Estambul, en un tour literalmente de película

Estambul, en un tour literalmente de película

Por Manuel H. Castrillón
Estambul, como una amante con sus hermosos brazos, uno en Europa, otro en Asia, parece llamarnos, acogernos en su seno. Bizancio, Constantinopla, Estambul, griegos, romanos, bizantinos y turcos. La ciudad, a lo largo de la historia, cambió de nombre y ocupantes, y esta madre ora cariñosa y mágica, ora arisca como amor despechado, ha sido fuente de inspiración. Escritores de todos los pueblos han caído en su embrujo y volcado en miles de páginas la descripción de sus encantos.
Uno anticipa un viaje a través de las letras y lo recuerda también con ellas, con películas y fotografías. Desde la Edad Media hasta el Romanticismo, Estambul era sinónimo de exotismo, de serrallos y sultanes, así como de íconos ortodoxos y mezquitas. ¿Cómo fue pintada por el arte? Desde Gustave Flaubert, Gérard de Nerval, Pierre Loti, Umberto Eco hasta Orham Pamuk, pasando varias veces por las aventuras de James Bond, o las imágenes melancólicas de La sal de la vida y la tristeza de Al otro lado, Estambul fue protagonista y escenario.

LAS ENTRAÑAS DE CONSTANTINOPLA
Uno de los lugares más visitados por el turismo en la actualidad es la cisterna Basílica, a poca distancia de Santa Sofía y a no tanta de la Mezquita Azul. Desde Sean Connery como James Bond en De Rusia con Amor hasta Clive Owen en Agente internacional podemos ver en la pantalla este laberinto subterráneo tan inexplicable. Así la describió Eco, en Baudolino, quien “vio el vientre mismo de Constantinopla, allá donde, casi debajo de la iglesia más grande del mundo, se extendía oculta a la vista otra basílica, una selva de columnas que se perdían en la oscuridad como árboles de una floresta lacustre que surgían de las aguas. Basílica o iglesia colegial completamente invertida, porque incluso la luz, que acariciaba apenas los capiteles que se desvanecían en la sombra de las bóvedas altísimas, no procedía de rosetones o vidrieras, sino del acuátil suelo, que reflejaba la llama movida por los visitantes”.
Caminemos luego hasta Santa Sofía, mil años iglesia, 500 mezquita y ahora museo. ¿Cómo habrá sido la última misa antes de la caída (¿o conquista?) en manos de los turcos otomanos del sultán Mehmed de este postremo reducto del imperio bizantino? El escritor finlandés Mika Waltari (1908-1979) la pinta así: “Cientos de velas ardientes producían una luz tan brillante como la del día. Dulces, aunque poderosas e inefablemente tristes, las efigies de mosaico tendían su mirada desde las áureas paredes. (?) Muchos hombres sollozaban. En presencia de todos nosotros, el emperador (Constantino XI) confesó sus pecados con palabras que los siglos han santificado”.
Los siglos han pasado y hoy la inmensa catedral está en paz, a la vista de todos los millones de turistas que la visitan anualmente. Como el personaje del novelista Petros Márkaris, el comisario Kostas Jaritos, que cuenta que “retrocedo desde el pórtico hasta la puerta imperial, para poder contemplar la iglesia en toda su magnitud. Es curioso, da la impresión de que Santa Sofía hubiera sido construida de tal modo que uno siempre tiene que mirar hacia el cielo, nunca hacia los infiernos. Por más que uno intente fijar la vista en lo bajo y terrenal, ella insiste en deslizarse hacia lo alto, hacia las columnas, las galerías del gineceo, las cúpulas y las ventanas que, selectivamente, iluminan el pórtico con algunas pinceladas de claroscuro. Sin duda, esto tiene que ver con el sobrecogimiento que produce el templo. Por otra parte, todo lo hermoso de la iglesia se encuentra en lo alto y hay que levantar la cabeza para admirarlo. Busco a alguien que mire hacia abajo o a su alrededor, y no encuentro a nadie”.
Uno de los exponentes más impresionantes de la arquitectura islámica es la Mezquita Azul, construida entre 1609 y 1616, por mandato del sultán Ahmet I. Si se quiere recorrer su exterior, en el citado film Agente internacional, de 2009, tenemos varios minutos a nuestra disposición.
Lo que antes ocupaba el inmenso hipódromo de la ciudad en tiempos del imperio bizantino, convertido hoy en un enorme parque, podemos recorrerlo con La sal de la vida.
El Gran Bazar, donde se venden desde alfombras hasta joyas de oro, parece ser el lugar apropiado para rodar películas de acción. Lo vemos en Skyfall, último film de James Bond, con Daniel Craig, y en la clásica De Rusia con amor. Sus techos también son un escenario muy usado. Allí vemos a Craig andando en motocicleta y a Liam Neeson tratando de salvar a su hija en Búsqueda implacable 2.
Si quieren saber cuál es la mezquita que vemos varias veces en La sal de la vida, aquella que parece flotar sobre las aguas del estrecho del Bósforo, es la impresionante Mecidiye, en el barrio de Ortaköy, un hermoso rincón con locales de comida, recuerdos y boliches.

LA VIDA EN UN MERCADO
Volvamos hacia el casco histórico, antes de cruzar ese tramo de mar llamado el Cuerno de Oro, esta vez de la mano de Gérard de Nerval (1808-1855): “Salimos de Pera, la ciudad de los francos; nos vamos a bazares de Estambul, la ciudad turca. Después de pasar la puerta fortificada de Gálata, uno todavía tiene que ir por una calle larga y serpenteante llena de salones de baile, confiterías, peluqueros, carniceros y cafés francos que recuerdan a los nuestros, y los cuadros están cargados de periódicos griegos y armenios. (?) Nos detuvimos unos minutos en uno de estos cafés para disfrutar de un dulce gloria. Más abajo en el mercado se encuentra la fruta que muestra las maravillas de la fertilidad que rodea Constantinopla. Por último llegamos, a través de las calles tortuosas y congestionadas de los transeúntes, a la escala para embarcarse y cruzar el Cuerno de Oro, golfo de una milla de ancho y a unos cinco kilómetros de longitud, que es el más maravilloso y más seguro puerto del mundo, y entre los suburbios de Estambul, Gálata y Pera”.
Si hablamos de sensualidad, intrigas, asesinatos y golpes de Estado, el palacio de Topkapi, la antigua residencia de los sultanes otomanos, hoy uno de los museos más importantes del mundo, es imperdible. Aunque han pasado 50 años del estreno de la película Topkapi, con Melina Mercouri, Maximilian Schell y Peter Ustinov, la distribución del palacio no ha cambiado, y podemos ver no solamente su interior, sino además unas hermosas vistas de los barrios menos turísticos de la ciudad turca.
El harén, o serrallo, dentro de Topkapi, era una ciudad en sí misma. Allí vivían la familia del sultán y sus cientos de queridas. Se seguía un estricto código de relaciones de poder. La mujer más importante era la valida, la madre del sultán. Aunque también sucedían cosas inesperadas, como el asesinato de unas de las esclavas sexuales. Una buena descripción de la vida en el serrallo durante el siglo XIX lo encontramos en El árbol de los jenízaros, de Jason Goodwin, como podemos ver en este párrafo. “Yashim, en realidad, había encontrado tiempo para visitar el harén aquel día; pero había ido discretamente, sin avisar a nadie, simplemente a ver dónde había sido hallado el cuerpo, y dónde había vivido la muchacha. Su habitación, que había compartido con otras tres muchachas, tenía camas de hierro y varias filas de perchas en las cuales las jóvenes colgaban sus ropas y las bolsas que contenían los jabones perfumados que les gustaban, algunos chales y babuchas, retales de ropa y los brazaletes y joyas que poseían. Como Cariyeler, doncellas del harén, sus compañeras de cuarto no habían sido aún ascendidas al rango de gözde, pero lo estaban esperando”.

EL MAR ETERNO
El turco y premio Nobel de literatura Orham Pamuk ha descrito como pocos el espíritu de su ciudad natal, en un libro que lleva el nombre de Estambul.
Su retrato de los barrios se entrecruza en todo momento con su vida: “El placer de pasear por el Bósforo se debe a que uno siente que se halla en un mar en movimiento, poderoso y profundo dentro de una ciudad enorme, histórica y descuidada… Las mañanas brumosas y cubiertas de humo, las noches de lluvia y viento, las bandadas de gaviotas instaladas en las cúpulas de las mezquitas, la contaminación del aire, las chimeneas de las estufas, que se alargan de las casas a las calles como si fueran cañones de artillería que despiden un humo sucio, los contenedores de basura oxidados, los descuidados parques que en los días de invierno se quedan vacíos, y la prisa de la gente que regresa a sus casas las noches invernales entre el barro y la nieve, llaman a ese sentimiento interior del blanco y negro que se agita en mi alma entre la alegría y la tristeza: las fuentes antiguas rotas aquí y allá que llevan siglos sin funcionar, las tienduchas destartaladas que aparecen de repente alrededor de las viejas mezquitas de los suburbios o, sin que nadie lo perciba ya, alrededor de las grandes mezquitas aljamas, la multitud de alumnos de escuela primaria con sus babis negros y sus cuellos blancos…”.
LA NACION