19 Oct La alimentación y sus metáforas
Por Paolo Rossi
Nos parece, y no del todo injustamente, que los seres humanos hacen siempre las mismas cosas: duermen, construyen refugios para protegerse del calor o del frío, intentan procurarse alimentos, comen, se aparean, ríen y lloran, crían a sus hijos, establecen reglas y recompensas, así como castigos para quienes no las respetan, agreden y son agredidos, hacen guerras y entierran a sus muertos, se dirigen de distintas maneras a seres divinos e invisibles. En realidad, cada una de estas cosas se hace de maneras muy diversas, tan diversas que superan, a veces, la imaginación más desenfrenada.
En el centro del libro Bueno para comer del gran antropólogo Marvin Harris se encuentra una pregunta fundamental que es el eje de las reflexiones de los antropólogos: dado que todos los miembros de la especie humana son omnívoros y están dotados de un aparato digestivo absolutamente idéntico, ¿cómo es posible que en algunas partes del mundo se consideren exquisiteces cosas como hormigas, saltamontes o ratas que en otras partes resultan ser asquerosidades repugnantes? Aunque hoy se pueden comprar a través de Internet comidas preparadas con escorpiones fritos, hormigas, serpientes y carne de cocodrilo, los procesos de globalización en este terreno no parecen ser particularmente veloces. En Camboya se comen coleópteros, cucarachas de agua, una especie de lagartija llamada “gecko” y murciélagos. En Hanoi se comen serpientes y hay siete recetas para cocinar a un perro, en Nueva Guinea son muy apreciados los gusanos del sago, gruesos y carnosos, que tienen una epidermis resistente y peluda y un interior amarillento y cremoso. En China y en Camboya es sabido que se come cerebro de mono (incluso directamente apenas se ha matado al animal). En las islas del archipiélago indonesio se bebe un tipo de café que se hace con los granos parcialmente digeridos y defecados por la civeta de las palmeras común. Las tarántulas se comen en Camboya. En Filipinas (incluso en las esquinas de las calles) se comen huevos fecundados de pato o de gallina que tienen en su interior un embrión formado casi por completo. En Corea se ponen crías de rata vivas en una botella con licor de arroz, se lo deja fermentar y se lo bebe. Los escamoles, en México, es un plato hecho con los huevos de una hormiga. Y podríamos continuar con la lista.
Se mantienen diferencias considerables, que son, al menos en parte, insuperables. ¿Por qué los novillos sí y el perro no? ¿Por qué una muchacha que nació y creció en Estados Unidos nos mira estupefacta y espantada si le decimos que alguna vez comimos un conejo? ¿Por qué la tripa fascina a los florentinos y a los milaneses (que la llaman busecca), y es considerada con asco y horror por la gran mayoría de los estadounidenses? No hay nada de qué sorprenderse. Así como el aparato digestivo, también el genital es común a todos los miembros de la especie humana y sin embargo muchos saben que la denominada posición del misionero es considerada como una rareza discutible por los integrantes de cualquier comunidad del Pacífico sudoccidental.
Desde los tiempos más remotos existe un modo muy simple y que ha sido adoptado con frecuencia para resolver este tipo de problemas: negar la calificación de seres humanos y calificar de animales o no humanos a quienes se comportan de una manera muy distinta de nosotros o tienen costumbres que nos parecen extrañas o inaceptables. La contraposición entre sociedad civil y sociedad primitiva se fundaba en una época sobre la antítesis entre la civilización occidental y la “barbarie” de los no europeos. Esta contraposición ha sido dejada de lado como carente de sentido por la antropología contemporánea, la cual designa con el término cultura las técnicas de adaptación al ambiente y el modo de vida de cualquier grupo social. Para la antropología, como lo ha afirmado Ruth Benedict en un libro publicado en 1934 y que alcanzó a un público vastísimo, “las normas que cualquier sociedad le impone al matrimonio son tan significativas como las nuestras”; para la antropóloga “nuestras costumbres y las de Nueva Guinea son dos modelos sociales posibles para resolver un problema común”.
En el curso del siglo XX, el relativismo cultural llega a coincidir con una tesis muy discutida y también muy discutible, según la cual, dado que cada cultura asume sus propias formas y se considera superior a las demás, no existen formas más o menos auténticas de humanidad ni existe en consecuencia un modo de distinguir entre formas de humanidad y formas de inhumanidad, y de establecer, sobre esta base, algún tipo de jerarquía. Quien dio respuestas que considero todavía válidas a estos problemas fue Ernesto De Martino, el gran estudioso del mundo mágico que nació en Nápoles en 1908 y murió en Roma en 1965. ¿Es verdad que el encuentro con la diversidad debe verificarse en el terreno de una completa ausencia de valores? Una vez destruida la convicción de que la naturaleza humana coincide con los modelos asumidos como válidos por la propia cultura, ¿es necesario por este motivo un acto de abdicación? ¿Es verdad que toda y cualquier intervención en los asuntos de los demás constituye una forma de represión? ¿Es verdad que la pura y simple renuncia a todo modelo constituye por sí misma el principio necesario y suficiente para solucionar los problemas de la historia humana?
¿Qué quiere decir, en rigor, confrontarse interculturalmente con quien considera obvio y verdadero que las mujeres son por naturaleza inferiores al varón y que por naturaleza están sometidas a él, que considera que una adúltera debe ser enterrada hasta la cabeza y luego lapidada y que debe morir mientras le arrojan piedras que no deben ser demasiado grandes de modo que el suplicio no dure demasiado poco? ¿Se puede pensar en una verdadera confrontación intercultural con quien considera que los negros y los hebreos están más próximos a los animales que a los seres humanos y predica la guerra tribal, el dominio de una etnia o el derecho de exterminio del enemigo racial? Una cuestión es el esfuerzo de comprensión y otra la confrontación intercultural. El pluralismo, la tolerancia, el respeto por las minorías, la atención a sus derechos no pueden negociarse. Sólo se pueden ejercer presiones (las más fuertes y decididas e incluso las más “extorsivas” posibles) para que esos valores sean respetados allí donde no lo son.
No es verdad en absoluto que esto coincida (como parece creerlo Francesco Remotti en su Prima lezione di antropologia ) con la convicción “de haber descubierto, por revelación divina y/o por revelación natural, la forma más auténtica de humanidad”. Entre las culturas, según el mismo autor, no existen “diferencias cualitativas” y sería ilícito e imposible establecer escalafones. Entre 1993 y 2007, 45 países renunciaron a la práctica de la pena de muerte. ¿Cómo debemos evaluar esta renuncia? ¿O, por deferencia hacia los profesores de antropología, no debemos evaluarla de ningún modo? En Bamako, la capital de Mali, tuvo lugar en 2005 una Conferencia sobre la Mutilación Genital Femenina, que cerró sus jornadas con la Declaración de Bamako contra la FMG o female genital mutilation . Desde 2007, en Eritrea, un país en el cual padecían la mutilación genital el 90% de las mujeres, esa práctica se considera un delito. ¿Puede clasificarse esto como un ejemplo de las exigencias indebidas de Occidente? ¿Hizo mal Emma Bonino al ocuparse del asunto o bien debería haberse limitado a respetar las diferencias culturales?
Dentro de la cultura occidental numerosos intelectuales pueden rechazar, impugnar, criticar o condenar la propia cultura y también avergonzarse del mundo de instituciones y de ideas en el que actúan, viven y publican artículos y libros. Pueden simpatizar con otras culturas diferentes. No está mal que sea así. Estas críticas representan no sólo un estímulo para el crecimiento y la mejoría de la sociedad sino también, al mismo tiempo, una prueba evidente e indiscutible de la plena pertenencia de dichos intelectuales a Occidente. De hecho, única y exclusivamente en la criticada civilización occidental estas actitudes no sólo se toleran, sino que también se valoran y son aceptadas como signos positivos.
UNA CUESTIÓN NADA IRRELEVANTE
Comer no pertenece únicamente ni a la naturaleza ni a la cultura. Está entre la una y la otra. Participa de ambas. Tiene mucho que ver tanto con la primera como con la segunda.
Cuando apareció en 1964 Lo crudo y lo cocido de Claude Lévi-Strauss, los intelectuales de mi generación (los octogenarios) se dieron cuenta no sólo del hecho de que las así llamadas cualidades sensibles (por ejemplo crudo y cocido, fresco y podrido) tienen una lógica y una historia, sino también del hecho de que la comida y la preparación de la comida no son cuestiones marginales o irrelevantes; advirtieron que estas alternativas tienen que ver con el comer en común o el comer en soledad, con el pasaje de la naturaleza a la cultura y con el mundo de los sistemas simbólicos. Las maneras de nutrirse pueden decirnos algo importante no sólo acerca de las formas de vida, sino también acerca de la estructura de una sociedad y las reglas que le permiten perdurar y desafiar al tiempo.
Cannibals and Kings. The Origin of Cultures de Marvin Harris apareció en Nueva York en 1977 y fue traducido al italiano por Feltrinelli dos años más tarde. Variables similares, en condiciones similares, dan lugar a resultados similares: sobre la base de este presupuesto era posible comparar distintas épocas y diferentes costumbres y estilos de vida, y se podía incluso sostener la existencia de un particular tipo de determinismo (semejante al que interviene en la evolución) que caracteriza a los fenómenos sociales. En las décadas de 1980 y 1990 se publicaron los libros, brillantes e inteligentes, de Piero Camporesi, profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Bolonia y destacado especialista en las relaciones entre mitos populares, literatura y alimentación: El país del hambre, El pan salvaje, Le officine dei sensi, La terra e la luna . En cada uno de estos libros la historia de la alimentación y la correspondiente historia del hambre se entretejen con la alta literatura y con la literatura popular, con el folclore y la cultura campesina, pasan a formar parte de una historia de las ideas que se ocupa de los mitos y las narraciones transmitidas oralmente, hacen referencia a la cucaña y al carnaval, a las comilonas que seguían indefectiblemente a los períodos de hambre crónica, extenuante y desesperada. Vagabundos, mendigos y campesinos pobres salían de la oscuridad del olvido y se convertían en los protagonistas de una historia que utilizaba sin prejuicios (como lo quería Giambattista Vico) los materiales más variados. La historia de las ideas y de las mentalidades se convertía en una pariente cercana de la antropología cultural. Un aporte importante lo constituyen los muchos libros de Massimo Montanari, que se ocupó de las modalidades y de los objetos relacionados con la comida en la Edad Media, de los placeres de la mesa en la Edad Moderna y Contemporánea, y escribió una historia de la alimentación en Europa que ha sido traducida en varios países. La filosofía y la antropología también colaboran entre sí en el libro de Leon R. Kass dedicado a la comida como perfeccionamiento de nuestra naturaleza. Constituye el eje de estos trabajos la actitud hacia los alimentos y por lo tanto los vínculos comida/cultura.
Hace mucho tiempo que se viene subrayando que liberarse del hambre y de la sed constituye para los miembros de la especie humana algo sólo en apariencia “natural”. En todo caso, es algo que está indefectiblemente vinculado a la artificialidad de las técnicas culinarias, a los utensilios para cocinar y para comer, a las ceremonias y a los ritos en los que hombres y mujeres, pero a veces sólo hombres, con una rígida exclusión de las mujeres que han cocinado y aderezado los alimentos, se reúnen alrededor de una mesa servida. La comida no sólo se ingiere. Antes de llevársela uno a la boca, se planea y se piensa detalladamente lo que se va a comer. Adquiere lo que comúnmente se denomina un valor simbólico. La preparación de los alimentos marca un momento central en el pasaje de la naturaleza a la cultura. Como lo ha demostrado Claude Fischler, se convierte en una forma de exorcizar la potencial peligrosidad, siempre presente, de lo que estamos a punto de introducir en nuestro cuerpo a través de la boca. Por cierto, desde esta perspectiva la relación entre nutrición y contaminación puede parecer verdaderamente ambigua y compleja.
La expresión maccheroni (sobre todo en Francia y en Estados Unidos) se utilizaba en una época para referirse despreciativamente a los italianos. La idea de que los otros comen cosas extrañas o desagradables estaba vastamente difundida, y en ciertas partes del mundo todavía lo está. En los siglos XVI y XVII se acusó de canibalismo a muchos pueblos que nunca cultivaron esta discutible práctica. Hay quienes insistieron (Pierre Bourdieu, Peter Scholliers y Carole M. Counihan) en que la alimentación constituye un medio para subrayar las diferencias entre culturas y clases sociales, un modo de reforzar la propia identidad cultural. Pero también es verdad que para nuestra civilización la alimentación y la curiosidad hacia formas de alimentarse muy diferentes a las nuestras representan uno de los medios más ampliamente utilizados para establecer contacto con diferentes culturas, para mezclar las costumbres, los modos de vida, las civilizaciones. En Italia no son pocos quienes alternan los espaguetis con platos de comida china, japonesa, hindú o paquistaní.
En su libro Antropologia y simbolismo , Mary Douglas sometió a un refinado análisis los modos de cocinar, disponer y presentar los platos en una comida preparada por amas de casa inglesas. Intentó trazar un mapa que incluyera el conjunto de las combinaciones y percibir la lógica implícita. Jack Goody, en cambio, se interesó en especial en los modos de transmisión de la cultura culinaria y en la distinción de los gustos como medio para reivindicar un determinado estatus social o una determinada identidad étnica. De todos modos es indudable (y acerca de esto casi todos están de acuerdo) que la preparación de la comida representa una mediación entre la naturaleza y la cultura. Sin embargo, bajo la artificialidad subsiste la presión de la naturaleza, que se manifiesta y muestra su fuerza cuando la comida escasea y evitar el hambre se convierte en una necesidad dramática, y los ritos y las costumbres se dejan de lado y uno se precipita sobre la comida, sin más vestigios de esa cautela (la lenta aproximación, el oler) que parece vinculada a muchas formas de vida y que no obstante está presente también en el reino animal. En nuestro mundo moderno -todos lo sabemos y nos limitamos sólo a no pensarlo- hay vastas zonas de la Tierra en las cuales el hambre es una enfermedad crónica, que quita las esperanzas de vida y lleva, en poco tiempo, a la inanición y a la muerte.
LA NACION
FOTO: Eulogia Merle