Tomemos en serio la provocación de García Márquez

Tomemos en serio la provocación de García Márquez

Por Karina Galperín
En abril de 1997 García Márquez causó cierto revuelo cuando frente a un distinguido auditorio lanzó una provocación. “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna”, dijo, y sugirió cambios para flexibilizar y poner al día ciertas reglas de nuestra lengua. Raudas voces a uno y otro lado del océano rechazaron enérgicas lo que entendieron como un llamado iconoclasta al desorden.
Esta polémica es casi tan vieja como la historia moderna de nuestro idioma, y reemerge al menos un par de veces por siglo. No enfrenta anarquía contra orden porque nadie propone abolir las reglas que rigen la escritura, dejando que cada uno escriba como quiera. Se propone simplificarlas. El debate muestra que la historia de las lenguas es también la de la tensión entre la tradición y el sentido práctico del uso. Unos creen que la ortografía debe respetar la etimología (cómo se escribían las palabras en su lengua original) al precio de la dificultad, y otros creemos que sólo debe guiarse por el principio más sencillo de la pronunciación.
Algunas preguntas, entre muchas otras, siguen rebotando de época en época. ¿Tiene sentido conservar la “h” que, como ya decía el eminente gramático de Salamanca Antonio de Nebrija, “no sirve por sí en nuestra lengua”? ¿No sería mejor optar por “b” o “v”, que el castellano no distinguió nunca, y eliminar la otra como hizo hace mucho la Real Academia con la “ç” porque se superponía con la “z”? ¿Es sensato seguir usando a veces la “g” y a veces la “j” para el mismo sonido?
Podría pensarse que estamos ante una discusión de eruditos. No es así. Fueron casi siempre educadores de primer orden involucrados en la enseñanza primaria quienes se movilizaron, en América y España, “con el laudable fin -como proclamaba en 1843 Sarmiento- de hacer fácil la enseñanza de la lectura que está aun llena de embarazos por los tropiezos que á cada paso suscita la arbitrariedad del uso de las letras”. Los problemas que vieron esos educadores siguen vigentes. Pero también hay otros. Internet y las redes sociales plantean cotidianamente nuevos desafíos.
En 1433 Enrique de Villena notó que en algunas palabras castellanas ciertas letras no se escribían como se pronunciaban. Villena justificó el fenómeno, no sin vaguedad: “Algo añaden al entendimiento e significación de la diçión donde son puestas”. Cuando en 1492 Nebrija publicó su Gramática, la primera regla de su ortografía, basada en Quintiliano, era clara y potente: “Assí tenemos de escrivir como pronunciamos y pronunciar como escrivimos”. A cada sonido debía corresponderle una letra y a cada letra, un sonido. Villena sería el primero de una larga lista de defensores del criterio etimológico. Nebrija sentaría las bases de lo que el hispanista Ángel Rosenblat definiría como el “afán de sencillez que mantuvo siempre a la ortografía española en la línea de la pronunciación viva”.
En 1713 se creó la Real Academia. Entre sus objetivos estaba “fixar la lengua”. Lo logró a través de los años con un malabarismo a veces vacilante, a veces audaz entre el criterio etimológico, el del uso y el de la fonética. De a poco avanzó siguiendo la pronunciación: “orthographia” pasó a “ortografía”, “sciencia” a “ciencia”, “quantidad” a “cantidad”. Pero siguieron las propuestas de reforma, como la que llevaron a cabo Andrés Bello y Sarmiento en Chile en 1844, que pedían cambios más importantes y profundos.
En la mente de los reformadores, la simplificación ortográfica no era facilismo o pereza sino pragmatismo para facilitar el aprendizaje y el buen uso del castellano. Hoy la escuela sigue dedicándole demasiadas horas y esfuerzo a la ortografía. Eso supone menos atención a otros aspectos de la gramática (la puntuación, por ejemplo) más relevantes para el manejo claro, elegante y personal de la lengua. De esto la escuela no es culpable. Intenta, con buen criterio, preparar a los niños para una sociedad que utiliza la ortografía como elemento de distinción, como un indicador rápido que permite diferenciar al “culto” del “bruto”, independientemente del contenido de lo que se escribe. Simplificar la ortografía permitiría dedicarle más tiempo escolar a aprendizajes más relevantes para la comunicación y el conocimiento.
Por otro lado, no podemos desentendernos de Internet. Las redes sociales registran desde hace tiempo usos novedosos de la escritura. Haríamos mal en descartarlos con displicencia. Incluso gente de ortografía impecable manda sus SMS relajando la escritura hacia la fonética. El problema no es la relajación sino el caos. No hay que censurar sino encauzar y uniformar ese impulso, saludable y modernizador, a través de las instituciones que históricamente encauzaron con éxito los usos dentro de la normativa.
Hoy la preocupación central de las Academias es mantener la uniformidad en el mundo hispanohablante. En muchos casos (no Bello, pero sí Sarmiento; no Rosemblat pero sí el Borges de los años 20), la voluntad de reforma estuvo acompañada de reivindicaciones localistas, hostiles a España o la Real Academia. Nuestra época ya no tiene aquellas ansiedades. Todos queremos una misma lengua, respetuosa de la diversidad. Sobre la base de ese acuerdo quizás sea el momento de tomarse en serio la provocación de García Márquez y discutir de una vez las asignaturas pendientes de nuestra ortografía. Tendrá que ser en forma gradual, consensuada y tolerante hacia los hábitos arraigados, que tardarán en dejarse ir. La discusión no es trivial. Implica simplificar lo innecesariamente complejo para dedicarle mejor atención a cuestiones de la lengua cuya complejidad merece el tiempo y el esfuerzo.
García de la Concha, ex director de la Real Academia, cuenta una anécdota graciosa. Cuando se propuso simplificar “Christo” por “Cristo”, uno de los académicos reaccionó indignado: “Por sobre mi cadáver”. No seamos ese señor.
LA NACION