada? La pregunta fundacional de la metafísica expresa una angustia existencial que precede a la civilización y es germen de mitos y religiones desde los albores de la humanidad.
Los antropólogos registran evidencias de que ya hace 160.000 años los Neandertales enterraban intencionalmente a sus muertos, lo que sugeriría que ya existía un pensamiento (¿o sentimiento?) religioso o mitológico de un “más allá”. Desde el punto de vista evolutivo, Franz de Waal, el célebre primatólogo, afirma incluso que en nuestros ancestros evolutivos ya se advierten signos de empatía, colaboración y ciertas normas sociales que podrían considerarse precursores de la moral humana, que antecedió al surgimiento de la religión.
Desde entonces hasta hoy, el mito y la religión se encuentran en todas las culturas a partir de una noción de lo sobrenatural y lo ritual, un pensamiento moral y una serie de verdades sagradas. Semejante universalidad no podía dejar de atraer el interés de los científicos. Entre otras disciplinas, las neurociencias se sienten particularmente interpeladas por el desafío de comprenderla, ya que muchos de los indicios que logran reunir sobre el funcionamiento del cerebro aportan evidencias que orientan la interpretación de fenómenos vinculados con las creencias y las experiencias místicas.
Entre muchos otros, Michael Shermer en The Believing Brain (“El cerebro que cree”, Robinson, 2011), Andrew Newberg y Eugene D’Aquili en Why God Won’t Go Away. Brain science and the biology of belief (“Por qué Dios no se irá. La ciencia del cerebro y la biología de las creencias”, Random House, 2001) o el científico holandés D. F. Swaab, en Somos nuestro cerebro: cómo pensamos, sufrimos y amamos (Plataforma, 2014) plantean hipótesis provocativas a partir de experimentos que alumbran los engranajes internos de la mente. Se podría decir que prospera un subgénero de obras de popularización de la ciencia dedicadas a explicar la fe.
Sin ánimo de confrontar, en su último libro, Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel (Siglo XXI), que se presenta mañana a las 16.45 en el teatro Margarita Xirgu, el brillante Diego Golombek hace una revisión del estado de las investigaciones con la curiosidad de quien busca explicaciones racionales a fenómenos que desafían la razón y escribe:
A lo largo de la historia, la ciencia se metió con la religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia. La de ellas ha sido una relación cambiante, nunca sencilla: tu casa o la mía, cama afuera, convivencia pacífica, la guerra de los Roses. Y con tantas posiciones como participantes; desde aquellos que defendieron la creencia como base de todo conocimiento hasta los que negaron cualquier tipo de contubernio entre estos contrincantes, pasando por quienes aprobaron la posibilidad de una serena coexistencia. [.] En estos tiempos, está de moda hablar de ciencia versus religión como forma de proclamar una guerra ganada con argumentos irrebatibles. […] ¿Por qué no referirse a una ciencia de la religión en lugar del consabido versus?
Golombek, que se considera ateo, cuenta que decidió escribir esta obra para “compartir explicaciones científicas de las experiencias cotidianas [y] mostrar cómo la neurociencia nos ayuda a entendernos”.
Para Swaab, la pregunta más interesante acerca de la religión no es si Dios existe, sino por qué tantas personas son religiosas:
Hay alrededor de 10.000 diferentes religiones, cada una de las cuales está convencida de que la suya es la única Verdad y que sólo ellos la poseen. [.] Alrededor del 64% de la población mundial pertenece al catolicismo, protestantismo, islamismo o hinduismo. Durante muchos años, el comunismo era la única creencia permitida en China [.]. Pero en 2007, un tercio de los chinos de más de 16 años dijeron que eran religiosos. Dado que esa cifra viene de un diario controlado por el Estado, el China Daily, el número verdadero de creyentes es probablemente más alto. Alrededor del 95% de los norteamericanos creen en Dios, el 90% reza, el 82% cree en los milagros, más del 70%, en la vida después de la muerte.
En la Argentina, el doctor Fortunato Mallimacci, ex decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, investigador del Conicet y docente del seminario Sociedad y Religión, hizo un atlas de religiones en el país, el primero desde 1960, cuando el Censo Nacional de Población preguntó sobre esta temática. Hace medio siglo, más del 90% se identificaban con el catolicismo. Hoy, este culto sigue siendo mayoría: es la religión que profesa el 76% de las población; un 11% dice ser agnóstico o ateo, y el 11,3%, evangélico. En el estudio de Mallimacci, el 61% dijo que se relacionaba con Dios por su propia cuenta, sin mediación institucional. A este grupo, el científico lo cataloga como “cuentapropistas religiosos”.
Según un estudio de Marita Carballo de 2005, hoy son casi 3000 los grupos religiosos inscriptos en la Secretaría de Culto de la Nación. Y a pesar de que hay quienes suponen que el avance de la ciencia y la tecnología destierran la religiosidad, las estadísticas sobre este punto son controvertidas. El estudio de Carballo sugiere que, por el contrario, ésta iría en aumento: en 1984 el 62 % de los argentinos se consideraban personas religiosas; en 1991, el 70%; seis años después, el 79% y, en 1999, el 81%. La misma tendencia mostraban quienes opinaban que la religión era muy importante en su vida: pasaron del 40 al 55% entre 1991 y 1999
Sin embargo, un estudio del Centro de Investigaciones Pew dado a conocer la semana última por el Buenos Aires Herald describe un panorama algo diferente: el número de argentinos que se reconocen como católicos, según este trabajo realizado en toda América Latina entre 2013 y 2014, habría caído un 20% desde 1970, mientras aumentaba el protestantismo evangélico y la población no afiliada a ninguna religión organizada. Los argentinos se encontrarían en el extremo inferior de las estadísticas en términos de cuán importante es la religión en sus vidas, con sólo un 43% que la consideran “muy importante”.
Pero más allá de los números, lo cierto es que una gran mayoría comparte la creencia en lo sobrenatural, las preocupaciones por la vida después de la muerte y diversos ritos religiosos. Para la mentalidad científica, debe haber una explicación detrás de semejante coincidencia. “Los códigos morales, las creencias en lo sobrenatural, las preocupaciones por la muerte y el más allá, o los ritos religiosos son globales, geográfica e históricamente hablando”, dice Golombek.
La universalidad de las creencias religiosas es llamativa. Tanto, que una corriente de las neurociencias considera que éstas podrían tomar forma a partir de fenómenos emergentes de la mente, como la atribución de intencionalidad al mundo inanimado, que está presente incluso en bebés, y la tendencia a encontrar patrones en acontecimientos que se producen por azar. La religión también podría generarse a partir de necesidades sociales y morales que, al favorecer la cohesión, habrían otorgado ventajas evolutivas a los grupos humanos.
Incluso hay hipótesis que se basan en argumentos estrictamente bioquímicos. Andrés Canales-Johnson, investigador argentino que trabaja en la Universidad de Cambridge, en Gran Bretaña, dice: “Independientemente de si el contenido de una religión en particular es cierto o no (por ejemplo, si existe o no Alá, Thor o Yahvé), el hecho es que el fenómeno religioso (la descripción de experiencias místicas o trascendentes) ha sido parte de nuestra especie desde sus inicios. Por ejemplo, aunque nadie tiene evidencia acerca de las historias que sustentan sus respectivas religiones, cerca del 85% de los seres humanos se describen a sí mismos como religiosos. Por lo tanto, no estamos lidiando con un fenómeno aislado o casual. Es por esto que muchos investigadores se han interesado por esta tremenda irrealidad que, fenomenológicamente hablando, representa más bien una realidad para muchas personas (en el mundo, por caso, la gente dona más dinero a sus instituciones religiosas que a cualquier otra institución de la comunidad). El fenómeno religioso es, entonces, un fenómeno que amerita explicación científica”.
¿Cuál sería esta explicación para Canales-Johnson? “Bueno, se ha sugerido que [la religión es un hecho] causado por el cerebro. Es, por así decirlo, una secreción del cerebro. El cerebro es el órgano que lo recibe, lo integra en las redes asociadas con la personalidad y luego con aquellas vinculadas con la estructura social. El argumento neurobiológico es que el cerebro genera la experiencia religiosa, y a su vez la consume, mediante la secreción de neuroquímicos. Por ejemplo, el antropólogo Lionel Tiger, de la Universidad Rutgers, y el psiquiatra Michael McGuire, de la Universidad de California en Los Ángeles, han sugerido que la serotonina, un neurotransmisor químico, estaría implicada en un circuito cuyo resultado final es el hacernos sentir bien y cuyo mediador sería precisamente la práctica activa de alguna religión. La secreción de serotonina en primates se asocia con el alto estatus, que a su vez está asociado con sentirse bien. En cambio, cuando los niveles de serotonina disminuyen, el cerebro comienza a secretar hormonas tales como la cortisona, que se asocia con bajo estatus y con el sentimiento general de ‘bajón’.”
Y más adelante agrega: “El argumento de Tiger y McGuire se resume en que la práctica constante de una religión, cumplir con una ceremonia religiosa durante los fines de semana (por ejemplo, ir a misa los domingos por la mañana) representaría una forma simple de hacer que nuestro cerebro secrete niveles de serotonina suficientes para hacernos sentir bien y reconfortados por un tiempo determinado. Sin embargo, este efecto de ‘alto estatus’ y de bienestar no es permanente y tiende a disminuir, ya sea por el estrés de la vida diaria o por acciones que, dentro del marco de una determinada religión, son concebidas como malas o negativas (haber pecado durante la noche del viernes). Esta ‘baja de estatus’ con la consecuente disminución de la serotonina sería la que hace que el cerebro quiera seguir consumiendo religión para volver a sentirse bien. En resumen, la religión, concebida desde la neuroquímica del cerebro, verdaderamente representa el ‘opio de los pueblos’.”
Otros investigadores atribuyen su masividad a los genes. El controvertido Dean Hamer, que estuvo en la Argentina en 1998 (LA NACION publicó una entrevista que recogía en el título la muy discutible aseveración de que “todo es genético”), afirma que venimos “programados” para crear mitos fundacionales y religiones. Hamer, ex director de la Unidad de Estructura y Regulación Genéticas del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, creyó haber identificado uno de esos genes que nos predisponen a cierto nivel de espiritualidad. En su libro El gen de Dios (La Esfera de los Libros, 2006), que Golombek comenta en la obra de reciente aparición, afirma que éste codifica para una proteína, la VMAT2 (vesicular monoamine transporter 2), crucial para muchas funciones cerebrales.
Basándose en estudios de genética del comportamiento, neurobiológicos y psicológicos, Hamer argumenta que la espiritualidad puede ser cuantificada, que la tendencia a ser más o menos religioso es parcialmente heredable, que parte de esa heredabilidad puede ser atribuida a dicho gen y que la selección natural favorece a los individuos más espirituales porque les otorga un sentido del optimismo que los afecta positivamente, tanto en el nivel físico como psicológico. Más allá de las exageraciones de Hamer, estudios en gemelos parecen indicar que la espiritualidad que predispone a los sentimientos religiosos está genéticamente determinada en un 50%. Swaab, por su parte, afirma:
La religión es la forma local que se da a nuestros sentimientos espirituales . El ambiente en el que crecemos hace que la religión de nuestros padres se imprima en nuestros circuitos cerebrales durante el desarrollo temprano, de forma similar a como lo hace el lenguaje. Mensajeros químicos, como la serotonina, afectan hasta qué grado somos espirituales: el número de receptores a este neurotransmisor en el cerebro se correlacionan con grados de espiritualidad. Y sustancias que afectan a esta hormona, como el LSD, la mescalina (obtenida del peyote) y la psicolicibina (de los hongos mágicos) pueden generar experiencias místicas y espirituales.
Precisamente, el físico y neurocientífico argentino Enzo Tagliazucchi, que trabaja en la Universidad Goethe, de Fráncfort, acaba de publicar un trabajo en Human Brain Mapping en el que explica el efecto de los “hongos mágicos” y su sustancia activa, la psilocibina. Usando datos de resonancias magnéticas de voluntarios que habían recibido una dosis de la droga, Tagliazucchi y colegas comprobaron que su actividad cerebral muestra similitudes con una etapa del sueño llamada REM (siglas en inglés de “movimiento ocular rápido”).
“La activación de regiones del lóbulo temporal y en particular del sistema límbico se asocian fuertemente con un estado seudoonírico y de disociación con la realidad -explica Tagliazucchi-. El sistema límbico se encarga, entre varias cosas, de procesar emociones, consolidar recuerdos y poner nuestro contexto en un marco autobiográfico. Cuando se hacen experimentos de neuroimágenes en sujetos durante el sueño REM, se observa más actividad cerebral en el sistema límbico, que es lo mismo que nosotros vimos en los sujetos que habían tomado psilocibina. La relación es aparentemente causal: pacientes con epilepsia en los cuales se ve actividad cerebral anormal en el sistema límbico también refieren un ‘estado de ensueño’ (tienen algo así como una especie de ‘doble conciencia’, porque no dejan de percibir su realidad actual, pero adicionalmente, se sienten envueltos en una realidad onírica). Si en una cirugía para remover un foco epiléptico el cirujano estimula eléctricamente áreas del lóbulo temporal y el sistema límbico, el paciente puede referir sensaciones oníricas y de disociación con la realidad. Todo esto es evidencia de que la actividad cerebral en estas zonas se correlaciona en un sentido amplio con la ‘sensación de soñar’.”
Según el científico, esto no quiere decir que los sujetos estén soñando activamente. Más bien tienen la sensación de que lo que están viviendo pertenece a un sueño, pero sin perder completamente el contacto con la realidad. Una situación que favorece mucho las experiencias de tipo religioso porque es un estado en el cual se suprime relativamente la búsqueda de explicaciones racionales a lo que uno percibe.
“Los correlatos neuronales de las experiencias religiosas -afirma Tagliazucchi- abarcan áreas cerebrales del sistema límbico que se solapan con las involucradas en el sueño, el estado psicódelico y la epilepsia, entre otras.” Estado de ensueño quiere decir que tienen la fuerte sensación de vivir en un sueño, pero el contenido que la persona atribuye a sus visiones surge de una interpretación de lo que vive. “Si le das hongos a alguien en el contexto correcto, se facilita la generación de experiencias religiosas -explica el científico-, como en el experimento clásico de Marsh Chapel, realizado en la capilla de la Universidad de Boston.”
Allí, un estudiante graduado en teología, Walter Pahnke, bajo la supervisión de Timothy Leary y en el marco del Proyecto Psilocibina de Harvard, administró la droga antes del Viernes Santo a estudiantes voluntarios de la Divinity School, mientras un grupo control recibía como placebo una gran dosis de niacina, que produce cambios fisiológicos. Casi todos los del grupo que había consumido psilocibina informaron luego haber experimentado profundas experiencias religiosas.
En The Believing Brain, Shermer es incluso más categórico. Argumenta que “el cerebro es una máquina de creer”. Y no sólo en la existencia de un Dios, sino también en alienígenas, en conspiraciones, en ideas políticas, en la vida después de la muerte, en visiones. Shermer menciona una encuesta norteamericana de 2009 según la cual el 60% cree en demonios, el 42% en fantasmas, el 32% en ovnis, el 26% en la astrología, el 23% en las brujas y el 20% en la reencarnación. En otra de 2006, realizada por el Reader’s Digest, el 43% de los encuestados afirmaron que podían leer los pensamientos de otras personas, más de la mitad dijeron haber tenido una premonición de algo que luego ocurrió, más de dos tercios aseguraron que podían “sentir” cuando alguien los estaba mirando y el 62%, que podía saber quién llamaba antes de atender el teléfono. Shermer escribe:
A partir de datos de los sentidos, el cerebro naturalmente comienza a buscar y encontrar patrones, y luego los llena de contenido. Al primer proceso lo llamo ‘patronicidad’ [patternicity]: la tendencia a encontrar patrones significativos en datos con y sin sentido. Al segundo proceso lo llamo ‘agencialidad’ [agenticity]: la tendencia a atribuir sentido, intención y agencia a los patrones. No podemos evitarlo. Nuestros cerebros evolucionaron para conectar los puntos de nuestro mundo en patrones con significado que explican por qué suceden las cosas. Estos patrones de significado se transforman en creencias y estas creencias dan forma a nuestra interpretación de la realidad. […] Una vez que las creencias están establecidas, el cerebro empieza a buscar evidencia que las respalde.
A propósito, un experimento realizado por Olaf Blanke y colegas en la Escuela Politécnica de Lausana, en Suiza, que se dio a conocer hace unos días, ofrece un ejemplo palpable de cómo nuestro cerebro puede engañarnos. Un grupo pequeño de voluntarios con los ojos tapados realizó movimientos con sus manos enfrente de su cuerpo mientras un brazo robótico hacía los mismos movimientos y los tocaba en la espalda. Cuando se retrasaban los movimientos del robot en unos 500 milisegundos, los participantes aseguraban ver fantasmas a su alrededor y sentir que el dedo robótico que los tocaba pertenecía a una presencia invisible.
Para algunos participantes la experiencia fue tan inquietante que incluso pidieron que se detuviera el experimento. Los investigadores sugirieron que esto ilustra cómo los “fantasmas” están en nuestra propia mente y pueden surgir de señales confusas o disonantes para el cerebro, algo que ocurre cuando éste pierde el sentido de la posición del propio cuerpo por causas físicas, psíquicas o de estrés extremo.
Entre otras múltiples hipótesis, “una de las más rumiadas en los pasillos de la ciencia de la religión es la tendencia innata a ver patrones regulares o intencionales aun allí donde no los hay -coincide Golombek-. La naturaleza no tiene intenciones, ni moral ni propósitos: somos nosotros quienes vemos espejos humanizantes por todos lados”. Y agrega: “Hay una famosa película animada con figuras geométricas que se mueven e inmediatamente generan en el público la idea de intencionalidad: el cuadrado es malo porque quiere empujar al círculo, que trata de tener un affaire con el triángulo. ¡y no son más que figuras sobre un plano! Esto incluso funciona con puntos que se mueven: por motivos que no resultan del todo evidentes, algunos nos resultarán más simpáticos que otros”.
Otro enfoque explica la persistencia de las creencias religiosas por una necesidad natural de identificación con el grupo de pertenencia. Se atribuye un protagonismo especial en esta propensión a un sistema del cerebro conformado por las “neuronas espejo”, que se activan tanto cuando un individuo actúa como cuando la misma acción es realizada por otro. Muchos investigadores creen que estas neuronas son importantes para entender las acciones e intenciones de los demás, y que son la base de la empatía. Sin embargo, el mecanismo de las neuronas espejo está comenzando a recibir críticas importantes.
Agustín Ibáñez, investigador del Conicet, del Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco) y de la Fundación Favaloro, comenta: “La crítica más reciente es la de Gregory Hickok, en The Myth of the Mirror Neurons (“El mito de las neuronas espejo”, W.W. Norton & Company, 2014). Para mí, el principal problema que tiene es que las neuronas espejo sólo responden a la observación y la ejecución; es decir, sólo se activan ante procesos cognitivos, pero no hay nada que haga suponer un mecanismo causal. Toda la evidencia apunta a que son más bien un efecto de la imitación, la intersubjetividad, el lenguaje, la empatía, y no la causa de todos ellos. En mi opinión, los atributos de la empatía, la imitación (¿la conducta afiliativa de la religión, tal vez?) ocurre en la mente de quien lo piensa, no en los datos: éstos sólo muestran coactivación de esas neuronas ante la ejecución o la observación”.
Ibáñez también advierte que hay que tomar con cautela las conclusiones obtenidas a partir de las neuroimágenes: “Sólo estamos empezando a entender cómo trabaja orquestadamente el cerebro. Que un área se prenda o se active no nos dice mucho en sí mismo acerca de los procesos que ocurren en dicha activación. Y algo más técnico: aunque todavía no está claro, la activación [que registra] la resonancia magnética funcional al parecer implica la actividad excitatoria e inhibitoria del cerebro sumadas. Por ende, tal vez tendemos a pensar que cuando un área se activa es un proceso unitario, mientras que podría tratarse de procesos diferentes, e incluso, en ciertas condiciones, opuestos”.
Las neuronas de Dios analiza exhaustivamente éstas y otras explicaciones sobre la religión y la espiritualidad, pero no da respuestas sobre la existencia de Dios. “Seguramente todos somos creyentes al menos en una etapa de la vida, y esto es parte de lo que se trata en el libro -confiesa Golombek-. Si bien mi familia cercana no era muy practicante, sí observábamos las festividades religiosas, sobre todo como una excusa para los encuentros familiares. Tuve una educación religiosa ‘de fin de semana’, pero con un objetivo más social que religioso. Mis abuelos sí eran observantes; de hecho, mi abuelo paterno fue maestro de religión cuando emigró a Entre Ríos.”
El autor e investigador, que como parte de la experiencia de escribir sobre este tema probó la ayahuasca (aunque aclara que no logró una comunicación con Dios), afirma que más allá de los argumentos científicos considera muy respetable la posición del creyente. Pero, advierte, “cuando se quiere mezclar [la fe] con ideas científicas, la cosa no puede terminar bien, ya que las bases íntimas de la religión y las de la ciencia son diametralmente opuestas; una se mueve por la fe y la otra por la evidencia. Además, está claro que en una eventual confrontación no podría haber un ganador: la religión ofrece certezas; la ciencia, dudas; la religión propone explicaciones sobrenaturales; la ciencia se contenta con lo fantástica que es la naturaleza”.
Entonces, ¿para qué este libro? “No pretendo evangelizar, pero sí promover preguntas sobre por qué hacemos lo que hacemos, o creemos lo que creemos -contesta-. Aunque después sigamos creyendo, siempre es bueno poder analizar racionalmente nuestro comportamiento. Por otro lado, es deseable ejercitar el pensamiento racional como alternativa a las supersticiones y las seudociencias.”
El desafío del cerebro de comprenderse a sí mismo es, fuera de toda duda, una de las aventuras más formidables que se haya planteado la humanidad. Pero a pesar de notables avances, sólo está en sus inicios. Como dice el propio Golombek: “La ciencia no puede dar cabida a la totalidad de la experiencia humana”. Al menos por ahora.
LA NACION