10 Nov El Art Nouveau, patrimonio porteño
Por Fabio Grementieri
La “babelización” de Buenos Aires se acelera al iniciarse el siglo XX con récords de oleadas de inmigrantes que conforman dos tercios de su población. La cabeza de la potencia sudamericana que cruje de progreso viene redefiniendo su imagen con diversos estratos de eclecticismo derivados de adaptaciones y combinaciones de culturas arquitectónicas europeas. Es, sin duda, la apoteosis del eclecticismo desprejuiciado, casi arrogante, de un país adolescente y nuevo rico pero que comienza a crear propias expresiones de cultura como el tango orillero, la literatura celebratoria del esplendor efímero o de las raíces ambiguas de la argentinidad.
Por ese tiempo, como un fenómeno estacional de la cultura europea, se despliega el resplandor Art Nouveau que tiñe fugazmente la escena arquitectónica internacional. Los artificios del nuevo siglo, inspirados en las formas de la naturaleza, en la sensualidad, en la búsqueda de la síntesis entre arte e industria, en la reacción contra el academicismo reinante tienen especies estilísticas diferentes que crecen en distintas regiones: Sezession en Viena, Modernismo en Cataluña, Liberty en Italia, Jugendstil en Alemania, Art Nouveau propiamente dicho en Bélgica y Francia.
La asimilación del estilo en estas tierras se inserta en un mecanismo similar al de cualquier corriente arquitectónica que llega aquí por esos años, alrededor de 1900. Sobre la base de un desprejuicio bien argentino se echaba mano a cualquier fuente de inspiración o modelo arquitectónico venido de Europa por cualquier medio. Por otra parte, las influencias se mezclaban a gusto del diseñador o del propietario, y en la materialización participaban profesionales, constructores y artesanos de distintas procedencias. La pasión por estar al día y, al mismo tiempo, fantasear con una tradición hacían que se tomaran todos los repertorios de ayer y de hoy. Así sucedió también con el Art Nouveau, que, con sus muchas cepas inmediatamente aclimatadas, conquistó sobre todo la edilicia privada aunque también se coló en algunas obras públicas.
En la Argentina, la afición por el Art Nouveau oscila entre la extravagancia y la presunción. Para la alta sociedad, es un divertimento de alcoba, casi a la manera del tango. Para los inmigrantes transformados en enriquecidos burgueses, es el traje de gala para demostrar su acelerada prosperidad. En muchísimos casos aparece como la hibridación entre tradición e innovación, el denominado eclecticismo modernista, de resultados ambiguos. En otros tantos acompaña estilos del repertorio del academicismo historicista y en particular se combina con el Luis XV, con el que forma un maridaje especial basado en la obsesión común por las formas curvas y la ornamentación opulenta.
En sus diversas versiones, el Art Nouveau se adhiere a las superficies exteriores e interiores de los edificios de distinta escala y función: desde la casa chorizo, pasando por el petit-hôtel,hasta llegar al edificio de renta para departamentos y oficinas, pero también en tiendas, teatros, hoteles y cines.
El método universal para construir modernismo se basaba en una composición de sustrato academicista o eventualmente pintoresquista, donde se combinaban originales aportes de variada procedencia en la definición de llenos y vacíos, de los detalles constructivos, de los elementos ornamentales, de la iluminación natural y artificial, o de las texturas, revestimientos o grafismos. La fórmula se completaba con el uso de los más diversos materiales (revoque, hierro, madera, vidrio, cerámica) para exacerbar líneas, texturas y colores. En Buenos Aires la mayoría de las obras se encuentran al oeste de la zona céntrica, en los barrios de Montserrat, San Cristóbal, y en las áreas de Congreso y Once, allí donde se asentaron las clases medias y la burguesía ascendente.
El Art Nouveau fue elegido por distintas colectividades inmigratorias para expresar su ascendencia a través de formas referenciales pero innovadoras, como en el caso del Club Español, fruto de un concurso ganado por el ingeniero holandés Enrique Folkers. Y también fue adoptado oficialmente por la Exposición Internacional del Centenario, esa megamuestra celebratoria del progreso argentino que se desarrolló en diversos sitios del área norte de la ciudad. La mayoría de los pabellones nacionales y extranjeros incorporaban el nuevo lenguaje decorativo en diversas versiones. El “sezessionismo” austríaco impregnaba la Plaza de Armas frente al hipódromo diseñada por Julián García Núñez para la representación española, donde desfiló la infanta en carruaje, y también teñía dos obras de Enrique Prins: el palacio con cúpula y brazos curvos consagrado a la Exposición Industrial junto al Rosedal y el Pabellón Frers en La Rural. En la sección de Comunicaciones y Transportes se lucían el estilo Liberty de los italianos en los portales de ingreso y en su propio pabellón. También en otros diseñados para provincias como Mendoza y Tucumán o el del Servicio Postal, único sobreviviente maltrecho de todo lo construido para los fastos del Centenario. En otros casos aparecían versiones telúricas del estilo como el relicario paraguayo de madera inspirado en obras de Horta o Guimard. Fue un festival efímero del nuevo estilo y la paradójica postal arquitectónica nacional de los festejos en el contexto de obras públicas que consagraban el clasicismo dieciochesco en manos de arquitectos Beaux Arts.
En el mundo Art Nouveau porteño descollaron cuatro maestros que hicieron obras particulares de gran originalidad, verdaderos monumentos que traspasan la frivolidad de un estilo o de una moda. El primero de ellos fue Julián García Núñez, quien estudió en Barcelona y recorrió el camino más afín a la innovación europea. Sus formas despojadas, el predominio de las rectilíneas y una policromía muy acotada presagian modernidades de posguerra. La ornamentación que despliega no está divorciada de la estructura. Ejecutada mediante diversos materiales, es un grafismo que expresa líneas de fuerza, provoca reverberaciones o realza la dinámica de la composición. Produjo edificios de alta calidad de diseño y factura, donde hasta el más mínimo detalle se inscribía dentro de la lógica del diseño total. Entre sus obras más importantes se cuentan el Hospital Español sobre la avenida Belgrano (casi todo demolido); el edificio de oficinas de Chacabuco 78 donde asombra el patio interior central coronado por una claraboya, surcado por la alta jaula del ascensor y orlado por balcones de piso translúcido; y varios edificios de departamentos donde recicla postales de Barcelona, Milán o Viena pero también de Tánger y Alger.
Otro de los maestros fue el italiano Virginio Colombo, que proyectó para connacionales enriquecidos que se dedicaron al comercio, la industria y la especulación inmobiliaria. A estos emprendedores les gustaba una arquitectura pensada para optimizar el uso de terrenos profundos, que permitían la multiplicación de unidades comerciales o de vivienda, con rasgos de ostentación y extravagancia, según los cánones académicos. La producción de Colombo es rica, variada y raramente pasa inadvertida en la escena urbana. Las frondosas fachadas de sus edificios aparecen como cascarones parlantes que inquietan no sólo por la flora, fauna y estatuaria que las pueblan sino también por los claroscuros realzados por diversas texturas y materiales. Esta parafernalia de imitaciones de piedra, granito y mármoles fue fruto de la habilidad de escuadrones de albañiles y “frentistas” italianos que plasmaron al pie de la letra los diseños del arquitecto.
El segundo del trío de capos italianos fue Francesco Gianotti, quien proveyó a Buenos Aires de dos obras cumbres: la galería Güemes y la Confitería del Molino. En ambas se combinan la alta tecnología del hormigón armado que permitía acrobacias volumétricas y espaciales, y la frondosidad preciosista y minuciosa de la ornamentación que sublimaba la experiencia sensorial. En el primer caso se trata de un edificio multifuncional, a la manera de un microcosmos urbano de carácter futurista, suerte de nave autosuficiente que incluía un teatro, un cabaret, dos restaurantes, pisos de vivienda y de oficina, galería con locales comerciales y terraza-mirador; todo ello servido por alardes técnicos inusitados para Buenos Aires. Por su parte, la Confitería del Molino, construida en tiempo récord, fue en realidad una ampliación de un edificio que resultó en una impresionante fachada orlada por una ampulosa marquesina y culminada en un torreón, ambos elementos cubiertos con vitrales iluminados desde adentro con luz eléctrica.
Cierra la trinidad italiana Mario Palanti, figura destacada no sólo por sus obras materializadas sino también por su reflexión teórica y su experimentación formal. Palanti intentó, en algunas de sus construcciones y en numerosos proyectos, desarrollar un estilo que fuera representativo de los nuevos tiempos signados por la metropolización y monumentalización. Dentro de una actitud conservadora, aparentemente antivanguardista, exploraría el camino que el expresionismo europeo libertario y de inspiración esotérica intentaba trazar en esa misma época. Gran “sintetizador”, Palanti “remixó” diversos estilos decimonónicos: neorrenacimiento, neorrománico, neogótico. Pero además supo combinar el vértigo y la vibración tanto del barroco Piranesi como del futurista Sant’Elia. Su obra magna es el Pasaje Barolo (mellizo del Palacio Salvo en Montevideo).
Concebido a partir de un programa que preveía distintos usos, la plasticidad reina en las masas exteriores así como también en los espacios interiores. El lenguaje arquitectónico del edificio es difícil de inscribir en un estilo o escuela precisa. Representa un importante intento de conjugar distintas trazas de la tradición arquitectónica europea medieval con modernas técnicas constructivas a la manera estadounidense y rasgos de carácter rioplatense. Calificado por su autor como “rascacielos latino”, el Barolo es representativo de una actitud arquitectónica impregnada de prefiguraciones oníricas, de gestos únicos y de ideales heroicos, dentro del espíritu del Risorgimento italiano en camino hacia su desenlace fascista. En la búsqueda de una nueva arquitectura, superadora de las tensiones a las que había llegado el eclecticismo historicista, el edificio es una pieza única que demuestra la posibilidad de aunar creatividad y respeto por el entorno.
El Art Nouveau porteño se prolonga hasta principios de la década de 1920, cuando comienzan a despuntar otros expresionismos: el neocolonial y el Art Déco. El contexto europeo fue bien diferente del argentino. Allí el nuevo estilo buscaba romper con la tradición, enancado en un desarrollo industrial que se incrementaba aceleradamente. Aquí, en cambio, dominaba el puro impulso de proyectarse hacia adelante, hacia la modernidad. La riqueza de la producción local en su conjunto proviene de ese afán pero también de la apropiación de múltiples aportes que la transforma en un Art Nouveau eclecticista y paneuropeo, paradójicamente plural dentro de una corriente que ensalzaba la singularidad.
LA NACION