30 Oct Las mujeres y el deseo
Por Luciano Lutereau
En el seminario titulado “La angustia”, luego de presentar el deseo del hombre a través de la falta en el “tener”, Jacques Lacan considera los avatares del deseo femenino: “La vasija femenina, ¿está vacía o está llena? Qué importa, si se basta a sí misma […] No le falta nada. En ella la presencia del objeto está, por así decir, por añadidura”.
Mientras que el complejo de castración está en el núcleo del deseo del hombre, a la mujer poco le importa la relación con la falta (lo que no quiere decir que no sepa maniobrar con ella). Dicho de otro modo, mientras que “la angustia del hombre está ligada a la posibilidad de no poder”, dice Lacan, a la mujer le interesaría más directamente la relación con el deseo, independientemente del objeto; o, mejor dicho, en una relación más laxa con el objeto. Por eso, el vínculo de la mujer con el deseo ofrece “posibilidades infinitas” (sigue Lacan). En definitiva, es sabido que las mujeres disfrutan de muchas cosas más que los hombres (de quienes la literatura humorística suele decir que sólo piensan en una cosa).
Por esta vía, el modo de acceso de la mujer al deseo circunscribe otras coordenadas: “Ella se tienta tentando al Otro […] cualquier cosa le sirve para tentarlo, cualquier objeto, aunque para ella sea superfluo, […] es suficiente para que ella, el pececito, haga picar al pescador de la caña. Es el deseo del Otro lo que le interesa”.
De acuerdo con esta perspectiva, que aprecia una relación más laxa entre la mujer y el objeto de deseo, la mujer desea a través de causar el deseo, con el recurso a la tentación, en la que los más diversos expedientes son válidos (desde una manzana, como en el relato bíblico, hasta un portaligas… o un brillo en la nariz).
De este modo, la idea (clásica en el psicoanálisis) de un masoquismo femenino termina siendo una fantasía masculina, que interpreta fálicamente el goce de la mujer, es decir, que le atribuye a esta última el rasgo propio del deseo del hombre. Continúa Lacan: “En este fantasma, y en relación a la estructura masoquista imaginada en la mujer, es por procuración como el hombre hace que su goce se sostenga mediante algo que es su propia angustia”.
Esta forma de “procuración” indica el traspaso imaginario que supone que la mujer encontraría satisfacción en el dolor; por cierto, un dolor que no es cualquiera, sino aquel que el hombre se encargaría de extraer en una suerte de “búsqueda sádica” (cuando más no sea por “hacerla gritar”) que haga emerger un índice del goce (en este caso, bajo la forma de la voz).
Para la mujer, en cambio, “el deseo del Otro es un medio para que su goce tenga un objeto”, afirma Lacan. Su relación es directa con este deseo, en el que radica a la vez su punto de angustia; incluso cuando deba recurrir a modos de la mascarada para causar la tentación. En este punto, es a través de un “dejar ver” propio de la mirada que la mujer se relaciona con el deseo, en el que fundamentalmente se trata de dejar ver lo que hay, incluso cuando pueda negativizarlo (por ejemplo, a través de un escote); mientras que para el hombre se trata de dejar ver su deseo a través de lo que no hay, es decir, según alguna forma de la falta, de lo que no tiene, que pueda permitir que la mujer se sitúe como objeto del deseo.
Una fantasía-colectivo que demuestra esta dimensión (también utilizada en diversas referencias literarias, especialmente en las novelas amorosas de principios de siglo XX, que fueron el fundamento de las telenovelas actuales) se puede parafrasear con la frase que afirma que las mujeres siempre se prendan de los “malos”; y, con alguna justeza clínica más estricta, podría tenerse presente el efecto irresistible que suele producir un hombre que muestra su falta; por ejemplo, cuando se permite llorar frente a una mujer… ¡aunque no por ella!
EL LITORAL