28 Nov Icaria: la increíble isla donde la gente se olvida de morir
Por Luisa Corradini
En Grecia, a 265 kilómetros de El Pireo y a un tiro de piedra de las costas turcas, hay una pequeña isla donde la gente suele olvidarse de morir.
Icaria es una escarpada montaña de 255 km2 que surge imponente de las aguas cristalinas del mar Egeo, donde sus 10.000 habitantes tienen tres veces más posibilidades de llegar a los 100 años que cualquier otro pueblo del mundo.
Uno de cada tres icarianos llega a los 90 años, según varios estudios científicos. También tienen 20% menos probabilidades de padecer cáncer.
Sufren 50% menos de enfermedades cardiovasculares, no conocen la depresión ni la demencia, tienen una activa vida sexual y permanecen física y mentalmente ágiles hasta el último día de sus vidas.
Icaria debe su nombre a Ícaro, hijo de Dédalo en la mitología griega, que habría caído al mar frente a la isla después de quemarse las alas por querer acercarse demasiado al sol.
Hay quienes cuentan que Dioniso, el dios del vino, también habría nacido aquí. En todo caso, la calidad de su vino, así como su reputación de destino benéfico para la salud, remonta al siglo V a.C., cuando los griegos iban a bañarse a las aguas curativas de Therma, pequeña ciudad de la costa oriental. En el siglo XVII, Joseph Georgirenes, obispo de Icaria, describió a sus habitantes como individuos orgullosos, independientes y ascéticos, “al punto de dormir en el suelo con una piedra a guisa de almohada”.
“El aire y el agua de Icaria son los elementos más admirables de la isla”, escribió. “Son tan salubres que la gente vive hasta una edad muy avanzada. Lo normal es cruzar a diario personas de más de 100 años”, relató.
Si Georgirenes hubiese vivido en la actualidad, también habría anotado el proverbio local, según el cual en la isla hay tres husos horarios: GMT, la hora griega y la de Icaria. Porque los icarianos simplemente no ven la necesidad de regir sus vidas con el reloj. “Pasará cuando tenga que pasar”, dicen. Y nadie se ofusca si los invitados llegan a la boda a las 22, cuando la cita era a las 18.
Si bien la televisión, los medios de transporte y el incipiente turismo están cambiando sensiblemente el modo tradicional de sus vidas, en la actualidad cada familia cuenta con uno o dos centenarios que, en general, son el centro de atención de los más jóvenes.
Ése fue el caso de Emmanuil Kryaras, el célebre filólogo que murió en mayo pasado, a los 107 años, víctima de una anodina caída, después de haber recorrido el mundo dispensando su saber por cuatro continentes durante su larga vida.
Smagarda Karimali nació el 20 de junio de 1921. Tiene cuatro hijos, 13 nietos, nueve bisnietos. Aún hoy, el grupo sigue girando en torno de ella. “Nada se hace en la familia sin consultarlo con yaya [abuela en griego]”, reconoce Nikos Tsarnas, uno de sus nietos. “Ella sabe todo. A veces nos preguntamos cómo hace”, confiesa.
Enérgica, ágil, atenta a todos los detalles, cuando LA NACION la visitó, Smagarda estaba visiblemente contrariada por un persistente resfrío que la tenía en cama desde hacía varios días. A pesar de todo, haciendo honor a la proverbial hospitalidad icariana, la mujer había pasado el día en la cocina, preparando dulces y postres tradicionales, que acompañó con una deliciosa infusión de hierbas locales.
Smagarda y su marido, un experto productor de miel que murió en 2011 y con quien vivió durante 65 años, son el perfecto ejemplo de la vida en Icaria. Ambos nacieron cerca de Agios Kirikos, la capital administrativa de la isla, y se casaron a los 20 años. Desde ese momento, compartieron todo.
“Nos levantábamos a la madrugada, desayunábamos frugalmente y partíamos al campo a trabajar. De regreso almorzábamos y dormíamos una siesta de media hora. Las veladas siempre estuvieron dedicadas a reunirnos en familia, visitar amigos o recibirlos en casa”, resume.
Según Smagarda, los icarianos “siempre comieron lo que producían”. Para el desayuno, leche de cabra, vino local, té de salvia o café griego, miel y pan casero. Al mediodía, lentejas, garbanzos, papas, legumbres verdes (apio, diente de león y una hoja parecida a la espinaca llamada horta) y cualquier otro vegetal de estación, producto de la huerta familiar, siempre con aceite de oliva. Para la cena, sólo leche de cabra y pan, acompañado con té de hierbas.
“Para Navidad y Pascuas sacrificábamos un cerdo, que consumíamos poco a poco durante meses”, relata.
Nada muy diferente, en realidad, de la tradicional y celebrada dieta que consumen todas las poblaciones de la cuenca mediterránea. Sin embargo, en Icaria hay algunas excepciones.
La doctora Ioanna Chinou, profesora en la Facultad de Farmacia de la Universidad de Atenas, es una de las mayores especialistas europeas en propiedades bioactivas de hierbas y productos naturales. Para ella, muchos de los tés que consumen los icarianos son remedios griegos tradicionales. La menta salvaje cura la gingivitis y los desórdenes gastrointestinales; el romero se usa contra la gota; el estragón, para mejorar la circulación sanguínea.
“Pero los polifenoles presentes en las muestras provenientes de Icaria contienen propiedades antioxidantes mucho más potentes que en el resto de la región, y diez veces más importantes que las del vino tinto”, explica. La mayoría de esa hierbas también tienen propiedades diuréticas, excelentes contra la hipertensión. “Es probable que, bebiendo esas infusiones por las noches, los icarianos hayan controlado su presión sanguínea durante toda la vida”, señala Chinou.
Otra especialista de la Universidad de Atenas, la cardióloga Christina Chrysohoou, señala que los icarianos prácticamente no consumen carne, pescado ni azúcares refinados; beben mucho más té de hierbas que el resto de los griegos e ingieren menos calorías diarias.
“El escaso consumo de grasas no saturadas de origen lácteo o cárnico ayuda a combatir las enfermedades cardíacas. El aceite de oliva reduce el mal colesterol y aumenta el bueno. La leche de cabra contiene triptófano, que aumenta el nivel de serotonina y es extremadamente digestivo para la gente mayor”, precisa.
Chrysohoou también cree que la costumbre de dormir la siesta prolonga la vida. “Un reciente estudio demostró que ese hábito reduce en 40% el riesgo de problemas cardiovasculares”, precisa. Sin contar con el ejercicio cotidiano, ya que -dadas las condiciones topográficas de la isla- es imposible pasar allí una jornada sin escalar por lo menos una decena de colinas.
Las características propias y el pasado de Icaria podrían explicar esos hábitos. Los fuertes vientos que azotan la isla -mencionados por Homero en la Ilíada- y la ausencia de puertos naturales la mantuvieron fuera de las vías marítimas hasta no hace mucho. Esto, sumado a la permanente invasión de piratas que asolaban las aguas del Mediterráneo Oriental hasta el siglo XVIII, no sólo obligó a sus habitantes a ser autosuficientes, sino que los alejó de las costas y, aunque parezca increíble, a olvidarse prácticamente del mar, razón por la cual, rodeados de agua, consumen tan poco pescado.
Esa tendencia al aislamiento se cristalizó en la Edad Media, cuando los icarianos, convencidos por alguna razón de que descendían de la familia imperial bizantina, prohibieron el casamiento con extranjeros.
Pero esa antigua endogamia no explica todo. Los especialistas coinciden en que el milagro también reside en el gusto por la fiesta y la socialización.
Ya sea en la localidad de Agios Kirikos o en Evdilos, sobre la costa occidental de la isla, los escasos bares y restaurantes son un ejemplo perfecto de la intensa vida social de la isla. En cada mesa, grupos de jóvenes se mezclan con ancianos y debaten durante horas, animadamente, mientras consumen aceitunas, queso de cabra y un vino tinto producido desde hace siglos en la zona de Oenos (actual Kampos).
Y, sin embargo, Icaria no escapó a la crisis de Grecia, un país donde el 40% de su población activa carece de trabajo. Una de las medidas más draconianas que tomó el gobierno central para pagar su deuda a los acreedores internacionales incluye el inminente cierre del único hospital de la isla. Una medida que, en realidad, preocupa mucho más a los jóvenes que a los ancianos.
“Somos nosotros los que vamos al hospital. No ellos”, ironiza Christos Protas, que, a los 30 años, trabaja de taxista, traductor, guía turístico y agente de locación de vehículos para mantener a su familia.
Todos esos jóvenes pueden contar con la profunda tradición de solidaridad de los icarianos, aunque no siempre fue fácil para ellos. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la isla fue ocupada por italianos y alemanes, el 20% de la población murió de hambre. Algunos especialistas explican la asombrosa longevidad de sus habitantes justamente a través de un fenómeno darwiniano, que habría permitido sobrevivir a los más fuertes. Después de la guerra, miles de comunistas e izquierdistas fueron desterrados a Icaria, dando un sustento ideológico a la natural tendencia de los icarianos a compartir.
“Para cada habitante, ésta no es «mi» isla; es «nuestra» isla”, dijo a LA NACION la historiadora greco-británica Topsy Douris, autora del libro Icarian Tales, sobre sus propios orígenes.
La mayoría de los ancianos de Icaria, testigos de un siglo de sangre y fuego, han vivido padecimientos y privaciones que pocos aceptan rememorar. “Depresión, tristeza, soledad, estrés…Todo eso puede quitar décadas de vida. Lo importante es esto: el presente y una vida simple”, dice Aleko Pateraki. A los 97 años, como cada día, ese hombre increíblemente enérgico prepara su modesto barco de pesca para hacerse a la mar.
Apuntando a la isla vecina de Samos, Aleko reflexiona: “A apenas 15 kilómetros, enfrente, hay un mundo totalmente diferente. Los samios son mucho más desarrollados. Tienen edificios altos, casas que valen millones de euros. En Samos, el dinero es un asunto serio. Aquí no. Eso nos permite vivir en paz”.
Para él, el secreto de una larga vida es “nunca freír los alimentos en manteca, dormir todo el tiempo que sea necesario y con las ventanas abiertas, evitar la carne, beber té de menta o de salvia y asegurarse de contar con una o dos copas de vino en cada comida, ¡y con una buena compañera!”.
Las investigaciones de Chrysohoou revelaron justamente un dato inesperado: los hombres de Icaria siguen teniendo una vida sexual “regular”, “satisfactoria” y con “buena duración” entre los 65 y los 100 años.
Smagarda Karimali dice lo mismo con más pudor: “El amor y la familia es la clave de todo”.
¿Quién puede vivir solo? -argumenta la mujer, de 93 años.
-¿Usted siempre estuvo enamorada de su marido?
Siempre. Pero él era hermoso -confiesa, al mostrar su foto.
-¿Y usted?
¿Yo? Era la más fea del pueblo. Pero siempre tuve otros argumentos muy buenos…
Icaria fue controlada por muchos, pero dominada por nadie. Samos, Persia, Esparta, Macedonia, Egipto, el Imperio Romano, Bizancio y Génova pasaron por ahí. En épocas más recientes, fue el turno de los Caballeros de San Juan y del Imperio Otomano. Por fin, la isla se integró a Grecia en 1912, tras vivir cuatro meses de independencia, durante los cuales los habitantes crearon una bandera, escudo y acuñaron moneda. Aun hoy, el minúsculo aeropuerto de la isla recibe al extranjero con la orgullosa divisa azul marino atravesada por una cruz blanca, junto a la insignia nacional.
Otro elemento fundamental que explica el denso tejido social icariano es la religión. “Nadie falta a misa los domingos y se ayuna en vísperas de las celebraciones ortodoxas. La iglesia ha sido históricamente el sitio donde se organiza la comunidad”, precisa Topsy Douris.
Por su parte, los popes ortodoxos, probablemente más exigentes, activos y proselitistas que los sacerdotes católicos, también participan del milagro de la longevidad.
Con casi 100 años, una esposa, tres bellas hijas y cuatro generaciones de icarianos bautizados, “Pappas Kastagnàs” jamás renuncia al paseo cotidiano por las empinadas callejuelas de su feligresía. Alegre, de buen humor, disponible, se mueve con paso seguro y aliento firme. Al atardecer, es fácil verlo bebiendo un café o una copa de vino local, rodeado por una corte de fieles y familiares.
Con 104 años, Konstantinos Yarinis hace tres horas que junta madera en su jardín. Sordo a las protestas de su nieto, Kostas, su cuerpo se yergue y se vuelve a doblar con una elasticidad que causa perplejidad.
Si yo no lo hago, ¿quién? -dice, sin levantar la mirada.
Nosotros, pappú [abuelo].
Ya tendrán tiempo cuando yo envejezca. Por el momento, no quiero molestar a nadie.
Eso es Icaria. Una sociedad donde nadie se preocupa por la edad que tiene. Donde nadie sufre de marginación. Donde la colectividad se preocupa para que cada uno tenga lo que necesita para comer y, a cambio, todos se sienten obligados a contribuir a la vida común. Donde no existen los robos y la gente duerme con las puertas abiertas porque todos se conocen. Donde al final del día todos comparten un té de hierbas porque es lo único disponible. Donde hasta los menos sociables no están solos, porque sus vecinos los persuaden de acompañarlos a la fiesta del pueblo para comer su parte de carne de cabra.
Después de mucho pensar, tal vez el secreto de la vida eterna resida en que, para lograrla, haya que vivir en un universo que lo propicie. Participar de una cultura común, estar animado por un sentimiento de pertenencia, un objetivo preciso, social o religioso. Contar con esos cimientos indispensables sin los cuales una larga vida y una buena salud no tienen, finalmente, ningún sentido.
LA NACION