15 Oct Un grande de la vida, de la política y del peronismo
Por Pacho O’Donnell
Estas Memorias pasan a revistar entre las grandes de nuestra Historia como las de José María Paz o las del general Iriarte, diferenciada de las más recientes, debilitadas por la necesidad de justificar lo injustificable y por la prudencia de no llamar a las cosas por su nombre. Antonio Cafiero ha sido protagonista de las complejas circunstancias argentinas a lo largo del último medio siglo XX y lo que va del XXI. Ha sido ministro, gobernador, precandidato presidencial, embajador. También perseguido, encarcelado, prófugo, denostado, condenado.
Estas páginas comienzan con la maravillosa anécdota de Perón, hacía pocas horas desalojado de la presidencia por el golpe cívico-militar el 55, escribiendo en la cañonera paraguaya “los planes para retornar a mi patria”. Y serán otras sabrosas anécdotas las que jalonan estas Memorias, contadas con el gracejo que Antonio exhibe en el contacto personal, lo que contribuye a una lectura fácil y amena.
Con cierta prolijidad cronológica nos vamos enterando de las intimidades de la primera manifestación significativa del peronismo proscripto que aprovechó astutamente la llegada de Charles de Gaulle, del primer intento de retorno del General Perón abortado por el gobierno de Illia en Río de Janeiro, del envío de Isabel para coartar los intentos del “peronismo sin Perón”. A propósito impacta saber que Timoteo Vandor, a quien se acusaba de ser el líder de ese movimiento, fue asesinado al fin de un diálogo telefónico con Antonio.
Su espíritu conciliatorio lleva al autor en el principio de los violentos setenta al intento de establecer lazos, inútil, entre la dirigencia sindical y la juventud peronista, lo que también lo llevó a entrevistarse con el dictador Agustín Lanusse con el propósito de garantizar la vida de Perón en su inminente retorno. Pero lo que debía ser secreto fue aprovechado por los golpistas para difundir falsedades sobre la razón del encuentro que perjudicaron a Antonio ante los compañeros peronistas. Pero este no gasta el tiempo del lector en justificar su error sino que deja registrado en su diario personal: “¡Dios, que metida de pata!”
Es la inclusión de estas anotaciones personales que llevó el autor a los largo de su vida uno de los atractivos mayores de esta Militancia sin tiempo pues en sus páginas, con una elogiable franqueza, el autor nos muestra sin tapujos su condición humana, sus dudas, sus enojos, sus autorreproches, sus gruesos calificativos hacia quienes lo traicionan o defraudan. Uno de los tramos más apasionantes es la descripción de las alternativas, muchas de ellas ella inéditas, del “charter” que trajo de regreso a Perón a su patria; luego sería la muerte del líder peronista y el ascenso al poder de Isabel, sobre quien se expresa positivamente, todo ello relatado desde el caracú de los acontecimientos, lo que obligará a los historiadores futuros que se ocupen de nuestra época a no poder prescindir de este libro.
A raíz de su intervención en la provincia de Mendoza y siempre movido por la honestidad de no escamotearnos las fases dolorosas de su trayectoria de funcionario y político, se ocupa de desmentir los infundios con los que la dictadura cívico-militar del Proceso intentó inútilmente echar sombras sobre su honra.
Con ese mismo rigor consigo mismo y con los tiempos que le tocó vivir nos cuenta el proceso de elección de Videla como comandante en jefe del Ejército por considerarlo el “menos peligroso” y “profesionalista” de los generales entonces candidateables…
Cuando se produce el golpe del Proceso, Antonio está en la embajada argentina en Italia y a pesar de que todo indica que a su regreso sufrirá la represión de la dictadura, reforzado en su patriótica decisión por su amada Anita, lo hace el 7 de abril de 1976. Luego vendrá la prisión en el barco Los Treinta y tres Orientales, la cárcel de Mendoza y la de Caseros, con la incertidumbre por la propia suerte en aquellos tiempos de terrorismo de Estado que hizo pagar carísimo la consecuencia y el idealismo de muchos de sus compañeros peronistas.
Una vez libre se incorpora a la resistencia y es uno de los pocos dirigentes que firma el documento que en 1979 es presentado, en plena euforia por el Campeonato Mundial de Fútbol Sub 20, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunciando las atrocidades del gobierno.
La intimidad de su diario personal, que Antonio llevó a lo largo de los años, nos muestra desde sus estados de ánimo el proceso por el cual es despojado de la candidatura peronista a la presidencia en 1983 debido a maniobras de Herminio Iglesias secundado por Deolindo Bittel que consagraron a Ítalo Luder por considerarlo, con razón, más ‘manejable’ que a Antonio. Horas antes del triunfo de Alfonsín escribió en su diario y lo repite sin tapujos en estas Memorias: “(En el acto final de nuestra campaña) hablaba alguien (Luder) que no siente esa masa; que no fue discípulo del Jefe; que no conoció a Evita; que no debe haber llorado nunca ni sufrido el transitar del peronismo. Y otros que baratean sus significados, los felones tipo Bittel y los débiles mentales como Lorenzo Miguel. ¡Ah, Juan Domingo, que herencia triste ésta!” Esta sinceridad inusual campea en muchas de estas páginas y eso las hace insoslayables.
La inesperada derrota del 30 de octubre de ese 1983 lo puso al frente del necesario proceso de renovación peronista en el que no vaciló en jugarse el pellejo cuando fue necesario frente a la patota enquistada en la dirección del Movimiento. La consecuencia política fue su elección como gobernador de la provincia de Buenos Aires aunque ello no fue fácil y le mereció, una vez más, una dura autocrítica: “Por ahora el resumen es el siguiente: A) Estoy en la cima de mi carrera política, mi nombre es indiscutido y soy la esperanza de la victoria peronista. B) Si algo sale mal todo lo ganado se pierde: no puedo errar. Para el triunfo tengo que vencer: 1) mis temores ancestrales. 2) mi inhabilidad para ejercer el mando. 3) la oposición ciega y ruda de quienes se sienten desplazados por mi triunfo”. Y a continuación los nombra y adjetiva.
Alfonsín presidente radical y Cafiero gobernador peronista sostuvieron una relación de generoso apoyo recíproco fundamental en aquellos tiempos en que la incipiente democracia estuvo a punto de zozobrar varias veces. Antonio no tuvo empacho en aparecer junto a Alfonsín cuando fue necesario, por ejemplo durante la rebelión carapintada acaudillada por Aldo Rico. O cuando el fracasado proyecto de reforma de la constitución provincial para hacerla más sólida ante el embate del avasallante neoliberalismo. Ello fue aprovechado por sus rivales internos quienes le imputaron “traición al peronismo”. Es acertado entonces afirmar que la instalación democrática en un país no acostumbrado ni convencido de las virtudes republicanas no fue sólo obra de Raúl Alfonsín sino también de Antonio Cafiero y ello debe ser reivindicado.
Es también apasionante su enfrentamiento con Carlos Menem por la candidatura presidencial de 1989, contado, afortunadamente para nosotros lectores, desde la intimidad de su diario personal. Allí somos testigos del imparable crecimiento en las encuestas del riojano y de los infructuosos esfuerzos de Antonio para encontrar un antídoto para ese fenómeno que no logra comprender ni justificar. “No se me ocurre nada”, se sincera. Y día tras día repasa obsesivamente el cuadro de dirigentes peronistas que van desertando de sus filas para incorporarse a las del riojano. “Duhalde se pasó a Menem con conferencia de prensa y todo. Canalla.”
En cuanto a la dramática historia de los sobornos en el Senado, todo lo que un lector curioso desee saber sobre el tema, con aristas y confesiones nunca reveladas, lo encontrará en estas Memorias que ofrecen un apéndice con otros documentos que merecen ser leídos, por ejemplo el balance de su gestión bonaerense y la histórica exposición de Cafiero sobre la deuda externa el 12 de marzo de 1986.
Pero estas páginas también nos hablan de una infancia humilde, de cuando Antonio vendía fruta en un puesto callejero y tuvo su primera formación política leyendo los periódicos en los que envolvía la mercadería, de su inalterable condición de “bostero”, de su amor adolescente y eterno por su maravillosa compañera, Anita, ladera firme en las buenas y en las malas.
Pocas descripciones tan reveladoras de la personalidad de Evita como cuando lo convoca a su lecho de muerte inminente por estar en desacuerdo con una designación del todavía inexperto funcionario que era Cafiero, que podría perjudicar a Perón, y le descerraja un “¿usted come mierda?” También nos enteramos de la ayuda que un Fidel Castro juvenil recibió de la delegación argentina que integraba Cafiero en un congreso estudiantil en Bogotá que terminó en una disputa por la intención del cubano de adueñarse de la conducción. Las hay también jocosas como la del personaje homónimo que mentía su proximidad con el Cafiero funcionario para obtener ventajas, pero que luego, cuando el peronismo fue desalojado del poder, publicó una solicitada en la que declaraba no tener ningún vínculo con el Cafiero caído en desgracia.
Algo que surge también de esta lectura es la rigurosidad del autor con sus ideales que lo movía a no ser incondicional ni obsecuente, como cuando fijó su posición antes del golpe del ’55, cuando oscuros nubarrones comenzaban a cubrir el cielo de la revolución peronista: “Reforzar la fe en Perón, el mito. Y procurar que un cambio en algunos de sus procederes haga realidad este mito.” O cuando a pesar del inmenso respeto y admiración que sentía por Perón hubo de presentar su renuncia al cargo que ocupaba en su gabinete debido a su condición de católico perturbado por la disputa con la Iglesia, y esa desgarradora lucha interior entre sus convicciones políticas y las religiosas está prístinamente reflejada en estas páginas. Es que el autor nos deja claro que ser peronista es apasionante, que va más allá de una doctrina para devenir un sentido de la vida, pero que también es necesario tener un espíritu acerado para sobrellevar persecuciones e infundios de adversarios poderosos. Asimismo para sobrevivir a las contingencias, a veces feroces, de los conflictos interiores del Movimiento.
Ha sido para mí un placer leer estos textos de escritura amena y de temática apasionante y reveladora, y un honor injustificado escribir este prólogo que nunca podría alcanzar las alturas de Militancia sin tiempo.
Así como fue Ricardo Balbín quien mejor expresó el dolor por la muerte de Juan Domingo Perón, fue Raúl Alfonsín quien mejor definió la importancia del autor de estas Memorias: “Hoy cuando la desvalorización de la política arrecia como un huracán que intenta borrar el carácter democrático de su ejercicio, defender a los hombres que han mantenido sus ideales no sólo es una obligación sino también una satisfacción moral. Antonio Cafiero es uno de ellos.”
TIEMPO ARGENTINO