Joseph Conrad: el lado oculto del genio

Joseph Conrad: el lado oculto del genio

Por Eduardo Berti
Era bajo de estatura y ancho de hombros. Solía emplear, inesperadamente, expresiones de sus tiempos de marinero. Se ponía un monóculo en el ojo derecho y, como los relojeros, escrutaba a la gente de muy cerca. Cada dos por tres perdía la billetera. Le gustaba jugar al dominó. Sufría en las conferencias y en las charlas públicas porque no pronunciaba bien el inglés.
Pocas personas conocieron a Joseph Conrad como su esposa Jessie y el escritor Ford Madox Ford. La primera llegó a publicar un manual de cocina que tuvo su momento de gloria ( A Handbook of Cookery for a Small House ) y, ante todo, dos libros consagrados a su esposo: Joseph Conrad As I Knew Him y Joseph Conrad and His Circle , el último de los cuales acaba de ser traducido por primera vez al castellano por la editorial mexicana Sexto Piso como Joseph Conrad y su mundo . En el caso de Madox Ford (coautor de Los herederos , Romance y La naturaleza de un crimen , y colaborador en otros escritos), publicó en 1924, escasos meses después de la muerte de su amigo, Joseph Conrad, a Personal Remembrance ( Joseph Conrad, un recuerdo personal ), que también acaba de traducirse por vez primera al castellano, en este caso por la editorial española Nortesur.
Que ambos libros hayan sido rescatados sin el impulso de un aniversario ni de ninguna conmemoración oficial es una prueba de la vigencia de Conrad. Su obra continúa frecuentándose y retraduciéndose (el año pasado, sin ir más lejos, la editorial Barataria relanzó sus primeras novelas), su influencia no ha perdido peso y los lectores se apasionan más y más con su singular biografía, que a él mismo lo llevó a decir que había vivido tres vidas: como polaco, como marinero y como escritor.
Sabido es que Józef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, Joseph Conrad, autor de El corazón de las tinieblas , Nostromo , Victoria , Bajo la mirada de Occidente y El agente secreto , entre otros títulos, aristócrata polaco, hijo de revolucionarios antizaristas y temprano huérfano, nació en Berdyczów (actual Ucrania) en 1857. Sabido es que su padre, Apollo Korzeniowski, había llegado a traducir a Victor Hugo y a Dickens y que Conrad fue marinero francés y capitán de marina mercante de Gran Bretaña antes de consagrarse de lleno a la literatura. Mucho menos conocidos son los detalles que ofrecen su viuda y Madox Ford acerca de estas y otras circunstancias.
Madox Ford ratifica, por ejemplo, la historia de que Conrad dudó entre adoptar el francés o el inglés como idioma literario, y explica que, si bien su pericia con el francés era mayor, descartó al fin esta opción porque “en inglés no había estilistas o eran muy poco frecuentes”, mientras que “el francés estaba repleto de ellos”. Conrad solía contar que había perfilado su propio estilo traduciendo al inglés diversos pasajes de su admirado Flaubert. En su libro, Ford sostiene que varios trechos de La locura de Almayer fueron escritos en los espacios y las páginas en blanco de un ejemplar de Madame Bovary que poseía Conrad cuando aún era marinero, y que buena parte de ello ocurrió mientras su barco estaba atracado nada menos que en el puerto de Ruan, ciudad que sirve de escenario para la famosa novela. En su camarote, cuando alzaba la vista, “por el ojo de buey solía ver la posada en que Emma Bovary se encontraba con su amante”, escribe Ford.
Jessie Conrad y Madox Ford fueron las dos asociaciones o parejas más constantes que mantuvo Conrad (en la vida y la creación literaria, respectivamente) y no solamente se apreciaban poco, sino que además la viuda consagra párrafos enteros de su obra a desmentir a Ford, tras quejarse de que éste no la nombra -es verdad- en todo su libro. A los ojos de Jessie, el joven Ford era “irrespetuoso y altanero”, actuaba mayormente por interés y en sus memorias hay “grandes dosis de fantasía”. Su marido “necesitaba un estímulo mental” y en los primeros tiempos Ford se lo proporcionó, pero Jessie se encoleriza con “su afirmación de que fue el padrino literario” de Conrad.

LA SEÑORA CONRAD
Jessie Emmeline George (1873-1936), la futura señora Conrad conoció al señor Korzeniowski, quince años mayor que ella, a finales de 1893. Fue el primer extranjero que Jessie veía en su vida y quedó pasmada por la extravagancia y la “exagerada cortesía” del hombre, del que Ford cuenta que tenía “los ademanes de un francés”. Poco después, recibió como regalo un ejemplar de La locura de Almayer , recién salido de imprenta, y tuvo el honor de leer, a pedido del autor, el manuscrito de su segundo libro: Un vagabundo de las islas .
En medio de una visita a la National Portrait Gallery, el señor Korzeniowski (que firmaba sus libros, claro está, como Joseph Conrad) le dijo sin preámbulos: “Más vale que nos casemos. Mira qué tiempo hace. Lo mejor es casarnos inmediatamente y marcharnos a Francia. ¿Cuánto tardarías en estar lista? ¿Una semana? ¿Quince días?”. Le quedaba, añadió, “poco tiempo de vida”. Como ella aceptó la propuesta, fueron a una especie de cafetería y comieron algo en mal estado que les cayó fatal. Al evocar esa escena, unos cuarenta años después, Jessie Conrad la define como “un preludio de la desmesura” que fue su vida en común.
Horas después de su boda, celebrada únicamente por civil (el 24 de marzo de 1896, en un registro de Hanover Square, Londres), yendo en tren hacia Southampton, Jessie y Joseph Conrad atraviesan un largo túnel. Sentada en ese oscuro vagón, Jessie oye una fuerte explosión y se paraliza de miedo. De pronto ha caído en la cuenta de la “ligereza” con que ha emprendido esta “aventura”, ya que apenas conoce al hombre con quien se casó. ¿Y si es el miembro de una sociedad secreta?, cavila.
Con los años, Jessie Conrad comprende -y así lo escribe en el libro- que su misión en la vida es procurar a su hombre “una existencia tranquila y aislada”. Será la salvadora o guardiana de cartas y manuscritos, la aplicada amanuense, la madre de dos hijos (Alfred Borys y John) y la cálida anfitriona de los visitantes que aparecen más o menos retratados en el libro: de Stephen Crane a André Gide, de H. G. Wells a Guillermo Hudson, de John Galsworthy a Bernard Shaw.
Mezcla de biografía y retrato social, Joseph Conrad y su mundo no sólo incluye páginas muy bien escritas, sino que también muestra, bajo la mirada de la intimidad, al autor de Lord Jim y El copartícipe secreto como un hombre de enorme sonrisa y “luminosos dientes blancos” que, al menos en una primera etapa, no tiene “la menor idea” de cómo se cuida a una esposa. Un hombre fácilmente irritable que a cada rato sufre ataques de gota y, cuando pierde los estribos, se pone a hablar en polaco para desesperación de su mujer que no conoce más que el idioma inglés.
Tan distraído es Conrad, según su viuda, que es capaz de dejar el abrigo en manos de un almirante al que confunde con el encargado de un guardarropa. Tan ceremonioso es Conrad que, al sufrir un accidente bajando una cuesta con su viejo automóvil Ford, tan pronto como el coche da una vuelta por los aires, embiste contra un poste y da tres giros completos, él se baja como si nada, cruza la calle y saluda con una de sus exageradas reverencias a las primeras dos mujeres que ve. Tan inmerso en su trabajo vive Conrad que, al cabo de tres semanas encerrado en su despacho (al que apoda “la cámara de tortura”), le escribe una carta a Jessie como si estuviera de viaje a cientos de kilómetros: “Querida mía, estoy deseando volver a verte. Espero que pases una buena noche. Qué gran consuelo es tener, en estos tiempos tan difíciles, a nuestros dos hijos en casa […]. Buenas noches, queridísima mía, y espero que me dediques un momento de ternura antes de dormirte”.
“Lo más grave para la seguridad familiar era, con todo, la inveterada manía de Conrad de tener siempre un cigarrillo en los dedos, por lo general durante pocos segundos, para dejarlo abandonado luego en cualquier sitio”, llegó a escribir al respecto Javier Marías en sus Vidas escritas (1992). “Su mujer, Jessie, se resignaba a que los libros, las sábanas, los manteles y los muebles estuvieran llenos de quemaduras, pero vivió durante años en estado de alerta para evitar que fuera su marido quien se quemara en exceso, ya que Conrad, incluso después de acceder a sus ruegos y adquirir la costumbre de echar sus colillas en una gran jarra de agua dispuesta al efecto, tenía constantes contratiempos con el fuego”.

EL COPARTÍCIPE NO SECRETO
Novelista, crítico literario, editor, autor de la tetralogía El final del desfile y de la novela El buen soldado (cuyas primeras palabras suelen citarse como modelo de inicio: “Esta es la historia más triste que jamás he oído”), Ford Madox Ford era, al igual que Jessie, unos quince años menor que Conrad.
La colaboración autoral entre los dos comenzó alrededor de 1898, cuando Conrad tenía 41 años de edad. El polaco acababa de editar Tales of Unrest y empezaba a delinear lo que sería Lord Jim . A pesar de su juventud, Ford era más popular por entonces; ya contaba con dos libros infantiles ( The Brown Owl y The Feather ), una primera novela, un volumen de poemas y una biografía de su abuelo, el pintor Ford Madox Brown.
Apenas fundaron su sociedad artística, Conrad creyó que debían anunciarla de modo oficial. Para ello hizo subir a Ford a un coche y lo condujo a casa de H. G. Wells, quien había alabado La locura de Almayer . El autor de El hombre invisible no se entusiasmó con la noticia; es más, al día siguiente fue en bicicleta hasta la casa de Ford para persuadirlo de que no aceptase trabajar con Conrad. Temía que así se estropeara el “maravilloso estilo oriental” del polaco. “Es tan delicado como un aparato de relojería”, dijo. “Usted lo echará perder metiendo sus dedos en él.” En vano, Ford quiso argüir que aquello era idea y voluntad de Conrad. Desanimado, Wells se alejó pedaleando.
Pese a escenas como ésta y pese a lo que afirma el título, el libro de Ford excede la remembranza y evita la biografía clásica en beneficio de una técnica que el propio autor llama “impresionista” y que consiste, casi siempre, en la asociación de recuerdos. Hay toda una parte, además, en la que Ford explica cómo Conrad y él presentaban a sus personajes o cómo hacían que los diálogos sonasen verosímiles; posiblemente sea la parte que hizo decir a Sinclair Lewis que el de Ford era uno de “los mejores libros que he leído sobre la técnica de escribir una novela”. Hay otra parte donde Ford muestra (con ayuda de cursivas) qué frases escribió cada uno en sus obras a cuatro manos. De las casi 75 mil palabras de Los herederos , leemos, menos de dos mil corresponden a Conrad. Pero con ellas daba el toque final y proveía el significado a cada escena, muchas veces gracias a un detalle certero.
Las diferencias de temperamento entre ambos eran grandes. Mientras Ford trataba de suprimir cualquier escena melodramática o cualquier frase sonora, Conrad era “valiente”, “más concreto” y tenía un control “infinitamente mayor” sobre la arquitectura de la novela.
El lazo entre Ford y Conrad llegó a ser tan estrecho que éste último terminó alquilándole al primero una casa de campo en el sudeste de Inglaterra (Pent Farm) por la que debía abonarle veinte libras trimestrales que no siempre alcanzaba a reunir. Pero todo concluyó en 1909 con una furiosa pelea. Dos años más tarde, bajo el alias de David Chaucer, Ford escribió un libro en el que hacía un retrato poco amable del polaco.
Mientras duró, el vínculo fue cordial y distante, escribe Ford, sin muchas palabras de afecto. Pero “con Conrad a tu lado todo se alteraba extraordinariamente y se volvía más vívido”, anota, para luego confesar que fue el polaco quien le “enseñó” a ver la ciudad de Londres. Pese al relativo fracaso de algunas de sus obras en conjunto, Ford siempre creyó que “el placer de la eterna discusión técnica con Conrad” justificaba con creces el tiempo que transcurrían juntos.
Conrad, que pasaba de la euforia a momentos de depresión (y que, para paliar esta última, llegó a asistir al mismo centro de hidroterapia al que acudió Maupassant), solía decirle a su joven copartícipe que el oficio de escritor era una ingrata tarea de resultados inciertos. Madox Ford concluye su remembranza con unas frases de Conrad al respecto, unas palabras en las que el marino y el escritor se dan claramente la mano: “Escribirás y escribirás…Nadie, nadie en el mundo entenderá ni lo que quieres decir ni el esfuerzo que te ha costado, la sangre, el sudor. Y al final te dirás: es como si hubiera remado toda mi vida en un barco, sobre un río inmenso, a través de una niebla impenetrable… Y remarás y remarás. Y jamás verás un letrero en las orillas invisibles que te diga si remontas el río o si la corriente te lleva”.
Al igual que muchos lectores, Ford no tiene duda alguna: Conrad hizo mucho más que remontar la corriente. Su milagro fue que tomó el idioma inglés “por el cuello” y luchó talentosamente con él hasta conseguir, en tantas páginas inolvidables, que “obedeciera como les ha obedecido a muy pocos hombres”.
LA NACION