05 Nov Guillermo Coria: de la burbuja del tenis a la realidad que le impuso la vida
Por Sebastián Torok
Un camión que transporta granos va dejando rastros sobre la avenida Eva Perón, en el noroeste de la ciudad. Bullicioso, el traqueteo de un tren de carga sacude el letargo en la luminosa mañana en Fisherton, un barrio impulsado a fines de 1880 por la gente que latía junto al ferrocarril y que, tiempo después, se convirtió en una zona residencial de amplias veredas y perfume de eucaliptos. Más allá, un tractorcito de cortar pasto va y viene, insistente, sobre el campo del Rosario Golf Club. Cruzando la vía, la calle de tierra y cascote conduce hasta un grupo de adolescentes sobre canchas de polvo de ladrillo que parecen robots con raquetas disparando misiles. Uno de ellos, “envasado” en ropa y zapatillas deportivas, pero distinto, entra y sale del court de tenis; anima, lanza indicaciones y observa. Luce cuerpo espigado -unos 175 centímetros con no más de 60 kilos-, gorrita dada vuelta y la raqueta aferrada a la mano diestra. Ya no es un adolescente Guillermo Coria , pero tiene la expresión de siempre. El almanaque parece haberse detenido en 2004, cuando se consagró en Montecarlo, o cuando se le frustró la Copa de los Mosqueteros en Roland Garros. Por semblante, es el mismo que jugaba en puntas de pie, que hacía tanta magia que llegó a número 3 del mundo, que era casi imbatible sobre superficies lentas, con personalidad difícil y reacciones ácidas, que se retiró en 2009 con un hombro maltrecho y martirizado por los demonios del saque. Sin embargo, espiritualmente es muy distinto de aquel al que Bono le pidió una fotografía en un bar del principado monegasco o al que George Bush (padre) le interrumpió la cena en un restaurante de EE.UU. para revelarle su admiración.
El Mago, a los 32 años, recuperó la sensibilidad de cuando pedaleaba en bicicleta y tomaba helados con los amigos en las plazas de sus pueblos: Rufino, donde nació, y Venado Tuerto, donde se instaló con pocos años luego de que su padre, Cacho, concluyó el profesorado de educación física y se orientó a trabajar allí como instructor de tenis. “Mis padres se casaron jóvenes; mi mamá tenía 16 años y me tuvo a los 17. Y de ellos heredé el esfuerzo. No teníamos una casa propia. Mi viejo, profe de tenis, como todos en ese oficio, dependía del clima, de los alumnos… Tenía épocas con diez clases por día y otras con sólo una por semana, y así tenía que mantenernos. Mi abuela, con poquitos ahorros, nos compraba alguna remerita para salir y no mucho más. Fue duro. Por eso, cuando firmé mi primer contrato importante compré una casa para sacar la presión del alquiler”, evoca Coria, acomodado en un sillón en la terraza de la academia que lleva su nombre, donde recibe a unos 300 chicos de entre 4 y 21 años (escuelita y competición). Le ofrecieron dinero por, simplemente, prestar su imagen para crear academias en México, Miami o Europa, pero prefirió invertir en el interior del país. No se arrepiente, aunque muchas veces la burocracia le genere disgustos. Y es allí donde hoy se mantiene muy ocupado, cuando no está al cuidado de sus hijos, Thiago (2 años) y Delfina (1), naturalmente.
“La crianza en el interior es increíble: la bicicleta, ir caminando sin problemas al colegio, estar en la esquina jugando hasta la noche. Antes no existía la tecnología y no pasaba nada. Me encantó esa vida y me ayudó durante mi carrera, en los momentos de exposición. Cuando estaba arriba, sobre todo siendo top 10, eran pocos los días que tenía para volver. Y cuando los tenía, me iba a Venado, a una quinta, y me olvidaba de un mundo no digo irreal, pero sí distinto, de hoteles cinco estrellas. Uno pierde conciencia de todo, como de la plata, y la lógica inmadurez te lleva a cometer errores. No existían Twitter ni Facebook; mandaba una postal a mi casa desde Europa o Estados Unidos, yo volvía al mes y recién ahí llegaba el correo. Me tocaron momentos duros por jugar al tenis, como cuando murió mi tío y no me dijeron nada hasta volver porque yo estaba compitiendo. Perderme cumpleaños importantes, sobre todo de 15, o el viaje a Bariloche, al que decidí no ir para jugar una gira en Canadá y Estados Unidos. Son cosas que te marcan, te duelen, pero te van haciendo fuerte para no regalar nada y esforzarte para cumplir un sueño, que en mi caso era jugar al tenis en el mundo”, reflexiona Guillermo, que recibió ese nombre a partir de la fascinación de su padre por Vilas. “Los desafíos siempre me alimentaron, me encantaba jugar contra chicos más grandes. Y por eso, creo, tampoco me costó llevar ese nombre; es más, me gustaba y soñaba con mantener el Guillermo vigente en el tenis por un tiempo más”, añade, sonriente, en armonía.
Coria dice tener fotos durmiendo en la cuna y con una raqueta a su lado. El tenis fue siempre su motor. Aún conserva la primera raqueta, una Prince Junior. En cada cumpleaños de la niñez añoraba algo relacionado con el tenis, salvo cuando cumplió siete, que pidió una bicicleta. Graciela, su mamá, hasta debía decorar las tortas con esa temática. Sucede que ya desde chico Guillermo se distinguió en los courts; con sólo siete años comenzó a viajar a Buenos Aires, de jueves a domingo, para practicar en la academia de Oscar Barral y Carlos Gattiker. Y a los 13, después de concluir 7° grado, le surgió la posibilidad de radicarse en Key Biscayne y, tras discutirlo con sus padres, no la dejó pasar. Y así se fue formando. “Era distante, cero demostrativo, tímido -reconoce-. También fue por cómo crecí. A los 13 me fui a los Estados Unidos; y no es lo mismo madurar en tu casa que afuera. Vivía con 50 dólares por semana, me tenía que cocinar, ir al supermercado, lavar la ropa, mandaba cartas porque era casi imposible hablar por teléfono, muchas veces sólo tomaba leche con cereales y comía un «sanguchito». Íbamos a competir a Europa y, como no tenía para pagar el hotel, me colaba en las habitaciones de mis compañeros sin que se dieran cuenta en la recepción; tenía una de esas colchonetitas para yoga y dormía en el piso. Aguanté un año y medio, y cuando volví al país dejé de jugar durante meses, estaba quemado. Pero era la vida que quería, me guardaba todo, nunca demostraba que estaba triste. Me aflojé cuando me retiré y empecé a hacer un poco más de vida social. Antes se me hacía difícil, porque cuando salía a algún lado a comer me sentía observado, el fanatismo me agobiaba. Todas esas cosas hacen que te encierres, te van formando la personalidad. Cuando me retiré me fui sorprendiendo yo mismo con algunas decisiones, como jugar un campeonato de fútbol con gente que casi ni conocía. Me fui abriendo, conocí gente nueva, me hizo muy bien. En su momento era bravo. Ahora sí, estoy distinto.”
Como profesional, Coria era disciplinado, obsesivo. Si no conseguía sitios cómodos para comer que estuvieran al lado del hotel, se alojaba en apart hoteles, y Carla, su mujer, le cocinaba. Prácticamente no salía por las noches. Visitó unas 20 veces Nueva York y no conoció la Estatua de la Libertad. “Terminaba roto los partidos; me dolía desde la uña del pie hasta al pelo de la cabeza. Entonces, descansaba. Cuando jugás, vas viviendo todas las sensaciones, parece una montaña rusa. Adrenalina, cosquillas en la panza, pánico. Llega un punto en el que eso te va saturando, pero, cuando parás, decís: «Uh, esa vida me gusta». Cuando te retirás está bueno no sentir eso dos semanas, dos meses, seis meses. Después, toda la adrenalina necesitás descargarla y es imposible, no la volvés a sentir. Entonces decís: «Pucha, eso era lo que me hacía vivir y apasionarme». El día después del retiro tenés que ser inteligente para tratar de canalizar todo y no caer en un pozo. Nunca fui depresivo, pero hay que buscarle la vuelta para no mandarte macanas. Para no quedarme parado, puse mis negocios. Y terminé de valorarme viniendo al club, viendo a los chicos que se rompen el alma para poder sacar su primer punto del ranking nacional o de ATP, y no pueden. Lo que quiero decir es que fue duro al principio cuando dejé el tenis, pero después lo acepté. Ya no era feliz con lo que hacía y tenés que dar un paso al costado, olvidarte. No se vuelve atrás. Lo que logré, bien; lo que no logré, lo intenté. Los tenistas nos retiramos siendo muy jóvenes y después de hacer lo mismo durante mucho tiempo. Me fui valorando más cuando volví a la realidad. Porque hasta cuando estás en racha positiva pasa a ser aburrido ganar siempre.”
-Este año se cumplió una década de la final en Roland Garros. ¿Qué clase de recuerdo representa para vos?
-¿Diez años? Pasó rapidísimo. En ese momento en el vestuario no paraba de llorar, estaba hecho pelota. Fue muy duro por la oportunidad que había dejado, porque sabía que sería complicado ganar en el futuro porque se venía Nadal. Sentí un poco la presión, porque llegué a París luego de que Federer me cortó una racha importante en Hamburgo, pero Roger perdió rápido en el torneo (3a rueda ante Guga Kuerten ) y en la primera conferencia de prensa que hice en la sala más grande los periodistas del mundo me preguntaron cómo iba a festejar. Fui sintiendo la presión y no pude jugar suelto como lo venía haciendo. Así y todo, llegué a la final y se me fueron dos match points a pocos centímetros.
-Cuando estabas dos sets arriba y dominando a Gaudio, ¿pensaste en todo lo que vendría si ganabas el trofeo?
-Me pasó eso, en realidad. Estaba tranquilo tenísticamente, lo veía a Gastón el día anterior y lo notaba incómodo. Mi único miedo era que no me vinieran malos pensamientos y acalambrarme. Todo lo que al final pasó era lo que yo temía. Lo peor, además, fue que el partido se diera tan fácil, porque para un tenista lo peor que le puede pasar es pensar. Yo no pensaba en la cancha, miraba al rival y si le molestaba que le tirara la pelota a la derecha, lo hacía mil veces intentando hacerle pasar el peor momento de su vida. Veía que Gastón se quería ir, que hablaba y me llevó a pensar. Iba una hora de partido y me llevé el foco a otro lado. Si era un partido parejo, no pasaba. Había vivido muchas cosas malas, como el doping, y necesitaba descargarme. Estaba con odio, mucho odio por un montón de cosas que iba viviendo fuera del tenis, con juicios al laboratorio del medicamento contaminado que tomé, con la ATP. Y me mató. Pasó lo que temía.
Aquel momento dejó una huella en la carrera de Coria. Para colmo, poco después llegaría la cirugía en el hombro derecho, la pérdida de confianza, los regresos al circuito, las emotivas finales perdidas en Roma y Montecarlo ante un pequeño monstruo que crecía como Nadal, el karma de las dobles faltas, la tirantez con algunos compañeros. El Mago tenía su carácter: “Me buscaban y me encontraban fácil (sonríe). Pero era peor, porque más me prendía. Ojo, a muchos que los ves calladitos, eran terribles. Yo no careteaba nada, no era falso; si no te bancaba, no te saludaba”, aclara. Buscó ayuda en el psicólogo Jim Loehr, viajó a EE.UU. para escucharlo y tratar de hallar herramientas. Pero ya nada fue igual. “Fui haciendo lo posible para solucionar temas. Pero cuando estás ahí arriba es muy difícil confiar en la gente. Sos cerrado. Recién te das cuenta de que eras así cuando te retirás. Llegó un punto en el que no disfrutaba. Dejé de viajar en avión; yo le tenía miedo y la pasé mal muchas veces, como cuando volvíamos con Nalbandian de Japón, de ganar el Mundialito, y se vino a pique varios metros. Entonces, cuando lograste un montón de cosas y no tenés la necesidad de estar pasando esos momentos, dejás, no hay otra”.
Coria, una de las joyas de la Legión, asegura que las presiones laborales que tiene en la actualidad “no son nada” comparadas con las que vivió como tenista. Sí le alteró la vida ser padre. “Es una presión tan grande que te desgasta. No te podés descuidar, la inseguridad te preocupa, pensás en lo que vendrá. Quiero que mis hijos tengan una buena educación y que no les falte nada a nivel afectivo. En el tenis, cuando tenés resultados, vas madurando de golpe, y siendo padre, también. Te encontrás con situaciones límite, en las que no sabés para dónde disparar”, dice Coria, a corazón abierto, y desvía la mirada hacia una rampa que une el gimnasio de la planta baja con el buffet del club, en el primer piso.
En febrero, desde allí, desde unos cinco metros, Thiago se cayó y se salvó. Guillermo no duda: fue un milagro. “Ese día había un torneo, mucha gente, me descuidé un minuto, Thiago se puso a jugar con otros chicos y se fue para el otro lado. Sentí la explosión cuando cayó sobre la cancha de polvo, corrí, lo levanté y no respondía. Dos padres que estaban en el club, médicos, lo salvaron, le hicieron respiración boca a boca, la ambulancia vino rapidísimo y acá, en el Sanatorio de Niños, que es de lo mejor en el país, lo cuidaron mucho. Tuvo fractura de cráneo. Es el día de hoy que cuando se duerme en el sillón y tengo que levantarlo, como aquella vez, pero ahora para llevarlo a la cama, no me puedo sacar esa imagen y lloro. Por eso, todo de lo que me quejé en mi carrera, como lo de Roland Garros y lo que diga la gente, me importa un bledo. No logré algo importante en lo personal y me dolió, pero esos cinco centímetros por los que insulté durante tanto tiempo por los match points perdidos fueron los mismos que salvaron a Thiago de caer con la cabeza en un cordón de hormigón. Cayó sobre el polvo, porque, si no, chau. Son dos minutos en que se te va la vida, porque no superaría algo así nunca más”, dice Guillermo. Su relato estremece. Tiempo después, visitaron al padre Ignacio, tan venerado por sus dotes sanadoras. “Le tocó la cabecita a Thiago y pedimos por Delfi. Mirá…, yo era muy bravo cuando jugaba, a veces maleducado, aunque luego pedía perdón. Pero todo aquello ya pasó. Mis prioridades son otras. Estoy más liberado. La vida me cambió”, confiesa Coria, radiante, reflexivo. Y se nota.
El doping, un gran disgusto
Uno de los momentos más ingratos que vivió Coria en su carrera fue el doping. Un suplemento contaminado derivó en el positivo en 2001. Tiempo después, Guillermo le hizo juicio a la compañía fabricante de suplementos alimenticios y vitamínicos involucrada. “Fue durísimo. La gente escucha un caso de doping y enseguida lo lleva a pensar en la cocaína o en otro tipo de drogas. Yo no lo podía creer, fue algo injusto. Estuve muy dolido con la gente que me rodeaba. Tenía 17 o 18 años, estaba 24 del mundo, estaba subiendo con todo por delante y que te frenen así es duro. Ojo, la sustancia yo la tenía en el cuerpo, era un complejo vitamínico que estaba contaminado y traté de demostrar que era inocente. La plata que tenía la invertí en tratar de demostrar que estaba limpio. Contraté al mejor psicólogo de España para que me hicieran un estudio súper estricto. Me traje a gente de Francia para que me hicieran análisis del pelo, porque un centímetro te representa a lo que tomaste durante un mes. Me fui a Miami a exponerme a un detector de mentiras, como a los ladrones. Me metieron en un cuarto, me trataron como a un criminal y lloré un montón. Lo hice todo para demostrar de mi personalidad. Pero fui al juicio y ya estaba todo cocinado. Para mí no fue lo mismo crecer de una manera, que así, con esa bronca guardada. Y así y todo logré muchas cosas”.
El recuerdo del amigo fallecido
En 2004, cuando Coria ganó el ATP de Buenos Aires, se lo dedicó a Matías Sosa. ¿De quién se trató? De un amigo de su infancia fallecido. A la distancia, el Mago lo recuerda: “Era un crack. Entrenábamos juntos con mi viejo y él. Fue duro. Falleció en un accidente de tránsito mientras iba a Vicente López. Yo tenía que estar en ese auto, además. El fin de semana anterior en un torneo provincial, estábamos jugando la final en Newell’s, que justo jugaba de local, hubo problemas, la hinchada se metió por las canchas de tenis y se suspendió mi partido y se pasó para el fin de semana siguiente, por eso yo no viajé en ese auto. Con Mati siempre nos peleábamos para viajar junto a la ventana para apoyarse y dormir más cómodo, y él fallece también porque iba de ese lado. Fue un golpe durísimo. Y ahí en Buenos Aires pude dedicarle el torneo; si hubiera ganado Roland Garros también lo hacía”.
LA NACION