La edad de la inocencia

La edad de la inocencia

Por Diana Fernández Irusta
Del piso al techo, de los muebles a los colores flúo: todo en este lugar proclama que sí, por supuesto, estamos en una peluquería infantil.
Hay imaginería Disney -sirenitas y robots, princesas y héroes- en las paredes, puzzles imantados, sillas altas con forma de autos y animalitos, juguetes varios. Hay un niño en un taburete -gesto contrariado, ceño fruncido- que, inmune al tono meloso del peluquero, aguanta los tijeretazos porque conoce el final: agarrar los chupetines que le alcanzan en la recepción, tironear a la madre que aún no llegó a pagar y rápido, vamos, a la plaza, a olvidar este momento absurdo.
En la otra silla, una niña. Ella también hace acopio de paciencia, aunque se le escape algún que otro mohín. Su premio duplicará el del chico: además de caramelos, tendrá brillitos en el pelo y un suave maquillaje de muñeca. En eso está: extasiada ante los reflejos que le devuelve el espejo, entregada a la asistente que, con dedicación, la convierte en una Rapunzel de carne y hueso.
Padres, niños y peluqueros, hundidos en una anodina música ambiente, se dedican, cada cual, a su juego. Quizá por eso nadie parece ver el televisor que, suspendido de una viga, encendido pero sin sonido, irrumpe como un tajo en ese blando mundo de algodón.
La pantalla muestra el rostro de Melina, la chica a la que todos conocen, de la que no es necesario mencionar apellido ni circunstancias. Melina, la involuntaria, trágica, desdichada estrella del reality policial del momento.
Los retratos de la joven asesinada -las selfies, los recortes de cámaras de vigilancia que se vieron hasta el cansancio- se suceden, circulares, sobre los zócalos televisivos que insisten en lo que también todos sabemos, pero que aquí, en este lugar, con la mini Rapunzel a metros de esos textos infamantes, se vuelve intolerable.
Hasta ahora, mi única misión en la peluquería consistía en enviar guiños entre cómplices y risueños a mi hijo. Pero, maldito el momento, tuve que levantar la vista. Y ver lo que ya había visto, lo que se vio tantas veces, lo que se seguirá viendo. El zócalo televisivo clamando que la autopsia, que la testigo, que el cuerpo. Y el rostro de Melina, casi la misma edad, los mismos labios explosivos, la sexualidad adolescente a toda máquina de la asistente que, diligente, esparce brillantina sobre los bucles rubios de Rapunzel.
Si fuera valiente, hubiera pedido que alguien apague, ya mismo, ese televisor. Si el mundo fuera un cuento y no esto que es, hubiera arrancado a los pequeños clientes de sus taburetes color flúo, los hubiera encantado y llevado muy lejos, donde nada del horror que, impávida, sigue escupiendo la pantalla, pudiera siquiera rozarlos.
Pienso en las estadísticas. Las formales y las otras, las que surgen en cada reunión femenina donde la camaradería ablanda el recuerdo -una cerveza más en la terraza, otra ronda de té en el comedor-: el momento en que las anécdotas se enlazan, el tiempo retrocede y resulta que a todas -prácticamente a todas, confirman las estadísticas de la charla, tanto como los fríos números de la investigación sociológica- alguna vez la violencia les descalabró la infancia. Pudo ser una palabra, aún incomprensible, pero -algo en el tono, la urgencia, la inesperada irrupción callejera de quien la profirió- irremediablemente hiriente. O el extraño que arrincona en un ascensor, el que aplasta en el colectivo, el que roza, como al pasar, en alguna calle congestionada; la vergüenza ante esos avances físicos de los que no se habla, más farsa que tragedia, salvo para la niña que repentinamente los descubre.
Ya vendrá la adolescencia, nutrida de una secreta expertise en eludir avances molestos y convocar -ahora sí, el deseo es propio- esas miradas que años atrás producían espanto. Buscarlas a conciencia. A puro desafío y ganas de jugar con fuego porque se tienen diecisiete, dieciocho, veinte años, y el mundo es ancho, la confianza enorme, y las ganas de vivir, infinitas.
Ahí está la estilista de Rapunzel: montada sobre sus plataformas, el chaleco ceñido, las pestañas eternas. Gira la silla para que la rubiecita contemple a gusto su transformación. Las dos sonríen; cada una en su estilo, resplandece.
La tragedia de Melina, allí en el televisor, se vuelve todavía más intolerable. Me digo que si alguien osara dañar, simplemente por ser lo que son, a las dos chicas que ahora se miran en el espejo, que si existen personas capaces de hacer lo que se le hizo a la jovencita que tan tristemente acapara las noticias, las víctimas no son o serán sólo ellas. Las víctimas seguiremos siendo todos.
LA NACION

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