El último amor: el encanto de las segundas oportunidades

El último amor: el encanto de las segundas oportunidades

Por Javier Porta Fouz
El señor Morgan, cuya vida orbitaba alrededor del amor que se profesaba con su mujer, ha quedado viudo. El señor Morgan es un estadounidense que vive en París, Francia. En Francia a los estadounidenses los llaman, con mayor precisión, americanos. El señor Morgan ha perdido casi todo interés por la vida, por su propia definición de lo que importa en la vida, una definición que maneja con claridad y precisión en cuanto a las ideas, aunque de forma más atolondrada y oscura en cuanto a los sentimientos. El señor Morgan, cerca de los 80 años, conoce a la joven Pauline. Y hay una conexión, una empatía, un cambio en la actitud del señor Morgan. Hay también una familia en los Estados Unidos, una hija y especialmente un hijo del señor Morgan.
Con estos elementos, la alemana Sandra Nettelbeck (la película es una coproducción entre Alemania, Bélgica, Estados Unidos y Francia, y con actores de por lo menos tres nacionalidades distintas) dispone un drama en el que los elementos emocionales afloran sin necesidad de aceleraciones o situaciones forzadas. El último amor maneja un tempo claro y no lo modifica, aunque tal vez el final sea precipitado y se note ahí en demasía la mano del narrador, que cierra y detiene el fluir de los personajes. Pero mayormente Nettelbeck deja a sus personajes hablar (a veces con demasiado peligro de frase de póster), los deja respirar, los deja observarse. Deja que los ambientes los definan, que sus gestos se presenten sin la molestia del énfasis. Los diálogos -salvo contadas excepciones- no son redundantes, más allá de que los reclamos familiares tengan alguna creíble circularidad. Lo que sí redunda y sobreexplica es cada aparición imaginaria de la señora Morgan.
Pauline es Clémence Poésy, dueña de un rostro cuya forma hace recordar al de Claire Danes. Pero Poésy le agrega un matiz de fragilidad al acecho que enriquece su fuerza vital. Es notable cómo Pauline es merecedora de los elogios que en un momento le dedica el señor Morgan: los convierte en descripciones justas, precisas. La hija del señor Morgan es Gillian Anderson, en una breve aparición en modo show, en modo comic relief; el hijo es Justin Kirk, que convence de manera paulatina a medida que el relato nos informa sobre su personaje. El señor Morgan es nada menos que Michael Caine, una de las leyendas vivientes del cine, un actor fundamental, un intérprete con un perfil mercenario innegable (ha actuado en demasiados films en los que él era lo único rescatable), y sobre todo un actor que sabe manejar la pausa, que sabe utilizar las palabras, el tono, la capacidad emocional de su rictus y de su mirada. Un actor consumado que siempre consideró al cine un juego que había que jugar todo lo posible.
Caine es el principal pilar de esta película, pero no es el único: lo sabemos porque al final tenemos ganas de saber más de casi todos estos personajes. No es ése un mérito menor.
LA NACION