De la muerte de Dios a la muerte de lo humano

De la muerte de Dios a la muerte de lo humano

Por Abraham Skorka
Nietzsche fue transformado en uno de los íconos del nazismo mediante una tergiversada interpretación de su pensamiento. De su vasta obra resalta una frase que marca el hito de una época: “¡Dios ha muerto! ¡Y somos nosotros quienes le hemos dado muerte!” ( La gaya ciencia , 1881).
Desde los tiempos del Iluminismo, la imagen de Dios venía agonizando en Occidente. En las postrimerías del siglo XIX y principios del XX, tal como lo afirmó el filósofo alemán, se decretó su muerte y se procedió a su entierro. Pero, ¿qué significó para Occidente haber enterrado al Dios de la tradición judeocristiana?
En esa concepción, Dios es el ser que obra con justicia, rectitud y misericordia, y demanda de cada individuo que lo imite. Muerto Dios, el hombre se quedó sin paradigma de valores e ideales con los cuales pueda hacer su existencia. En las propias palabras de Nietzsche: “Lo que el mundo poseía de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestro cuchillo”. No quedaba otra opción, el hombre debía ocupar el lugar de Dios. No quedaba más lugar para reyes o jefes que ocupasen un sitial por gracia de Dios. Debía surgir el conductor absoluto que, por su propia gracia, detentase el poder.
Si bien el surgimiento del nazismo se debe a múltiples razones que abarcan lo económico (la terrible crisis que azotó a Alemania después de la Primer Guerra Mundial), político (la abdicación del rey) y social, el factor ideológico subyacente es el que más aterra, pues esencialmente en él deben buscarse las razones que conllevaron a los jerarcas nazis a erigir los campos de concentración en los que debía aniquilarse a aquellos que no eran de su agrado, especialmente los judíos. La concepción de lo humano que la civilización occidental tuvo por siglos había sido asesinada. Seis décadas después de haber anunciado Nietzsche la muerte de Dios, al que la civilización judeocristiana proponía imitar, el nazismo anunciaba la muerte de tal ideal imitativo, y la mejor forma que hallaron para pregonar su nuevo dogma fue mediante el comienzo del exterminio del pueblo en cuyo seno fue engendrado aquél.
La Alemania nazi dispensó ingentes esfuerzos para que las “fábricas de la muerte” no menguaran su “producción”. La ideología del exterminio del “otro” que es satanizado, por lo tanto, no puede ser considerada como un mero factor secundario, sino como preponderante para comprender lo acaecido. La Shoá -palabra hebrea que denota devastación, con la que se designó este drama, es más apropiada que holocausto, que refiere a un sacrificio- no puede ser vista como un crimen más, sino como el paradigma de la arbitrariedad y la demencia que conlleva la destrucción de lo humano, en sus valores y en su condición física.
El vacío existencial que dejó la Segunda Guerra Mundial, y la Shoá en especial, signa, desde entonces, la realidad humana. Nos hallamos en el tiempo en el que se decretó la muerte de los ideales, y la mejor forma de calificar este presente es, tal como lo afirmó Zygmunt Baumann, “modernidad líquida”, pues la conducta y el compromiso del hoy no afectan a los del mañana. El ser humano se halla desesperadamente buscando el sentido de su existencia.
No sólo los cambios tecnológicos, políticos y económicos afectan al hombre de nuestros días. Cada individuo conforma su existencia sobre la base de una concepción de lo humano, que gravita en sus decisiones de vida. ¿Cómo conformar tal base si Dios y la vieja concepción de lo humano ya fueron aniquilados y enterrados?
Si bien, por distintas causas, se produjo un movimiento de retorno a lo religioso en movimientos que surgieron a partir de la década del 70 del siglo pasado, éstos sólo sugieren una vuelta a las formas del pasado. La religiosidad que contemple dentro de su seno una actitud de inquietud frente a la Shoá y sus componentes que afectan al hombre aún no se ha gestado plenamente. Si bien hubo grandes contribuciones al respecto (Buber, Heschel), la respuesta capaz de generar un cambio de actitud en muchos es aún una materia pendiente. No se trata de desenterrar a Dios y a lo humano mediante un calco de formas de vida del pasado (toda verdad que se imita deja de ser verdad), sino de volver a darles un espacio distinto, más amplio y sincero, para cerrar la profunda herida que el nazismo causó en el seno de lo humano.
El 1º de noviembre de 2005 la ONU designó el 27 de enero, día en que el mayor campo de concentración (Auschwitz-Birkenau) fue liberado por las tropas soviéticas en 1945, como el día internacional de conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto. ¿Cómo encarar la fecha a la luz de todo lo dicho?
El poeta Arturo Capdevila incluyó en su libro Dios otra vez , de 1966, la poesía “Canto al sitial de Elías”, en la que describe su participación en una sombría cena pascual en el hogar de un amigo judío, cuando en Europa arreciaba la Shoá. “¡Caducó el mundo que en el Bien creía, / y de Amor y Justicia tuvo sed! / Secretos del Abismo . . . Sión no vale. / Y tampoco Belén.”
Al final pone el poeta en boca del profeta Elías estas palabras: “¡Tendrá su fiesta la esperanza fiel! / Ya falta poco. Llegará mi pascua: / mi clara pascua de Jerusalén / El viento pasará cantando amores / sobre las aguas de Genesaret. / Toda la Tierra Santa en esos días / será como un vergel”.
La memoria analítica del horror, junto con la esperanza de que la miseria espiritual y física puede ser erradicada y una dimensión de espiritualidad alcanzada, permitirá hallar la respuesta para volver a darle sentido a la existencia.
LA NACION