Santa Marta, el último viaje de Bolívar

Santa Marta, el último viaje de Bolívar

Por Teresa Bausili
El guía insiste en que quien no visita la Quinta de San Pedro Alejandrino no ha estado en Santa Marta. “Es parada obligatoria”, nos advierte este joven samario (como se conoce a los habitantes de Santa Marta) cuando alguien propone -osa proponer- que qué tal si vamos en vez a Taganga, un pueblito pesquero y de onda hippie/mochilera a 10 minutos de la ciudad.
Así que rumbeamos hacia San Pedro Alejandrino, la estancia colonial devenida en museo, altar de la patria y Monumento Histórico Nacional. No es para menos: aquí pasó sus últimos días de vida Simón Bolívar, libertador de Colombia y máximo héroe de la nación.
El procer había llegado de paso, en una escala previa al viaje que pensaba hacer a Europa. Ya estaba enfermo cuando fue invitado por el español Joaquín de Mier, propietario de la hacienda donde en aquel entonces se cultivaba caña de azúcar. Once días después de su llegada, el 17 de diciembre de 1830, el Padre de la Patria exhalaba su último suspiro en aquella casa sencilla, de gruesas paredes color ocre y techo de tejas.
La devoción hacia una figura cuasi divina choca con los datos que vamos conociendo de un Bolívar débil y decaído . Como que murió con apenas 47 años -y pesando 35 kilos- de cirrosis hepática, tuberculosis, sífilis y malaria (aunque Hugo Chávez sostenía que había sido envenenado con arsénico por la “oligarquía colombiana”, por lo cual impulsó la exhumación del cadáver). Lo que sí es seguro es que el pobre agonizó durante días en aquella camita,un catre de campaña más bien, que aún se conserva intacta en la habitación junto a una escupidera de porcelana y el reloj que marca la hora de su muerte: la una de la tarde, tres minutos y 55 segundos.
Según la leyenda, el general Mariano Montilla desenvainó su espada y arrancó el cordón del péndulo que marcaba la hora, porque el reloj “no debía andar más si ya no se movía el corazón del Libertador”. Y así está hoy, con las agujas clavadas en la hora fatídica, junto al sillón de terciopelo rojo desde donde Bolívar dictó su última y famosa proclama (nuestro guía se encarga de recitárnosla de memoria, desde “Colombianos, habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía”, hasta “yo bajaré tranquilo al sepulcro”).
Por lo demás, en los austeras instalaciones hay algunos muebles Luis XV, espejos en cristal de roca y unas cuantas curiosidades como el baño con bidet (más parecido a una palangana que a lo que hoy conocemos como tal), una sala de fumadores (para evitar que el procer inhalara fuertes olores), la repostería (la curiosidad radica en que aquí se practicó la necropsia al Libertador) y una foto en daguerrotipo de un jovencísimo Bolívar -19 años- en su casamiento con María Teresa Rodríguez del Toro (aunque ella moriría un año después de fiebre amarilla, el guía nos aclara que el Libertador no tuvo descendencia porque, de tanto andar a caballo, había quedado estéril).
Afuera, un parque con árboles centenarios (entre ellos, los tamarindos que dieron sombra al Libertador agonizante), iguanas somnolientas y un frondoso jardín botánico conducen al llamado Altar de la Patria. La sencillez de la casa principal contrasta con este imponente monumento de estilo neoclásico, construido en mármol de Carrara en 1930 y más propio de ser hallado en Pyongyang o Hanoi que en la costa caribeña. En la cúspide del altar se alza, como no podía ser de otra manera, un Bolívar vestido con su uniforme, espada y capa. Aunque el Libertador medía apenas 1,64 metros, en esta estatua alcanza los 2, 64 metros.
De nuevo en la ruta, en un mirador que prácticamente cuelga sobre un acantilado, divisamos a lo lejos los botes de pescadores de Taganga. Una visita que quedará para el próximo viaje a Santa Marta.
LA NACION