11 Oct La parábola de un prócer diferente
Por Tulio Halperin Donghi
El ingreso en el mundo en 1770 de Manuel Belgrano tuvo lugar en una de las más expectables residencias del más opulento barrio de Buenos Aires-en la tercera cuadra de la avenida que hoy lleva su nombre, y hacía esquina con el convento dominico del que su hermano mayor Domingo Belgrano iba a ser prior- sólo once años después del arribo de su padre, cuando este, un mercader ligur autorizado por orden regia a ejercer el comercio en la futura metrópoli del Plata, era ya dueño de la segunda fortuna mercantil de la plaza porteña; y ofrece quizá la mejor clave para la trayectoria de quien, habiendo apenas dejado atrás su más temprana adolescencia, se constituyó desde su comarca de origen en activo participante en la laboriosa transición abierta por la crisis terminal de la monarquía católica, aún lejana a cerrarse cuando lo alcanzó la muerte a los cincuenta años de edad.
A lo largo de esa trayectoria había sido su constante aspiración conquistar para su nativa comarca rioplatense un lugar digno y respetado en el concierto de las naciones que esperaba ver surgir de las ruinas del que había arrasado el vendaval revolucionario desencadenado en 1789. Ese compromiso con el futuro lo había contraído Manuel Belgrano a la vez con un padre al que veneraba, y que por su parte había depositado en él las más altas esperanzas. Pero se equivocaría quien atribuyera la triunfal carrera mercantil de ese padre a la pericia con que había sabido manejarse en un futuro que por obra suya se estaba haciendo presente. Y se equivocaría porque esos triunfos no habrían estado nunca a su alcance si su acción hubiera anticipado, en ese más estrecho escenario, las de los protagonistas de la etapa más innovadora del avance del capitalismo abierta en la segunda mitad del ochocientos.
Las razones que lo hubieran hecho imposible han sido lúcidamente exploradas por Stanley y Barbara Stein, que no dejan duda de que los esfuerzos de la monarquía católica nunca lograron debilitar el influjo que sobre los mecanismos administrativos con que contaba para ello ejercían los beneficiarios del desorden organizado que esta buscaba en vano dejar atrás. En ese marco, el padre de Manuel Belgrano sólo pudo lograr su fulgurante ascenso porque era casi lo contrario de un precursor del futuro; lejos de anticipar a los self-made men del capitalismo triunfante, Domenico Belgrano Peri era un beneficiario menor del vínculo establecido entre su comarca nativa y la monarquía católica en la tardía Edad Media.
Había nacido en 1730 en Oneglia, una menuda ciudad de la costa ligur que formaba parte de la República de Genova, para ese entonces muy avanzada en su ocaso, en una familia que combinaba las actividades mercantiles con la percepción de los impuestos que el gobierno de esa arcaica república recaudaba en su ciudad nativa y su territorio, aunque hacía ya mu¬chas décadas que Genova había dejado de ser esa sepultura del tesoro de Indias que Quevedo había evocado en una de sus más recordadas letrillas, y su papel en las finanzas españolas era apenas una sombra del que había sido hasta un siglo antes el suyo en las de Castilla-Aragón. De esa relación sobrevivía lo suficiente para que en 1750, cuando su padre decidió enviar a Domenico a Madrid para que allí emprendiera una carrera mercantil independiente aunque estrechamente asociada con la propia, los contactos que ese vínculo familiar le abría con la administración regia y el alto comercio de la capital española le permitieran consolidar rápidamente su posición en ese más amplio escenario, hasta tal punto que nueve años más tarde, cuando de nuevo su padre juzgó oportuno un traslado, esta vez a Buenos Aires, pudo desde el momento mismo de su llegada a la futura metrópoli del Plata continuar avanzando desde una posición ventajosa en la carrera mercantil comenzada en la Península.
Pero esa herencia de siglos en que se había apoyado Domenico para avanzar de triunfo en triunfo incluía algo aún más valioso que una envidiable red de contactos en la cima de la élite del podery el dinero del imperio español: basta una primera ojeada a la correspondencia familiar recogida en los Documentos para la Historia del General Don Manuel Belgrano para comenzar a descubrir hasta qué punto había marcado el rumbo de esa vertiginosa carrera ascendente el artdefaire madurado por sus antepasados a través de una experiencia vivida siquiera en un rincón muy modesto de esas commanding heights durante los siglos en que el eje de la economía europea desbordó los límites del mundo mediterráneo.
La huella de ese art de faire se descubre ya en la estructura de la familia fundada por Domenico Belgrano Peri en el año 1757, a los veintisiete de su edad, cuando contrajo matrimonio con una niña porteña integrante de un linaje de antiguo arraigo en la futura metrópoli del Plata pero bastante alejado de la opulencia, María Josefa González Casero, entonces de catorce. El matrimonio tuvo en total dieciséis hijos, de los cuales once-ocho varones y tres mujeres-vivían aún en 1795, al hacer Domenico en vísperas de su muerte su testamento definitivo, que registra también entre los derechohabientes al hijo pequeño de otra hija ya fallecida. Lo primero que salta a la vista en esa estructura familiar es el papel positivo asignado a las hijas mujeres, dadas en matrimonio a agentes de Domenico en la Península, en el Alto Perú y en parajes de las tierras bajas donde él mismo se había hecho presente no sólo a través de sus actividades mercantiles sino también como pionero de una economía pastoral que no había avanzado mucho más allá de la caza de ganado salvaje. Los incorporaba así plenamente a una familia que era también un diversifica¬do sujeto colectivo que participaba como tal en las disputas por riquezas, poder y prestigio que nunca cesaron de agitar a las élites de las Indias españolas.
Al mismo tiempo, como lo sugiere el papel central asignado a las mujeres de la familia de Domenico en la consolidación del núcleo mercantil de una empresa familiar que extendía sus ambiciones hacia todos los horizontes, la perpetuación de ese núcleo era en ella un objetivo que tenía absoluta prioridad sobre cualquier otro. Y puesto que, para sobrevivir en las agitadas aguas de una economía abierta a todas las tormentas, esa familia que era a la vez una empresa no podía exceder una dimensión óptima, se imponía hallar un modo de disponer de los sobrantes que se acumulaban a cada nueva generación, entre los cuales era particularmente problemático el de varones que no podían encontrar ubicación en esa empresa. Como consigna el testamento de Domenico, la suya les ofreció en el cuerpo de oficiales de los reales ejércitos una ubicación alternativa totalmente adecuada para quienes ocupaban por derecho de nacimiento un lugar en la cumbre de la sociedad indiana, así fuera a un costo considerable para el patrimonio de la familia-empresa, que su concentración en actividades mercantiles le permitió afrontar más fácilmente que a las que tenían una parte mayor de este inmovilizada en otros sectores de la economía.
Pero más aún que esa diferencia estructural, alejaban a la familia de Manuel Belgrano del modelo dominante en las otras de élite en la América española las modalidades de su funcionamiento interno. La correspondencia ala vez familiar y empresaria reunida en los volúmenes de documentos publicados por el Instituto Nacional Belgraniano refleja el acuerdo esencial de todos los que participan en esa aventura en torno tanto a los objetivos hacia los que se orientan sus acciones cuanto al camino más adecuado para alcanzarlos, y los muestra discutiendo a partir de esas compartidas premisas -con una libertad que proviene de la confianza también por todos compartida en la lealtad con que cada uno de ellos sirve a la común empresa-acerca del modo más adecuado de afrontar cada uno de los desafíos que esta encuentra en su camino. Lo que hace posible esa concordia discors es la naturaleza misma de la empresa en que todos participan, reflejada en las premisas que todos comparten, y que son las que desde el ocaso de la Edad Media guiaron los avances de la alta finanza primero en el Viejo Mundo y luego en el mundo atlántico.
¿Cuáles son esas premisas? En primer lugar, desde luego, la ya recordada más arriba, que postulaba como norma de supervivencia que -por ventajosa que se presentase la expansión de esa empresa hacia los más variados sectores de la economía- el núcleo de las actividades debía seguir siendo el manejo de los flujos de dinero a larga distancia; y de ella iban a derivar como corolarios las otras máximas que guiaron a los integrantes de la Casa Belgrano en esos permanentes debates internos […].
Si la entrega sin reticencia alguna de los integrantes de esa familia que era a la vez una empresa a los objetivos de esta era capaz de atravesar las más serias turbulencias, se debía a que quienes la capitaneaban sabían que no podían equivocarse al asignar a sus integrantes las tareas más afines con sus talentos pero también con sus deseos, y en consecuencia el papel que las relaciones de autoridad y obediencia desempeñaban en su funcionamiento, ritualmente evocado al cerrar su cartas por quienes eran en ellas los subordinados, resultaba aquí menos central que en el modelo de familia patriarcal cuya vigencia ideal estaba apenas empezando a ser corroída por la crítica ilustrada. […]
[…] Manuel se agregó a los interlocutores de la correspondencia familiar con dos extensas cartas destinadas a sus padres y fechadas por igual el 10 de febrero de 1790, en las que les daba cuenta del estado de las gestiones que en representación de la empresa familiar había iniciado en Madrid, y de inmediato se advierte que la suya es una voz radicalmente nueva en ese diálogo. Sus informaciones y comentarios en cuanto a las arduas negociaciones que tiene a su cargo se apoyan en una visión muy precisa del contexto en que ha debido emprenderlas: tanto sobre la necesidad de contar con conexiones personales para lograr poner en movimiento los herrumbrados mecanismos administrativos de la monarquía católica como sobre las consecuencias particularmente negativas que todo eso tiene para “los pobres Americanos que no conociendo la baraúnda de la Corte se fían de hombres sin conocer la malicia que puede caber en sus corazones”, Manuel emitía sus opiniones con el aplomo de quien sabe que tiene autoridad para ello. Y lo mismo ocurría cuando tocaba temas más abstractos; así, en la carta a su madre en que se refería al retorno a Buenos Aires de su hermano Domingo, que lo había acompañado a la Península y acababa de completar sus estudios de teología en Salamanca:
Ya juzgo a Domingo al lado de Vms. y no dudo de que mi amado Padre le instruirá de la Ciencia Económica; nunca me he atenido a los autores de nada [sic, quizá por “moda”], pues para leer un libro, como siempre pienso sacar alguna sustancia, pregunto a los hombres sabios que conozco para que me den su sentir y así no creo tener ninguna máxima libertina, sino muy fundadas en la razón; sobre libertinaje mal entendido podría decir a Vm. mucho, baste decir que las preocupaciones nos hacen creer muchas veces que una proposición de un sabio Filósofo sacada desde el fundamento es una herejía, pero mi venerado Padre sabe mucho de esto y podrá a Vm. instruir más a fondo de lo que digo. No obstante todo esto he comprado el Balcarce, y el oráculo de los Filósofos, los que leeré, después que acabe con el Inmortal Montesquieu Esprit des Lois, que actualmente tengo entre manos.
Es esta la voz de quien apenas salido de la adolescencia respira ávidamente los nuevos aires que soplan en un mundo cuyos horizontes no cesan de ampliarse ante sus ojos, y avanza en su exploración con una confianza en sus propias fuerzas reflejada en la juvenil petulancia con que anuncia su decisión de colaborar con su padre en la empresa de iniciar a su madre en los arcanos de esa nueva ciencia que es la economía política. Pero esa confianza no se exhibiría tan sin reticencia si no se apoyara en la del hijo que sabe que cuenta con la admiración de sus padres, y por eso se somete con gusto a una tutela que sabe también de antemano que no le impondrá nada que le resulte penoso ejecutar (“mi amado Padre y Señor-escribe a Domenico- me parece hago todo mi deber sometiéndome a su obediencia […] sólo espero que me imponga Vm. sus preceptos, siendo mi mayor gusto ponerlos en ejecución; le aseguro a Vm. que nunca estoy más contento que cuando hago una cosa que contemplo merecerá la aprobación de mis Padres”).
En la correspondencia que Manuel mantiene con sus padres desde la Península acerca de los trámites que allí ha tomado a su cargo, vemos dibujarse progresivamente la visión del momento que le ha tocado vivir en la trayectoria de la monarquía católica.
[…] En los comentarios de este mozo de diecinueve años que, criado en el serrallo, se complace en revelar a su padre hasta qué punto es ya capaz de avanzar con paso seguro por sus más retorcidos vericuetos, comienzan a columbrarse las razones que harían que ni como servidor de la monarquía católica ni como una de las figuras centrales de la revolución que pondría fin a su dominio sobre las comarcas rioplatenses Manuel Belgrano lograra nunca sentirse cómodo en ese mundo cuyos secretos había creído dominar plenamente. Esa señal premonitoria está escondida en el pasaje en que enca¬recía a su padre que, ante las posibilidades que se le abrían de participar en términos favorables en el comercio de exportación no descuidara explorar “si se puede plantar arroz en ese país”, con lo que venía a proponerle la implantación ex nihilo de esa nueva rama de la agricultura en las áreas pantanosas de Corrientes, y arriesgar así sumas cuantiosas en una iniciativa que tardaría demasiados años en rendir los provechos que Manuel esperaba. Esto hace menos sorprendente que el proyecto, vuelto a proponer en vano una vez y otra a lo largo de siglo y medio, sólo alcanzara a implementarse, con el éxito que Manuel anticipaba, en medio de la crisis del comercio atlántico provocada por la Segunda Guerra Mundial.
LA NACION