02 Nov Lamadrid y los soldados con polleras
Por Daniel Balmaceda
En la madrugada del 20 de mayo de 1817, Gregorio Aráoz de Lamadrid (tucumano, oficial del Ejército del Norte que comandaba Belgrano) se preparó con sus hombres para tomar la ciudad de Chuquisaca, en el Alto Perú. Se acercaron con sigilo, pero fueron descubiertos y la acción se convirtió en un ruidoso fracaso. Lamadrid ordenó la retirada. Marcharon un trecho y acamparon a corta distancia de Tarabuco, un pueblo vecino. Durmieron unas horas y reiniciaron la marcha a las siete. Pero no estaban todos: había desertado el sargento Martín Bustos, junto con diez soldados de su compañía.
A las ocho, el tucumano envió una partida de Húsares -caballería ligera- al mando del valiente sargento Santiago Albarracín en misión a Tarabuco, donde se encontraba una guardia realista de las huestes de José Santos La Hera. Así era la cosa: ellos tenían a La Hera y nosotros a Las Heras. Podría decirse que el de ellos era más singular que el nuestro, sí. ¡Pero el patriota valía por dos!
Los resultados de la incursión a Tarabuco superaron las expectativas. Albarracín regresó con gran cantidad de municiones, dos cornetas de plata, equipajes, diez mujeres, dieciocho prisioneros y caballos. La buena noticia del mediodía estaba empañada por la deserción de los once soldados en la madrugada. De todas maneras, Bustos y compañía no llegaron muy lejos.
Muy temprano a la mañana del día siguiente, cuando ya estaban instalados en el pueblo, un contingente de setenta indios -gente del cacique Venancio- apareció con once prisioneros amarrados. Eran los desertores. “Formé en el acto toda mi división en el cuadro de la plaza -detalla Lamadrid- y puestos los presos dentro de él, llamé al alcalde del pueblo y le ordené que me presentara al instante once polleras de las más andrajosas de las indias e igual números de zuecos y monteras de cuero [el clásico gorro del altiplano] de las que ellas usan.” Los once desertores apenas podían creer lo que estaba por ocurrir. Sigue Lamadrid: “Listo todo al momento, mandé desnudar a los presos y vestidos por fuerza con aquel traje y aro en la mano [un accesorio para los bailes típicos], aunque me clamaban todos que los fusilara primero”.
La tropa formada comenzó a burlarse de los paisanos vestidos de mujer. Lamadrid ordenó a su gente que armara una calle de dos filas, por donde debían pasar los travestidos: “Hice que los pasearan entre las filas, ordenando a la tropa que escupiera a esos cobardes, que no merecían ser sus compañeros pues eran los únicos que querían regresar a su provincia manchados”.
A Bustos le arrancaron la jineta de sargento y allí terminó el acto de humillación. Según Aráoz de Lamadrid, “fue un rato de comedia para la división y el pueblo, y del más amargo llanto para los que sufrieron aquel castigo”.
Una semana después, el jefe patriota perdió el control: una deserción masiva diezmó su fuerza. Sólo le quedaron 93 hombres que actuaron con hidalguía y acompañaron a su jefe hasta el final de la campaña. Entre ellos, Bustos, quien recuperó su jineta, y los diez que habían sido disfrazados.
LA NACION