28 Oct Los nuevos enigmas de Twin Peaks
Por Pedro B. Rey
Eran los comienzos de los años noventa y vivía sin electricidad en la terraza de una casa abandonada. No estaba ahí, contra todo, como intruso. La vivienda, en venta, pertenecía a la familia de un amigo, que ya se había mudado. Mientras buscaban comprador, mi amigo me ofreció el cuartito en que antes revelaba sus fotografías de aficionado. Me complacía pensar que esa juvenilia en una casa vacía era el precio de la independencia. Por lo demás, todo recordaba una película de bajo presupuesto, empezando por el travelling necesario para alcanzar la pieza. Tenía que atravesar un living con las alfombras arrancadas y dormitorios con los empapelados arañados y en tiritas para, finalmente, desembocar en un patio. Ahí, una escalera empinadísima conducía, con promesas de rotura de crisma, a la terraza.
Subsistir sin televisor era lo de menos. Había pasado los ocho primeros años de mi vida sin caja boba y el ayuno catódico no producía síndrome alguno de abstinencia. De hecho, el cuarto proveía cada noche su propio guión de suspenso: con cada temporal se llenaba de agua y, cuando no susurraban las copas de los árboles, la profundidad del silencio era tal que, como ocurre en las cámaras de vacío, podían escucharse los tictacs del corazón.
La ley de Murphy, de todos modos, es implacable. Justo por entonces algunas amistades cinéfilas me alertaron sobre una serie televisiva que no había que perderse. El género era hasta entonces sinónimo de culebrones petrolíferos como Dallas o curiosidades alienígenas como V Invasión Extraterrestre y en principio no entendí tanta insistencia. La clave fue nombrar al director, David Lynch, el cineasta de Terciopelo azul.
La curiosidad pudo más. No hubo que desertar de mi enclave en la terraza para ver Twin Peaks. Bastó con peregrinar a casas que tuvieran el canal de cable que pasaba la serie. La historia, como se sabe, transcurría en un pago chico estadounidense imaginario, próximo a la frontera con Canadá, en el que se encontró el cadáver de una chica a la que todos conocían (la hoy famosa Laura Palmer). Allí llegaba el investigador Dale Cooper, que, mientras lidiaba con el singular catálogo de personajes del pueblo, confiaba para resolver el misterio en la interpretación de los sueños y en el budismo. La procesión fascinada por televisores ajenos continuó hasta que la propia lógica de la serie me incitó a verla de manera salteada, despreocupado de la trama. El asesino se descubría en el capítulo quince y ya antes de eso el director había empezado a delegar el proyecto, cada vez más tortuoso y delirante, en el coautor de la criatura, el guionista Mark Frost. Fue el primer golpe de genio de Lynch: crear una serie imprescindible que no era necesario terminar de ver.
Twin Peaks partió las aguas. Ninguna de las series que vinieron después fue tan radical, pero sentó un precedente. Las mejores de las últimas décadas no cuentan, como a veces se ha sugerido, lo que antes contaban las novelas. Exploran, con la ventaja de la extensión, lo que exploraba el cine, que ya había tomado de la novela la forma de estructurar una narración. Así, Los Soprano puede ser considerada una versión contemporánea de El Padrino; Mad Men, una larga saga laboral que atraviesa más de una época y registra con sutileza sus cambios sociales, y True Detective, un impecable thriller de ocho horas. Twin Peaks sigue estando más allá: sólo se la puede asociar con las películas del propio Lynch, como si, adelantada a su tiempo, todavía fuera parte del futuro.
Cuando la semana pasada el director anunció que se dispone a filmar otros nueve episodios de la serie, muchos habrán temido la demolición de un mito. Quizá convenga pensarlo de otro modo. Twin Peaks. Fire Walk with Me, la película que realizó tras la serie, empezaba con el estallido de un televisor. ¿Qué hará la nueva Twin Peaks con la televisión de hoy? De basarnos en Imperio, el último largometraje de Lynch, puede aventurarse que, aun sin quererlo, abrirá nuevas esclusas en un medio, el televisivo, siempre resistente a los experimentos.
El tiempo pasa. Por esos azares, el cuarto en el que escribo actualmente se encuentra también en una terraza. La casa está muy bien habitada, aunque abajo todos duermen. El guión de suspenso fue sustituido por el tam-tam sorpresivo de los gatos que saltan desde la terraza vecina hasta el techo de mi reducto. Esta vez no va a ser necesario peregrinar. Ni siquiera hará falta televisor: tengo la costumbre de ver las series en el monitor de la computadora. Lynch tiene la última palabra, pero quizás haya llegado el momento de no llamar televisión a ciertas cosas.
LA NACION